jueves. 28.03.2024
Pedro Ribeiro Simoes | Flickr

No le había vuelto a pasar y ahora, más de 60 años después, de una vida ausente de aquella sensación que paralizó su cuerpo una noche de primavera, volvía a sentirse como aquel niño de seis años bajo la luz de una luna llena luminosa y grande que contemplaba su parálisis con frialdad. No era solo que sus brazos y sus piernas no le obedecieran o fueran incapaces de movimiento alguno: era algo mucho más profundo, era el abandono de toda sensación de vida para convertirse en piedra inanimada. Nunca le había vuelto a pasar y su vida había discurrido con bastante normalidad aunque sí había vivido situaciones en las que el miedo había sido una posibilidad que nunca se hizo presente.

Algunas veces reflexionaba sobre aquel momento y comentaba que, efectivamente, él si había conocido el miedo y que se acordaba perfectamente de todo el momento, de toda la situación, de los sonidos y de las luces con una exactitud que el tiempo no conseguía desdibujar o confundir. Como resultado de esa experiencia y de su completa asunción, se sabía normal y nunca puso la ausencia de la repetición como un rasgo de su carácter para definirse como valiente. Sabía lo que había vivido y que esa situación podría repetirse sin que él pudiera ejercer control alguno para evitarla y que, si llegaba, sólo podría esperar que se pasara tal y como había llegado.

Muchas veces había pensado y reflexionado sobre el extraño fenómeno del miedo y muchas veces se había detenido a reflexionar sobre la letanía del miedo de Dune:

“No conoceréis al miedo. El miedo mata la mente. El miedo es la pequeña muerte que conduce a la destrucción total. Afrontaré mi miedo. Permitiré que pase sobre mí y a través de mi. Y cuando haya pasado, giraré mi ojo interior para escrutar su camino. Allá donde haya pasado el miedo ya no habrá nada. Sólo estaré yo.”

Frank Herbert debía haber conocido el miedo de la misma manera que él mismo lo conocía: como algo externo que anula y domina todo lo que tenemos de humano y de animal, la absoluta pérdida de control sobre ese instante eterno que contiene una vida y muchas vidas heredadas que se reúnen en torno al primigenio miedo que todo lo puede. Ya adulto supo que es el miedo el que conecta a todo ser vivo con su destino de permanencia. Es el miedo el que guarda y defiende, el que conserva ese envoltorio perfeccionado que esconde el egoísmo de aquella primigenia molécula que supo cómo duplicarse a sí misma para hacer otros seres iguales y que también tendrían miedo, el mismo miedo que él había sentido.

Se vio a sí mismo en la misma situación y no fue capaz de avanzar ni un paso más para abrazar a su amigo

A lo largo de su vida pudo reconocer el miedo en los otros; pudo ver su rigidez, su incapacidad de reaccionar y los supo ancianos como el mundo bajo el dominio del miedo, por mucho que ellos negaran haber pasado por el reconocible trance. El miedo, y la ausencia de miedo, le había intrigado de una forma recurrente y nunca obsesiva. Le parecía un fenómeno curioso y digno de observación. Había vivido situaciones en las que pudo reconocer el heroísmo de otros y la ausencia absoluta de miedo en las acciones de algún miembro del grupo mientras otros se entregaban al atavismo de la inmovilidad y la conservación.

Y ahora, justo cuando menos se lo esperaba, el miedo, ese antiguo objeto de estudio, se apoderaba de él para dejarlo sumido en el espanto de un posible futuro que le llevaba más allá de cualquier terreno conocido. 

El día había empezado de forma normal -hay pocos imprevistos en una vida de 73 años pues entre lo pasado y lo que se sabe posible, la sorpresa tiene poco espacio para medrar - y se había preparado para hacer una visita a la que se enfrentaba con el ánimo dividido. Le apetecía ver a su amigo por un lado y por otro, las circunstancias de la visita, le apetecían muy poco. Un amigo común le había dicho que se había enterado, de forma casual, que se había abandonado su casa para ingresar en una residencia en la que, según la versión ofrecida por el hijo de su amigo, él mismo había querido ingresar.

Nada le podría haber preparado para el golpe: en un banco al sol de mayo, su amigo dormitaba tranquilo dejando que un hilo de baba le corriera por un lado de la cara en busca de la elegante chaqueta -siempre había sido presumido - cuya manga derecha colgaba inerte a su lado y dejaba ver una mano ya sin fuerza desde hace tiempo. Los pocos meses transcurridos desde su último encuentro parecían haberse multiplicado sin tasa hasta convertir a su amigo en un guiñapo y todo su ser quedó preso del miedo más primitivo, enorme y completo que jamás pudo imaginar.

Se vio a sí mismo en la misma situación y no fue capaz de avanzar ni un paso más para abrazar a su amigo. Entregado a su instintivo miedo animal, dio la vuelta en cuanto pudo andar y se alejó de allí sabiendo que solo el miedo se quedaría a su lado hasta el final de su vida. Había llegado para quedarse.

Miedo