martes. 16.04.2024
mirada pixabay

Un hombre se preparaba frente al espejo. No tenía prisa, lo hacía a conciencia. De pronto se detuvo, se quedó mirando sus ojos en el espejo. Se dijo: «Basilio, tienes la mirada más triste del mundo». Sus manos quedaron inmóviles, la derecha sin soltar el pincel. Pese a sus esfuerzos por ahuyentarlos, como siempre, los recuerdos se abrieron paso y las imágenes de su vida se proyectaron en blanco y negro sobre el espejo.

Lo primero que se le apareció fueron los distintos internados donde pasó su infancia y los primeros años de su adolescencia. No recordaba a sus padres, nunca supo cuándo ni porqué los perdió. Tenía muchas sospechas, pero ninguna certeza. Alguna vez se preguntó quién le había puesto Basilio por nombre, no le gustaba nada; sus padres seguro que no. Un día encontró la respuesta, fue el santoral, había nacido un 5 de julio. Sus recuerdos comenzaban con otros niños, jugando, aprendiendo un poco de matemáticas y mucho de religión, también algo de la historia que escribían, desde el poder, la falange y los curas. Veía la larga mesa llena de niños, muchos platos y escasa comida, los interminables rezos y los siempre injustos castigos.

De allí, pasó a estudiar formación profesional. Hizo peluquería, no tuvo oportunidad de elegir. A Basilio le gustaba dibujar y pintar, lo hacía muy bien. «Tienes dotes», le dijeron, pero no lo tuvieron en cuenta. Cuando terminó, empezó a trabajar en una peluquería de barrio. Vivía cerca, en una pensión. La dueña era muy estricta con las visitas, los horarios, el teléfono, pero en el fondo solo le preocupaba cobrar la habitación cada semana. No tenía amigos, sus únicos entretenimientos eran la sesión continua de cine los sábados y las novelas de Marcial Lafuente Estefanía.

En el barrio, conoció a una muchacha, Clara. Tras mucho vacilar se atrevió a preguntarle si quería salir con él y el sí fue inmediato, parece que largamente esperado. Después de tomar clases dos veces a la semana y sentirse seguro, empezaron a ir a salas de bailes. También, ahora, iba con ella al cine los sábados. Clara le cambió la vida. Comenzó a sonreír, aprendió un montón de palabras tiernas, se animó a decírselas a Clara. Un par de años después se casaron y se fueron a vivir a un pequeño apartamento que les alquilaba una tía de Clara. Dejaron de ir a bailar y al cine solo iban una vez al mes. De lunes a sábado Basilio iba a trabajar a la peluquería, al mediodía siempre iba a su casa para comer juntos. Clara hacía arreglos de ropa para las vecinas con una maquina de coser que se compraron pagando letras.

Mucho después, ya casi frustrados y sin esperanzas, Clara se quedó embarazada y llegó el hijo. En el Registro Civil lo apuntaron con el nombre de Fernando, no consultaron el santoral. Basilio se negó a bautizarlo. Es una falacia discutir si un niño es guapo o feo, lo importante es que creció sano. Era alegre, adoraba a sus padres, buen compañero en el colegio.

Cuando el dueño se jubiló, Basilio se hizo cargo de la peluquería. Estaba ilusionado, repintó el local, cambió carteles, pero el presupuesto no le alcanzó para un sillón nuevo. No llevaba ni tres meses con su peluquería cuando todo se derrumbó. Al niño, que ya tenía nueve años, Clara lo mandó a comprar pan rallado a la tienda de ultramarinos. Pese al cuidado que puso, según los testigos, apareció a gran velocidad una moto que huía de la policía y lo atropelló. Fue justo frente a la peluquería, la sangre salpicó el ventanal. Basilio lo vio todo. Después de agonizar quince días en la UVI, el niño falleció.

Fue un golpe brutal tanto para Clara como para Basilio. Él no pudo volver a trabajar en la peluquería, por más que ya no había ningún rastro de sangre en el cristal. Al poco tiempo, Clara no pudo con su culpa y se alcoholizó; él, desde su depresión, intentó ayudarla, pero terminaron separándose. Basilio volvió a vivir en una pensión y trabajaba limpiando el Frontón Madrid de la calle Dr. Cortezo. Lo hacía muy temprano por la mañana, nunca vio jugar a las jóvenes pelotaris a la pelota vasca. Clara, unos años después, terminó suicidándose. Basilio, con un ramo de flores entre las manos, fue el único presente en el entierro. Intentó volver ir al cine, las películas no le decían nada, cuando no le laceraban sus heridas. También fue un fracaso volver a la lectura, no podía concentrarse, no pasaba de dos páginas. Se olvidó de las palabras cariñosas, solo le venían palabras amargas. Entonces, no sabe aún como, encontró aquello.

Cogió la jarra, se sirvió agua en el vaso y tomó un largo trago. Cerró los ojos disfrutando su paso refrescante por la garganta. En el espejo volvió a encontrarse con su imagen de colores. Con un deje de sonrisa se repitió: «tienes la mirada más triste del mundo». Terminó de prepararse, se levantó y salió con paso decidido. Descorrió el telón cuando el presentador vestido de frac, con la galera en la mano, y apuntando hacia donde él estaba decía: «… con ustedes el mejor payaso del mundo». Al terminar la actuación abrió los brazos para después dedicarles una reverencia; en respuesta, el público lo aclamó entregado. Durante varios minutos el auditorio de pie lo aplaudió y vitoreó. Basilio era, sin dudarlo, el mejor payaso del mundo.

Daniel Yates

La mirada más triste del mundo