jueves. 28.03.2024

Fran Nieto | El cine de Jafar Panahi completa una década de imposibilidades convertidas en oportunidades. En 2010, el cineasta iraní fue condenado a arresto domiciliario y a una pena de 20 años sin filmar por apoyar al candidato opositor al actual gobierno. Luego lo acusaron de filmar sin autorización, y ya son cinco largometrajes filmados de manera improvisada muchas veces, y rebelde en todas.

La más reciente, estos Osos que no existen que nos ocupan, recibió merecidamente el premio del jurado en el Festival de Cine de Venecia, y demuestra que el cineasta, a pesar del horror que atraviesa, sigue siendo creativo y perspicaz a la hora de traducir el mundo que le rodea y los excesos sociales que asolan su país. Esta vez, el cineasta utiliza su propia historia para inspirar lo que filma, en otro acto de metalenguaje decidido.

Una vez más interpretando una versión de sí mismo, aquí lo hallamos buscando un respiro en el campo mientras filma una película desde una distancia bastante corta. Cuando ocurren tormentas mundanas durante este proceso, Panahi se encuentra en medio de dos casos de absoluta falta de comunicación. Esta dificultad, muy característica del mejor cine iraní, motiva a los casos a salir de una zona civil común y adentrarse en la existencia del propio director, que objeta su situación a través de su guión y sus personajes. Son dos historias de amor interrumpidas por truculencias, leyes y tradiciones, ambas urgentemente necesitadas de reformas; de hecho, la actualización real debe provenir más de los seres que de las instituciones.

Nos hallamos pues ante un tratado sobre la libertad de expresión y las consecuencias de las acciones derivadas de ella. Aquí, Panahi no habla directamente de sí mismo como en Esto no es una película, sino que sitúa las reverberaciones de su caso en los otros dos que están siendo tratados y, sorprendentemente, se muestra cruel en su creación.

De hecho, esta película es quizás la más dura (el final es sobrecogedor) de una carrera llena de cariño, aun cuando nada en su vida personal podría reflejar tales sentimientos. Todavía existe mucha comprensión sobre por qué se lucha, qué se anhela en su narrativa, pero finalmente hay una forma amarga de reaccionar ante tantos excesos durante tantos años.

No se trata de observar la película como un cambio de personalidad por parte de su director. Él continúa con mucha delicadeza siendo hiriente e incluso sarcástico, pero su lástima esta vez refleja nubes aún más oscuras que antes. Quizás el clima político equivocado del mundo le ha inspirado para crear un caparazón melancólico, aunque esta vez de forma específica.

Una carrera brillante, llena de películas ya clásicas, no cambia tan rápido, y su capacidad para lograr la originalidad en condiciones tan adversas es asombrosa. Esta nueva producción demuestra un intento claro por encontrar un tono inusitado sin perder sus orígenes.

La película se alinea a través de muchas ideas renovadas de este sorprendente director, como en sus escenas nocturnas que avanzan por colinas amenazantes, filmando la oscuridad con una tensión a la que Panahi pocas veces se atrevió a acceder. No se trata necesariamente de una rendición al cine de género, pero está claro que este cineasta también puede crear suspenso si quiere, y con una calidad insospechada.

De todas formas, si hay que señalar algo en el debe de la función es que, utilizando no una, sino dos tramas románticas, la película se cuida muy mucho de no mostrar mucho interés en conectar al espectador con estos personajes más de cerca. No nos identificamos con las historias, porque el guión tiene otros intereses, ciertamente más elegantes, pero que bloquean nuestro entendimiento con una idea de cine popular a la que Panahi puede acceder fácilmente. Simplemente parece haber decidido deliberadamente no prestarle atención. Es la única curva que impide un vuelo aún más extravagante hacia esta nueva obra de un hombre que no deja de impresionarnos por su capacidad de reinvención.

Los Osos No Existen: Panahi lo ha vuelto a conseguir