viernes. 29.03.2024
Semana de Música Religiosa de Cuenca

Dos noches con Gidon Kremer: 58 Semana de Música Religiosa de Cuenca

La Semana de Cuenca se muere, y resulta francamente pintoresco que su director se vea obligado a tener que insistir en ello delante de los asistentes.

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La Semana de Música Religiosa de Cuenca, antaño uno de los eventos musicales más emblemáticos de la temporada, comenzó el pasado lunes 15 de abril su edición número 58, rodeada de un agrio debate interno de carácter presupuestario y con un daño obvio en su imagen y proyección internacional. A un lado, una temática que rebasa lo puramente musical (la financiación), que trasciende una y otra vez desde la organización hasta llegar al público; al otro, una innegable crisis de asistencia que se traduce en un auditorio prácticamente vacío, conformado en su mayor parte por oyentes muy alejados de la audiencia de procedencia europea que hasta hace unos años conformaba el grueso de aquella exitosa Semana. Todo ello con independencia de la alta calidad artística con la que, eso sí, ha dado comienzo este nuevo ciclo de conciertos que presenta al violinista letón Gidon Kremer como su estandarte para el presente 2019.

Con una rueda de prensa que hacía hincapié en la generosidad de la Fundación del Patronato y en sus aportaciones económicas y logísticas, comenzaba el pasado lunes esta nueva Semana de Música Religiosa (SMR) que, desde un primer momento, se anticipaba como poco exitosa en base a un programa de conciertos más que comedido y muy alejado de los grandes nombres y obras del pasado, así como debido a algunas iniciativas de carácter más que dudoso: partituras deseadas pero presentadas bajo un formato propio de una escuela y no de un gran evento artístico (Le marteau sans maître, del fallecido Pierre Boulez, bajo dirección de nueve directores diferentes, uno por cada movimiento); obras que ya nadie recibe con agrado si no es bajo una gran interpretación de referencia (Missa Solemnis de Beethoven, bajo un trabajo conjunto de formaciones poco apropiadas como la Metropolitana de Lisboa y el Coro RTVE) o el prohibitivo precio de las localidades en relación a los dos puntos anteriores. Al frente de la dirección, por tercer año consecutivo, un Cristóbal Soler visiblemente menos dinámico que en 2017, cuando tomó posesión del cargo, se esforzaba por realzar los valores del evento, dirigiéndose en todo momento al respetable desde un perfil cultural de muy bajo orden: hincapié en la participación local y regional, agradecimientos políticos varios y diversos (y numerosos hasta el hastío) y comentarios específicamente musicales dignos de un instituto de secundaria, hicieron de las intervenciones de los responsables máximos un claro ejemplo del degradado espíritu cultural nacional. En todo caso, es Soler un director que ya ha demostrado lo que tenía que demostrar desde el terreno artístico, y lo ha hecho igualmente como gestor económico de este festival, al que en apenas tres años ha conseguido sacar de una deuda millonaria, por lo que los aspectos negativos sólo pueden recaer en la Fundación y en los consabidos patronos. De manera general, Cristóbal Soler no está haciendo mal su trabajo, pero necesita ayuda urgentemente: sin un apoyo claro y decidido a nivel local, regional y estatal, la Semana de Cuenca se muere, y resulta francamente pintoresco que su director se vea obligado a tener que insistir en ello delante de los asistentes.

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La Semana de Cuenca se muere, indudablemente, porque la espiral en la que se encuentra es absurdamente ilógica: una vez demostrada la capacidad de la dirección actual para remontar las deudas adquiridas por la anterior gestión, si no existe un nuevo flujo económico que permita programar grandes nombres y grandes obras para atraer a un público internacional, la SMR se vuelve sencillamente insostenible. No resulta posible mantener toda una semana de eventos de magnitud intermedia para un público mayoritariamente local: o se magnifica la programación y la inversión y se retoma un cauce antaño exitoso, o se minimiza del todo para apuntar al carácter regional y, entonces, se da por finalizado un evento que parece no estar ya capacitado para sostener el peso del ilustre nombre portado desde un lejano 1962, año de su primera edición, y que todavía trata de defender con la presencia de algunos artistas irrebatibles como la violinista española Lina Tur Bonet, el trompetista Manuel Blanco o el letón Gidon Kremer y su celebrada Kremerata Báltica, siendo estos últimos los encargados de comenzar el ciclo de conciertos con una calidad, eso sí, francamente insuperable.

De la presencia de Kremer, poco se puede añadir: célebre entre el gran público por aquel registro fonográfico dedicado a la música del compositor argentino Ástor Piazzolla en el ya muy lejano 1996, pero reconocido por trabajos de una magnitud muchísimo mayor en los ámbitos del repertorio clásico-romántico y contemporáneo, su dominio del instrumento y la capacidad de llevar a su propia orquesta de cuerda a niveles sublimes de interpretación, no puede soportar ya más elogios, todos ellos merecidos. Pocas veces se puede escuchar en España una calidad semejante, demostrada con mayor fuerza en obras como la primera de las programadas. El compositor escogido, el estonio Arvo Pärt (1935 - quien a su vez era el compositor homenajeado por la propia Semana en esta edición y que no pudo asistir personalmente debido a su delicado estado de salud), encontraba aquí una expresión perfecta para sus obras, y si bien su Fratres, una partitura de una fragilidad absoluta en su falta de movimiento y su intensidad comedida, sólo puede alcanzar su máximo esplendor en un control absoluto como el mostrado, el punto culminante fue alcanzado en la ejecución de la no menos conocida Tabula Rasa, en la que el dúo de violines solistas mostró a una Tatiana Grindenko por encima si cabe de la genialidad de Kremer. Y es que, por cuestiones inherentes a la propia ejecución instrumental, no existe mayor dificultad que sostener la quietud, la calma, el silencio: un momento insuperable, por la calidad de las partituras y sus ejecuciones, que apenas fue ya igualado en momentos posteriores. Y es que el resto del repertorio, centrado en compositores bálticos como Weinberg (Polonia, 1919), Kancheli (Georgia, 1935) y Shostakovich (Imperio Ruso, 1906 - este último presentado bajo una adaptación orquestal de su Cuarteto de Cuerda Nº15 en Mi bemol menor) no resultó especialmente lúcido ni adecuado para el carácter de la Semana, como tampoco lo fueron unos bises que se encontraron totalmente fuera de lugar. No es un problema de unas obras que, alguna excepción aparte, constituyen todas ellas páginas de un rigor constructivo absoluto; tampoco lo es el conocimiento extremo de las mismas del que hace gala la formación. Pero todo ello se encontró tristemente descontextualizado.

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El público tradicional de Cuenca no es un público amante de los fuegos de artificio, sino uno serio y comedido. La práctica arriba mencionada de presentar una orquestación de una obra originalmente escrita para cuarteto, acompañar un concierto de proyecciones de textos innecesarios y ajenos a las partituras, o el ejecutar un Oblivion de Ástor Piazzolla como propina para el respetable, decididamente no encuentra aquí su lugar, a pesar de que el escaso público asistente sí lo haya celebrado. Hablamos de un público que ocupó apenas un 50% o un 30% del aforo del Teatro-Auditorio (primera y segunda jornada respectivamente); un público que no dudaba en conversar durante las ejecuciones, aplaudiendo entre movimientos o tosiendo con la mayor de las naturalidades, y que demostraba que, sencillamente, casi todo en Cuenca se encuentra ahora mismo en crisis de indentidad. A la Semana le resta todavía la mitad de sus jornadas, en las cuales conviven programas absolutamente contextualizados con otros francamente prescindibles, por lo que una valoración final sería difícilmente realizable, aunque, de mantener las directrices actuales, el fracaso económico y artístico se hace predecible mucho más allá de la edición actual, sin perder de vista un pensamiento como el que nos ofrecía una de esas proyecciones innecesarias de textos sobre el fondo del escenario arriba mencionadas: “si algo ha sucedido, por consiguiente, puede volver a suceder”; la magistral enseñanza del insigne Primo Levi presidiendo el escenario bajo la atenta mirada del maestro Kremer, que se yergue hoy como un imperativo urgente para los responsables últimos de la supervivencia de la Semana de Música Religiosa.

Dos noches con Gidon Kremer: 58 Semana de Música Religiosa de Cuenca