viernes. 26.04.2024
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Fotografía: Karina Beltrán © 2014

Son estas fechas de libros, fechas para elegir y regalar. Una actividad social y la vez solitaria, íntima, porque si de verdad disfrutamos con ello, debemos concentrarnos para decidir, para acertar con la novela, con el ensayo, con los versos adecuados al estado de ánimo del familiar, del amigo. Dándole vueltas a todo esto acude a mí el personaje del recetador de La soledad, de Natalio Grueso, una novela publicada por Planeta en la que un hombre que ha leído mucho y que parece saberlo todo de los libros y de la psicología de las personas es capaz de recomendar obras que ayuden a afrontar los encontronazos de la vida y las enfermedades del espíritu, esos accidentes emocionales que hacen que los pasos sobre la tierra se atasquen, o para decirlo de otro modo, mucho más ligero, que las alas se rompan.

Con la capacidad de los contadores de historias de antaño, que transmitían oralmente sus cuentos, el autor construye personajes cargados de ternura y situaciones imprevistas, así la del admirador que persigue a una mujer y le va dejando señales sin nunca mostrar el rostro, o la de la bellísima joven japonesa que parece salida de un relato de Las mil y una noches, una joven que huye de la soledad eligiendo cada día a un amante en función de su capacidad para fascinarla con la palabra escrita, con el relato que le haga llegar a través de una carta. Unas historias van llevando a otras, unos personajes, como el de Bruno Labastide, ladrón de guante blanco y seductor nato, van pasando de un escenario a otro y sirviendo de hilo conductor.

“En la vida todo llega, hasta la muerte llega, no compensa pasarlo mal sin motivo (…) Lo que nos hace profundamente infelices es esa absurda capacidad que tenemos los humanos para anticipar las penas, nos preocupamos por el futuro cuando ni siquiera tenemos la certeza de que vayamos a tener más horas de vida, de que estemos invitados a la fiesta del mañana o del mes que viene”, recuerda un personaje lo que le ha dicho un amigo. Yo transcribo este pasaje porque me lleva a otro libro en el que, de manera similar, se insiste en lo mismo.

Se trata de Lo que aprendemos de los gatos (Anagrama), de la autora madrileña Paloma Díaz-Mas, un recorrido delicioso sobre el mundo de los felinos domésticos que nos muestra como los gatos nos enseñan a vivir el presente, a huir de las proyecciones y de los excesos de la razón. Los gatos saben estar sin hacer nada, sin pensar en nada, saben “distraerse con cosas insignificantes y efímeras propias del presente, como mirar sus propias manos al contraluz, dar grititos para escuchar su propia voz o chuparse un pie. Si está a gusto muestra su contento y si está a disgusto o enfadado, lo muestra también, sin disimulo”, nos cuenta la escritora, quien sostiene que para nada manifiestan los pequeños felinos el síntoma más grave de la enfermedad de la razón que afecta a los seres humanos y que consiste en la manía de planificar el futuro, de imaginar lo que pasará, “lo que provoca un serio déficit de atención con respecto al presente”, una incapacidad para captar lo que se tiene alrededor.

El arte de la paciencia, de la lentitud, de la atención a los pequeños detalles, son otras de las lecciones de estas mascotas tan especiales cuyas vidas son símbolo de plenitud. De la necesidad de percibir el ahora, nos habla también el autor francés Fréderic Gros en Andar. Una filosofía (Taurus). Resulta muy interesante el análisis que realiza el autor de todo lo que atañe a la actividad de andar. Cuántas vertientes y variantes, cuántos aprendizajes. Nos habla de la búsqueda de la libertad que hay en todo trayecto, cuanto más largo en el tiempo, mejor. La libertad como “un bocado de pan, un sorbo de agua fresca, un paisaje despejado”. La libertad suspensiva que nos permite alejarnos de la rutina tecnológica de cada día, de las reglas del sistema, durante un paréntesis, y esa otra libertad más agresiva, más rebelde que nos impulsa a romper. En ese sentido, el autor alude a los escritos de Kerouac o de Snyder, la transgresión, el “gran afuera”, ese espacio donde no hay cabida para “las convenciones estúpidas, la seguridad letárgica de las paredes, el tedio de lo idéntico, el desgaste de la repetición, la medrosidad de los pudientes y el odio al cambio”.

En la misma línea nos encontramos con el Thoreau caminante en Un paseo invernal. (errata naturae). De nuevo Henry David Thoreau, esa manera tan poética de expresar su comunión con el entorno, esa invitación a salir a las afueras, a crear espacios de intimidad, pero en la naturaleza, a través de la mera contemplación del paisaje, de la belleza. No temáis al invierno, nos dice en esta entrega el autor de Walden, animándonos a salir a los “campos desnudos” y a “los bosques tintineantes” para poder ver “qué virtud sobrevive”, porque “en los lugares más fríos y desolados , nos dice, “la más cálida benevolencia resiste”, porque “un viento frío y escrutador ahuyenta todo contagio y sólo aquello que aloja la virtud puede enfrentarlo”.

Thoreau es consciente, sin embargo, de que en invierno llevamos una vida más recogida. “Tenemos el corazón templado y contento, como una cabaña cubierta de nieve, con las puertas y las ventanas medio tapadas, pero desde cuya chimenea asciende el humo. La nieve acumulada que nos impide incluso salir aumenta la sensación de comodidad de nuestra casa, y en los días más fríos nos sentimos felices de sentarnos junto al fuego…”, escribe.

Siempre es enriquecedor llamar a las puertas de Thoreau, como lo es volver a Chéjov. Páginas de Espuma acaba de publicar el segundo tomo de sus Cuentos Completos, que abarca la prolífica etapa creativa de un solo año, de 1885 a 1886, y donde entran piezas tan significativas como La broma o Vanka, en las que el escritor despliega su lado más tierno, pero hay muchos otros relatos que muestran de qué modo el escritor ruso fue aprendiendo y madurando como creador y encontrando su lugar en el territorio de la gran literatura.

Paul Viejo vuelve a acertar con el prólogo, un prólogo inteligente en el que, como es habitual en él, entabla un diálogo con el clásico desde el presente. Cuestiona el hecho de que Chéjov adoptase una actitud pasiva frente a la política, de lo que se le ha acusado tantas veces, “unas justas, muchas injustas”, y demuestra hasta qué punto fue en su obra donde tomó postura frente a muchos de los conflictos de su tiempo, por ejemplo los despilfarros de los gobernantes, el maltrato de las mujeres y tantos otros asuntos que siguen indignándonos hoy, asuntos que el escritor abordó con las armas que mejor dominaba, las de la escritura...

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La Navidad es tiempo de libros