jueves. 25.04.2024
José Ortega y Gasset

Escribe Ortega en La deshumanización del arte: “Actúa, pues, la obra de arte como un poder social que crea dos grupos antagónicos, que separa y selecciona, en el montón informe de la muchedumbre, dos castas diferentes de hombres”.

No tarda en llegar el primer trampantojo, marca de la casa: “No se trata de que a la mayoría del público no le guste la obra joven y a la minoría sí. Lo que sucede es que la mayoría, la masa, no la entiende”. De entrada, Ortega sitúa a su recurrente egregia minoría como única receptora óptima, capaz de comprender la obra moderna. Emergen dos castas o clases de hombres: “los que la entienden, los más capaces, y los que no la entienden (...) Unos poseen un órgano de comprensión negado, por tanto, a los otros; el arte nuevo, por lo visto, no es para todo el mundo, como el romántico, sino que va desde luego dirigido a una minoría especialmente dotada”.

Ortega conjuga sus ocurrencias, que diría Azaña, con sus cautelas ante el convulso tiempo que se cierne: pujante rebelión de masas agitadas por una audaz burguesía constructora: “Se acerca el tiempo en que la sociedad volverá a organizarse, según es debido, en dos órdenes o rangos: el de los hombres egregios y el de los hombres vulgares”.

El pensador escribe estas líneas en 1925; son los años de la dictadura Alfonsina; ya entonces se vislumbra el colapso del régimen. ¿Pero hasta qué punto el arte entraña sociología? “España no existe como nación; construyamos España” había afirmado el filósofo en Bilbao hacía una década, en 1914.

Ortega extraña un relato nacional. Tiene claro, ya entonces, que no hay hechos, sino interpretaciones. Así pues, y huérfano aún de relato, urge velar por los mimbres capaces de instaurarlo: la prescripción intelectual, la Educación, los medios de comunicación, y, claro está, la Cultura en todas sus formas. ¿Pero puede dicha Cultura transformarse al punto de diluir sus más esenciales referencias? Más aún, ¿pueden las clases dirigentes perder las riendas del relato cultural que secularmente contribuye a sostenerlas y hasta legitimarlas? Frente a la amenazante burguesía constructora, Ortega contempla su sonrojante antagónico: una intolerante Iglesia, celosa de sus privilegios; un ejército de inmisericordes africanistas, y una asilvestrada clase terrateniente, de comprensión feudal, que resuelve el hambre del campesinado con sindicatos de pistoleros. Esos son sus patricios; esa es, no hay otra, su egregia minoría directora.

La platónica denuncia orteguiana no persiguió nunca otra cosa que recrearse en su propia vanidad

Ojo avizor, el gran ilusionista busca dar la voz de alarma respecto a una pujante impronta cultural, capaz acaso de desafiar las coordenadas políticas del histórico casticismo rector. Hablando en plata, Ortega busca, en fin, prevenir al integrista cardenal, al obtuso general, al tosco terrateniente... Si se nos permite la licencia: no importa que las modernas variantes artísticas te resulten irrelevantes o desconcierten; finge; aparenta incluso su adecuada comprensión; en tanto elemento cultural, procede apropiarse de toda vanguardia; no te distancies de ningún potencial significante; al contrario, asume la necesaria impostura estética que acaso habrá de revestir y justificar en breve el tradicional inmovilismo; quién sabe si hasta la reacción.

Si la moribunda fantasmagoría turnista comenzó a desmoronarse con la elevación al trono de Alfonso XIII, nada iba a contribuir más en pro de la República que el régimen del rey-niñato, incompatible a todas luces con el decoro político. En puertas del colapso Alfonsino ya no quedaba otro remedio que mudar al republicanismo. Alude Baroja a Ortega en sus Memorias: “Me dijo que la vida de la monarquía era cuestión de meses, y que el que tuviera un poco de sentido político debía estar atento”.

El gran denunciante ya no podía quedarse atrás: Delenda est Monarchia. Pero he aquí un gobierno republicano de carácter liberal que resulta, por vez primera desde 1833, en verdad reformista.El 9 de septiembre de 1931, con su artículo Un aldabonazo, transcurridos apenas cinco meses desde la proclamación de la República, y con el moderado gobierno de Concentración aún vigente, el laico republicano Ortega no tardaba en arremeter contra la recién nacida democracia española sin ser capaz siquiera de justificar sus objeciones, en el más ridículo acaso de los textos de toda su carrera.La platónica denuncia orteguiana no persiguió nunca otra cosa que recrearse en su propia vanidad.

Con la Guerra Civil, el tradicionalismo cancerbero volvía a restaurar su dictadura. Escribe un conservador honesto como Miguel Maura en su imprescindible Así Cayó...: “Desde el día siguiente al 14 de abril un puñado de monárquicos exaltados traman la conspiración armada contra la República, que cristaliza, primero, en el 10 de agosto del 32, y luego en el alzamiento del 36. No se dan reposo en su labor. Ponen en ella cuanto tienen (…) Así son y así serán, quizá siempre, las derechas españolas. Su clima ideal fue siempre la dictadura. Un contratista de su tranquilidad, que les garantice, sin el menor esfuerzo por su parte, el uso y, sobre todo, el abuso de sus privilegios ancestrales, desterrados ya del mundo civilizado”.

Como ellas, también el aristocrático Ortega se mostraría incapaz de asimilar la democracia; menos aún, una idea de España que no fuera la suya. Con la victoria franquista y la derrota del fascismo y el nazismo, la confirmación del tibetanismo nacional-católico. A él regresaba Ortega un verano de 1945 descubriendo una España siniestra y oscura. De la fantasmagoría turnista a la espectral. En su clásico El Maestro en el erial, a Gregorio Morán le basta una frase para condensar el momento de verdad existencial del gran impostor: “Aquel gran denunciante de la vieja política desarrollaría el resto de su obra en un acomodaticio y plácido silencio hasta fallecer en 1955”.

Ortega o el arte de la apariencia