jueves. 28.03.2024
ENTREVISTA A JORGE FREIRE

"No podía haber liberación femenina sin reinventar lo doméstico"

Por Loles Sáinz | El filósofo Jorge Freire ha elaborado, por primera vez en España, una biografía de la escritora Edith Wharton, una mujer valiente y controvertida que vivió a contracorriente de la sociedad que le tocó vivir.

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Además de una de las más grandes escritoras del siglo XX, Edith Wharton fue una mujer valiente y controvertida que vivió a contracorriente de la sociedad que le tocó vivir. Su vida fue una larga lucha contra las costumbres burguesas, el puritanismo y hasta con su propio marido. Sin embargo, la autora de clásicos como La casa de la alegría o La edad de la inocencia es poco más que una autora de culto en nuestro país. El filósofo Jorge Freire ha elaborado, por primera vez en España, una biografía intelectual de la autora y un recorrido por su época en Edith Wharton. Una mujer rebelde en la edad de la inocencia (Editorial Alrevés).


Loles Sáinz | ¿Podríamos decir que el feminismo de Edith Wharton la convierte en la gran rebelde de su tiempo?

Jorge Freire: Dejemos clara una cosa. Wharton se mantuvo completamente ajena a los movimientos feministas, cuyo auge le pilló enfrascada en sus mejores obras. El célebre 8 de marzo de 1908, que hoy conmemoramos como el día de la mujer trabajadora porque unas obreras que se habían atrincherado en la fábrica de algodón de Nueva York murieron abrasadas, Wharton estaba completamente dedicada a sus cuentos. De hecho, fue una mujer esencialmente conservadora que venía de una rica familia tradicional, se casó con un bostoniano de posibles y aguantó más de dos décadas de malavenencia, luego es difícil considerarla una feminista. Sin embargo, creo que el conjunto de su obra permite una lectura feminista.

Quizá lo que más me ha sorprendido del libro es el papel pionero de Wharton en la Primera Guerra Mundial y la pasión con que lo vivió.

Wharton fue una pionera como reportera bélica

Indudablemente, Wharton lo vivió de una manera muy apasionada. No solo compartía con otros autores conservadores como Yeats o Pound la intuición de que la Gran Guerra era una suerte de ineluctabilidad histórica, sino que veía en el conflicto bélico una especie de purgante psicológico, una ocasión para hacer aflorar las mejores cualidades del alma. Curiosamente, esta visión épica de la Primera Guerra Mundial, que también encontramos en Los constructores de Ellen Glasgow, en el Mr. Britling de H. G. Wells, en Mary Brecht Pulver, en Kipling, ha quedado fuera del canon oficial. No hay más que hojear las recomendaciones que la prensa cultural hacía el año pasado, conmemorando el centenario. Dos Passos, Cummings, Maxwell Anderson, Hemingway... La Gran Guerra ha quedado totalmente definida por la sensibilidad de la «Generación perdida» y aquello de que «el vencedor pertenece a los deshechos» que decía Fitzgerald en Hermosos y malditos. Ha prevalecido una visión más terrible, más psicológica, y en consecuencia el relato épico y patriotero de Wharton y compañía ha quedado orillado, casi en el olvido, quizá porque ha envejecido peor. 

Por otro lado, es cierto que Wharton fue una pionera, aunque en puridad no fuese la primera reportera bélica. Antes ya había estado Kit Coleman cubriendo la guerra de Cuba y Agatha Christie, cuyo pen name era May Roberts Renchart, en Bélgica, que rompieron con la imagen del reportero de guerra disipado, fullero y agarrado a la petaca que uno se encuentra en Noticia bomba de Evelyn Waugh, por ejemplo. Pero Wharton escribió para Scribner unas excelentes crónicas en primera línea de trinchera.

Pero no deja de ser muy sorprendente ver a una escritora como Edith Wharton en pleno ambiente bélico.

A este respecto hay que tener en cuenta que uno de los mayores desencantos de Wharton, nacida en plena Guerra Civil americana, fue descubrir que su padre se había escaqueado de ir al frente acogiéndose a la controvertida ley de reclutamiento de Lincoln, que llamaba a filas a todos los hombres de entre veinte y cuarenta y cinco años pero disponía que los ricos podían librarse abonando una suma de trescientos dólares. Fue una gran medida recaudatoria, porque el tesoro hinchó sus arcas, pero dio lugar a tres días de saqueos, linchamientos y todo tipo de carnicerías en que obreros blancos, sobre todo irlandeses, asaltaron las casas de los ricos y también las de los negros, con quienes se disputaban los peores trabajos, y que terminó con la marina bombardeando Nueva York. Un punto muy espinoso de la historia del país, qué duda cabe.

Entonces, en una visita a Washington siendo ya una adolescente, Edith se fijó en unos murales sobre la Fiesta del Té y cayó de hinojos al encontrarse con la efigie de su bisabuelo Ebenezer Stevens, que había sido un afamado general de artillería, un héroe de la Guerra de Independencia, y representaba todo lo opuesto a sus padres, frívolos, irresponsables, sin la menor responsabilidad cívica, y en ese preciso instante se convirtió en su modelo de vida. Incluso cuando ya era una escritora consagrada, después de publicar La casa de la alegría, llegó a fundar una mansión llamada «The Mount», a imitación de la residencia que el propio Ebenezer había erigido en lo alto de una loma cubierta de bancales. Yo imagino que su furor patriótico debió de nacer con esa especie de epifanía frente a los murales.

Respecto a lo que comentas del canon literario, siempre ha sido excluyente, especialmente con las mujeres.

Stendhal decía que el genio femenino escapaba de la gloria. Pero cuando Virginia Woolf escribe en Una habitación propia que, de los doce poetas más laureados de la historia, nueve tenían estudios superiores y tres eran ricos, por aquel entonces la noción del genio, postulada por Kant y popularizada por el Sturm und Drang, sonaba ya a engañifa. No se trata en realidad de que el genio femenino escapase de la gloria, sino que la cuestión es, ¿cómo iban a existir genios femeninos si a la mujer se le educaba en la conversación, el saber estar y las buenas maneras? Tal había sido la causa de Mary Wollstonecraft en su Vindicación de los derechos de la mujer, fue la causa de Lady Masham y Mary Astell en el XVIII y, efectivamente, si pienso en las grandes autoras que abordo en el libro, desde Ellen Glasgow o Charlotte Perkins Gilman a Kate Chopin, Alice James o la propia Wharton, todas se educaron en casa.

Parece como si Wharton cuestionase las prohibiciones a través de mujeres guerreras y rebeldes en sus novelas. Estoy pensando en la condesa Olenska, a la que interpreta Michelle Pfeiffer en la fantástica adaptación de La edad de la inocencia que dirigió Martin Scorsese.

Igual que todo tabú tiene detrás una cadena de atavismos, hay prohibiciones que vertebran costumbres antediluvianas. Esto lo entendió así la propia Virginia Woolf cuando le dijeron que solo podía entrar a la biblioteca del Trinity College acompañada de un fellow y ella, en lugar de quedarse en la anécdota, decidió investigar a fondo y remontarse a la larguísima cadena eslabonada que, como un collar de cuentas, había ido definiendo la posición de la mujer. Imagino que muchas veces ni se trataba de prohibiciones explícitas, sino que, como decía Julián Marías respecto al acceso de las mujeres a la universidad, no es que estuviese prohibido, sino que ni siquiera estaba previsto. Por eso, cuando surgen jóvenes rebeldes en las novelas de Wharton, como Undine Spragg en Las costumbres nacionales, que ya lleva en el nombre su condición de «nueva ola», todos corren a ponerle grilletes en los tobillos y a fajarla de cilicios, pues creen que amenaza con disolver los valores morales y desestabilizar las tradiciones. 

Hablando de Virginia Woolf, ¿se influyeron mutuamente Woolf y Wharton?

Wharton tenía una opinión muy mala del modernismo. Por ejemplo, el Ulises le parecía una basura. Y eso que en 1922 sacó una novela, Sueño crepuscular, en la que rompe con el narrador omnisciente y jugaba con el «stream of conciusness» y cosas así, que de hecho contiene una escena que recuerda muchísimo a la cena de los Ramsay en Al faro. Para más inri, las dos novelas se publicaron el mismo año. ¿Casualidad? Ese capítulo, por cierto, muestra en todo su esplendor todas las angustias que, de puertas para adentro, pueblan el mundo doméstico y aquello que Freud denominó «psicopatología de la vida cotidiana». No en vano el «twilight sleep» era una anestesia, compuesta de morfina y escopolamina, que se aplicaba a las parturientas durante la época y que dejaba graves consecuencias en el feto, que en este caso sirve de metáfora a la búsqueda de una vida indolora que emprende la protagonista y las consecuencias que esto tiene en sus hijos. Hasta la más pequeña, que es la típica flapper girl de los años veinte, se mete a monja. Volviendo al tema, creo que influencia, aparte de esto, no hay mucha. Encima eran de diferentes generaciones.

Precisamente, el mundo doméstico de Edith Wharton fue un auténtico infierno.

Poca gente sabe que el primer libro de Edith Wharton iba sobre decoración de interiores

Bueno, su marido Teddy, que vivía dedicado al ocio, tenía serios problemas mentales y, para colmo, le tocó en suerte vivir en una época tan propensa a los eufemismos nerviosos como la suya. Los médicos le diagnosticaban manías, neurastenia y cosas así, sin terminar de dar en el clavo. Según Henry James, que los visitaba a menudo, Teddy sufría cambios de humor y hasta arrebatos violentos.

Poca gente sabe que el primer libro de Edith Wharton iba sobre decoración de interiores, y que era un ensayo, escrito a cuatro manos con un arquitecto, que venía a apuntalar con siete sellos la estética victoriana. Entonces, frente al gusto de la época, con estancias recargadas con sillones brocados, tapices y cosas así, Wharton proponía estancias simétricas y diáfanas, habitaciones separadas y mucho espacio. Cuando uno se para a pensarlo, descubre que, más que seguir rigurosamente los principios clásicos de luz, proporción y forma, Wharton estaba definiendo un refugio para la mujer, un lugar en que no pudiera ser molestada por nadie a quien ella no permitiese la entrada. Y todo ello fue la parte teórica de «The Mount», la mentada mansión construida a su dictado en Massachussets, que fue su gran obra. 

Sabemos que las peticiones feministas se orientaron durante mucho tiempo a impugnar la llamada «teoría de las esferas», que es aquel infame consenso supuesto por Rousseau en función del cual la mujer queda herméticamente sellada en la esfera privada, mientras que el hombre se desplaza a su gusto de la privada a la pública y viceversa, de suerte que para exigir empleos, educación superior o igualdad de derechos exigieron abolir dicho esquema. Fíjate que Wharton escribía a espaldas de sus amigos, conscientes de que nunca lo entenderían, y, cuando se hizo famosa con La casa de la alegría, su marido Teddy siguió sin entenderlo, y el hecho de que su mujer, o cualquier mujer, se dedicase a las letras le parecía un asunto de brujería. Por eso es muy meritorio que consiguiese profesionalizarse, teniendo en cuenta su contexto. Sin embargo, no cabe obviar su triunfo doméstico, su éxito a la hora de elevar el espacio doméstico a la altura de categoría intelectual, porque no podía haber liberación femenina sin reinventar lo doméstico, y, sobre todo, su fortaleza a la hora de erigir un fortín y una tronera en un hogar saturnal y terrible. ¿No rezaba un famoso lema feminista que «todo lo privado es político»?  

Me gusta el título, pero ¿realmente fue la de Edith Wharton una «edad de la inocencia»?

Lo que sucedía en el Nueva York de Wharton podría llamarse más bien «la edad de la opulencia». Vanderbilt, el magnate del ferrocarril, erigía palacetes de sesenta habitaciones en plena ciudad, Jay Gould le compraba a su mujer collares de medio millón, etc. Los Barones Ladrones, que es como se llamaba a las fortunas que tenían el monopolio del oro, el acero o el ferrocarril, se llevaban las subvenciones estatales. La ciudad se iba llenando de rascacielos mientras que no paraban de llegar inmigrantes irlandeses, italianos y alemanes. El clima era explosivo. Jay Gould, que era hijo de un lechero y a la sazón el hombre más rico del país, se libró por los pelos de que lo lincharan después de hundir la bolsa con sus especulaciones. Estados Unidos se convertía a pasos agigantados en una plutocracia y entonces Carnegie, Rockefeller, Fisk, Vanderbilt, Gould, qué se yo, comenzaron a dedicarse a la beneficiencia, justo lo que según Marx y Engels hace la burguesía cuando tiene que poner sus barbas a remojar. Precisamente el mismo año de la publicación del Manifiesto comunista se celebró la convención de Seneca Falls, en 1848, con gran apoyo de los abolicionistas, de manera que el movimiento obrero y el movimiento feminista eran el haz y el envés de lo mismo. Pero casi todo quedó en agua de borrajas después de la guerra de secesión.

Eso es a lo que quería llegar, porque da la sensación de que la «edad de la inocencia» que describió Wharton lo era solo para las mujeres.

Yo creo que ni el más bragado de los positivistas, o punsetivistas, seguiría defendiendo que la Historia progresa de manera rectilínea, y lo cierto es que la situacion de la mujer en época de Wharton pegó un retroceso. La revolución industrial supuso grandes avances, qué duda cabe, pero las mujeres no fueron las principales beneficiarias de ello. En el mundo agrícola del XVIII toda la industria era doméstica y la mujer compartía las tareas con el hombre, labraba, cardaba, y embuchaba, pero al llegar el industrialismo sus tareas no estaban remumeradas y su estatus se degradó. Por otro lado, las mujeres en las fábricas ganaban mucho menos que el hombre y, a medida que fueron conociéndose las condiciones de insalubridad de las plantas textiles, de conservas y demás, su lugar lo ocupaban remesas de africanas e irlandesas. Es al llegar la mujer a la fábrica, y sobre todo la mujer ruda, negra, curtida, cuando de repente surge el culto al «ángel del hogar», esa especie de vestal que es etérea y se ruboriza, y que custodia el hogar como un penate troyano frente a los embates del mercantilismo. Estalla toda la imaginería femenina de la vampiresa, el íncubo, la histérica, que no eran sino el reverso lógico del «ángel del hogar». Entonces surgió la new woman, que era la mujer moderna que se disputaba los nuevos empleos de taquígrafa, telefonista, mecanógrafa, y ante la que todos los pedagogos, sociólogos y editorialistas se abalanzaron con los mismos argumentos con los que, andando el tiempo, desacreditarían a una «feminazi»: que el segundo sexo teme detentar el poder, que no domina sus emociones, etc. 

La casa de la alegría es la obra más importante de Wharton, ¿también es la mejor?

Déjame decirte que Wharton barajó como nombre «El año de la rosa», que me parece más apropiado, pues su protagonista, Lily Bart, que es uno de los más grandes personajes femeninos de la literatura moderna, a la altura de Emma Bovary o Ana Karenina, dispone de un tiempo limitado para florecer en sociedad, porque depende del bien transitorio de su belleza. Se le van cerrando opciones, porque es demasiado idealista para ser una bohemia pero también demasiado honesta para ser una estratega, y termina ahogada en la lógica patriarcal que abocaba a la mujer a la coyunda, término que en castellano es, por cierto, yugo y desposorio simultáneamente. Su final es muy trágico. Ya decía Miguel Hernández que la flor nunca cumple un año y lo cumple bajo tierra. Digo todo esto como aviso a navegantes, porque el título es cuanto menos engañoso. Recuerdo, de hecho, una entrevista a Luis Magrinyà en la que afirmaba que es una de las novelas más atroces que se hayan escrito. Por cierto, lo de «La casa de la alegría» viene de un fragmento del Eclesiastés. Yo también quise titular el ensayo tirando de Eclesiastés, que es uno de los textos sapienciales más inspirados de la historia, a la altura del Tao Te King o la Bhagavad Gita, y le puse «Vanidad de vanidades», pero al final Carlos Pujol vino con este y el editor manda.

"No podía haber liberación femenina sin reinventar lo doméstico"