jueves. 28.03.2024
Antonio Cánovas del Castillo y Práxedes Mateo Sagasta

Es a partir de la denominada despectivamente “Sargentada” (1836), en plena guerra civil (I Carlista) frente al tradicionalismo, cuando, con el acceso al poder de Calatrava y la rehabilitación de Mendizábal, el escenario constitucional español ve consolidada su división entre un partido moderado y otro progresista.

A partir de ahora, no ha de perderse de vista que el liberal moderado (o conservador) sigue siendo un revolucionario a ojos de la despótica reacción. Así, por un lado, ultras, carlistas o realistas puros, nostálgicos de la Ominosa década; por otro, los (revolucionarios) liberales divididos en revolucionarios moderados (derechas) y revolucionarios progresistas (la izquierda moderada o parlamentaria). Así, un auténtico espadón conservador de maneras dictatoriales como Narváez, gran figura del moderantismo decimonónico acólito al trono, no es sino un liberal (moderado) en contraposición, claro, a los realistas puros o carlistas. Algo más adelante, un hombre como Cristino Martos, monárquico centralista, se perfilará como un demócrata que fracasará en su intento de Golpe a la Primera Republica, en comunión con otros centristas de ocasión como Serrano.

Frente a la tendencia conservadora, autoritaria y centralista; la progresista, tan difusa como diversa: ligada unas veces al ejército impagado, otras a la izquierda más transformadora o al federalismo periférico, y otras, al contrario, negando dicha comprensión periférica desde posturas radicalmente centralistas. Si los moderados son partidarios de una soberanía compartida Rey/Cortes, un poder central fuerte y un censo restringido, los progresistas objetan, cuando menos sobre el papel, que la soberanía descansa en la nación; buscan ampliar el censo y, en su versión periférica, reclaman una constitución de abajo arriba. En realidad, y a la hora de la verdad, un hombre como Calatrava nada tendrá de radical (como era calificado por ultras y moderados), como nada tendrán de radicales hombres como Espartero, Olózaga o Prim, por nombrar algunas otras connotadas personalidades.

El mismo Mendizábal, tan denostado por la Iglesia, tampoco se quedaba atrás en su conservadora visión de la política. El radicalismo en España es así, y exclusivamente, laico o territorial respecto de su Ser. Siendo Mendizábal centralista, su desamortización eclesiástica no pasó de una venta al mejor postor de las tierras confiscadas y en grandes lotes, algo que solo estaba al alcance de una ínfima minoría. Más cabal, un hombre como Flórez Estrada comprendió de inmediato que si la reconversión de los territorios eclesiásticos devenía mera subasta entre aristócratas, la propiedad solo cambiaría de manos sin otro resultado que la consolidación del latifundismo. Flórez Estrada insistía en la importancia de una Reforma agraria; planteaba el arrendamiento a cincuenta años de dichas tierras por parte del Estado, la necesidad de que una nueva clase agraria contribuyera a las arcas públicas y dinamizará la economía, y el derecho, en fin, de los campesinos a poder trabajar la tierra, redimirla y hacerla suya. Un patriótico sentido de la libertad incompatible a todas luces, no ya con los carlistas; también con los (conservadores) liberales y con buena parte de los progresistas.

Para comprender, en definitiva, la perspectiva historiográfica del siglo XIX, no ha de perderse de vista, por ejemplo, que el Manifiesto del Manzanares que alumbra el camino al Bienio progresista (1854-1856),  es redactado por un joven Cánovas, futuro epítome del conservadurismo liberal español. Si bien es cierto, y no puede obviarse, que en aquel momento, los conservadores se ven sobrepasados por el anhelo popular, también lo es el abrazo en el balcón entre el centroderechista O`Donnell y el moderado progresista Espartero.

Ilustra, en fin, Tuñón de Lara (1999) en esclarecedor párrafo respecto al Sexenio: “Progresistas y unionistas fueron los dos partidos que se disputaron la hegemonía política en los primeros tiempos. A pesar que la importancia que los terratenientes y los financieros tenían en la Unión Liberal [la UL es también el partido de los generales del ejército], es un hecho que los progresistas –que terminan por dividirse en radicales dirigidos por Ruiz Zorrilla, y constitucionalistas, más moderados, que encabezaba Sagasta– tuvieron mayoría en todos los gobiernos; con ellos colaboraron los unionistas. Los demócratas, que habían firmado con los dos anteriores el Pacto de Ostende en 1866, fueron relativamente marginados, aunque algunos de ellos, como Cristino Martos y Nicolás Mª Rivero, ocuparon altos cargos de Estado. Del partido demócrata se desgajó su ala izquierda –Figueras, Pi y Margall, Barcia, Castelar–, que formó el Partido Republicano, de bases populares y de clases medias, que solo ejercería el poder durante los once meses de la Primera República”.

Con la Restauración, en fin, Cánovas y Sagasta renunciaban a cualquier incierto ensayo vertebrador negociando su reparto de poder por turnos. Si en puertas del siglo XX, un ultra como Menéndez Pelayo podía considerarse un fiel ejemplo del hegemónico nacional-catolicismo reaccionario, cabía situar a Cánovas como exponente de un decimonónico conservadurismo liberal que aspiraba a europeizar España o, cuando menos, a intentar emular a potencias europeas como Inglaterra.

Moderados y progresistas durante el siglo XIX