viernes. 19.04.2024
Foto: Carmen Barrios.

La puerta de la habitación de mi padre era la frontera entre su tiempo y el mío. Estaba postrado en la cama desde hacía más de diez años, cuando tuvo un accidente neurológico que le dejó perdido en otra época. Su memoria inmediata se había esfumado y solo quedaba de él un periodo de tiempo del pasado. Estaba suspendido sobre un hilo frágil que conectaba su ser a su época de juventud durante la guerra, como un titiritero que apura la vida sobre el alambre.

Cada día se despertaba repitiendo su nombre, edad y graduación militar como un mantra: “Me llamo Manuel Barreiros Vaquero, tengo 27 años y soy teniente de carabineros de la II República española”. A continuación, se palpaba la cabeza con mucho cuidado, como si acariciara una cría de gorrión que se ha caído del nido y se sorprendía cuando se daba cuenta de que ninguna venda le cubría. Preguntaba con el estupor reflejado en la cara si ya se había curado del tiro que le dieron en Arganda. “Qué extraño, -repetía cada día-, me noto el rostro desfigurado, más gordo y rugoso, con un tacto parecido al de la piel de una manzana que lleva demasiado tiempo en el frutero de la alacena, pero ya no está cubierto por las vendas”. A continuación, llamaba a mi madre con mucha insistencia y siempre aparecía yo, el extraño que le cuidaba y que él nunca reconocía.

Una mañana, el cartero dejó un aviso oficial en el que se nos informaba de que habían concedido a mi padre una pensión a la que tenía derecho como miembro del Ejército de la II República. Me alegré mucho por el reconocimiento y la restitución de su honor como militar leal que significaba, aunque llegara más de cincuenta años después.

Inmediatamente corrí hacia la habitación de mi padre con la notificación en la mano.

Me puse delante de él, ocupando todo su campo de visión y le hablé, aun a sabiendas de que él permanecía detenido en otro tiempo, perdido allí en su mundo de herido de guerra, de superviviente a un tiro en la cabeza:

-“Padre, padre, ¿me escucha?, le han concedido una pensión. ¡Por fin le han reconocido como militar de la II República! Padre, ¿me escucha? Parece ser que ha sido determinante una medalla al valor que le dieron por su acción en la defensa de Madrid y que madre guardó envuelta en su mejor pañuelo durante tantos años… padre, ¿se acuerda?, usted sacó a hombros al coronel Casado del frente de Guadarrama, estaba herido y le salvó la vida. La condecoración que le dieron por aquello ha servido para que reconozcan que al final de la guerra llegó a ser teniente en el Ejército republicano. Usted era apenas un crío cuando salvó a Casado, fue al principio de la guerra, ¿lo recuerda padre?...”.

Yo seguía hablando, contándole todos los detalles, quería verbalizar aquello en voz alta, para conjurar todo ese tiempo de injusticias, de represalias, de silencios, de frustraciones y de olvido que había padecido mi padre a lo largo de su vida. Él me miraba atónito, intentando comprender, pero lo único que decía es que se estaba recuperando de un tiro que le habían dado en Arganda y no entendía por qué Jacinta, su mujer, no estaba sentada a su lado.

Seguí hablando y hablando hasta que me di cuenta de la doble ironía que suponía todo aquéllo. Llegó cuando era demasiado tarde para él. Le concedieron la pensión y le reconocieron como militar republicano gracias a una condecoración que él repudiaba, la que le dieron por salvar a Casado, al coronel que rindió Madrid antes de tiempo, el que entregó al enemigo a los que todavía resistían en la capital, el que traicionó al Gobierno de Negrín,…como le había oído referir tantas veces. En fin, casi mejor que mi padre continuara en su mundo y no se enterara de nada, su memoria selectiva le protegía como un cascarón impenetrable y refractario a las inclemencias de las noticias del presente.

Memoria