jueves. 25.04.2024
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Foto tomada en Barcelona por Rodrigo García en 1972.

Hay una imagen de García Márquez que siempre me llamó la atención. La vi por primera vez en la contraportada de "El otoño del patriarca". Está el escritor descalzo, sentado ante una mesa simple con una máquina de escribir y algunos papeles. Aparece abstraído, con la cabeza apoyada en la mano izquierda, ajeno a su entorno, intentando buscar la palabra justa, la frase más adecuada, la metáfora definitiva. Es la perfecta descripción del narrador concentrado en la construcción de su propio mundo. Esa foto fue tomada en Barcelona por Rodrigo García en 1972. Ya había publicado su libro principal, "Cien años de soledad", ya era un escritor conocido, pero aun no había recibido el Premio Nobel, aun no había sido declarado maestro de la literatura y genio universal.

Ahora supe de su muerte y siento pena como si fuese alguien próximo y familiar. Es, con diferencia, el escritor que más admiro, por su escritura pero también por su compromiso político y social, por la mirada limpia de hombre bueno y por su trayectoria coherente y ejemplar, siempre al lado de los pobres y desheredados. Sigo su obra literaria desde los años setenta, cuando todos éramos felices e indocumentados. Hubo un tiempo en que publicaba artículos semanales en un diario español, que yo guardaba en una carpeta y releía con veneración. Leí  todos sus libros hasta el tramo final, cuando su fuerza creativa ya comenzaba a declinar.

Yo empecé a leer de niño. Doña Carmen, mi maestra, es la culpable de mi afición a la literatura y, de manera especial, a la narrativa. Me prestaba los libros de su biblioteca y así me interné en los mundos literarios de Mark Twain, Julio Verne, Allan Poe, Pearl S Buck y Mika Waltari. Cuando comencé a elegir yo mismo las lecturas sentí predilección por los autores del boom latinoamericano: Vargas Llosa, Rulfo, Onetti y Bryce Echenique me hicieron vivir momentos extraordinarios con sus textos. Hay escritores españoles por los que tengo una enorme admiración (Delibes, Torrente Ballester, Rosa Montero, Marsé, Muñoz Molina y, de manera especial, Rafael Chirbes); entre los narradores gallegos siento gran aprecio por Carlos Casares, Suso de Toro y Manuel Rivas. Hubo un tiempo en el que leí con mucho interés a los autores del dirty realism americano (John Cheever, Raymond Carver) y hay dos escritores portugueses a los que tengo en gran estima (Miguel Torga y Lobo Antunes).

Pero de todas las lecturas la que más me impactó, en su momento, fue la de "Cien años de soledad". El universo de Macondo, la vida prodigiosa de la familia Buendía con la sucesión infinita de Arcadios, Aurelianos y Úrsulas, me dejó una profunda huella y me sentí privilegiado por poder asistir a ese relato torrencial que nos ayuda a amar aun más la vida. Este hombre, que comenzó como modesto reportero en su tierra natal, supo crear un mundo propio, enorme, majestuoso y vital como su propia persona. Fue un escritor generoso y entregado a su oficio que nos dejó media docena de libros que quedarán, para siempre, en la historia de la literatura universal.

Yo también estoy ahora descalzo, solo y pensativo delante de la mesa y del teclado, con el mar del Orzán iluminando la ventana, aguardando a la palabra necesaria, la frase precisa para decir lo que pienso. Bien sé que nunca voy a escribir como García Márquez, pero quiero, con esta breve crónica, dejar constancia de mi profunda admiración por este hombre y de mi gratitud infinita por el escritor que me permitió vivir vidas tan distintas y distantes de la mía y que me ayudó, así lo creo, a ser mejor persona.

Nunca escribiré como García Márquez