sábado. 05.10.2024
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Francis Ford Coppola en una imagen de archivo.

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Vicente I. Sánchez | @Snchez1Godotx

Permítanme ser claro desde el principio: Megalópolis es una mala película, incluso diría que terrible. Comienzo con esta afirmación contundente porque he observado cómo muchos críticos que asistieron al pase de prensa en el Festival de San Sebastián se han apresurado a adornar la realidad del último trabajo de Francis Ford Coppola. Algunos la describen como "el sueño cumplido de uno de los cineastas más grandes de todos los tiempos", "visionaria y libre", o incluso como "una película adelantada a su tiempo". Sin embargo, creo que no hacemos ningún favor al autor de obras maestras como El Padrino o Apocalypse Now si dejamos de lado cualquier crítica y simplemente aceptamos este despropósito cinematográfico sin más.

Por supuesto, el cine es subjetivo y para gustos, colores. Sin embargo, no podemos ignorar el hecho de que Megalópolis, una película que Coppola ha soñado y desarrollado durante más de 40 años, termina siendo una decepción. Desde que concluyó Corazonada en 1981, el director ha hablado de este proyecto con pasión, un proyecto que ha pasado por más de 300 versiones de guion y le ha causado innumerables dolores de cabeza. En el camino, ha cambiado actores, rodado partes que luego desechó y ha invertido gran parte de sus ahorros, llegando a un coste total estimado de 120 millones de dólares. A pesar de todo ese esfuerzo y dedicación, la realidad es innegable: Megalópolis no tiene sentido.

El principal problema de Megalópolis radica en su narrativa, que se presenta desestructurada, caótica y carente de un verdadero hilo conductor

La película nos sitúa en un futuro distópico en el que un arquitecto visionario, interpretado por Adam Driver, ha desarrollado un material revolucionario que permitirá a la sociedad avanzar de manera segura y equilibrada. Su visión es la creación de Megalópolis, un símbolo de esperanza en una sociedad moderna y justa. Todo esto tiene lugar en Nueva Roma, una ciudad futurista plagada de intrigas políticas, que pretende ser una metáfora de la decadencia del Imperio Romano. La premisa, en sí misma, podría haber sido fascinante, pero lo que ocurre a partir de aquí es un inmenso sinsentido.

El principal problema de Megalópolis radica en su narrativa, que se presenta desestructurada, caótica y carente de un verdadero hilo conductor. Busca ser una fábula muy ambiciosa de la decadencia del ser humano, pero lo cierto es que las intrigas políticas y las luchas de poder se suceden de manera atropellada, pero nada parece tener peso real o significado. Coppola, al más puro estilo de Godard, intenta desafiar las convenciones cinematográficas y crear un nuevo tipo de narrativa, algo que lo proyecte hacia el futuro. El problema es que esta ambición queda plasmada en una historia de 138 minutos en la que, a pesar de que suceden muchas cosas, ninguna resulta verdaderamente interesante o memorable. Lo que sobre el papel podría parecer audaz, en la pantalla se siente vacío.

Actores de gran calibre como Jon Voight, Giancarlo Esposito, Laurence Fishburne, Aubrey Plaza o Shia LaBeouf parecen estar desprovistos de cualquier energía o propósito, y lo que debería haber sido un reparto estelar se convierte en un conjunto de actuaciones planas y deslucidas. El caso más evidente es el de Dustin Hoffman, quien ocupa el lugar originalmente pensado para James Caan. Hoffman apenas aparece en la película y su interpretación parece haber sido brutalmente editada, dejándonos con una actuación que se siente incompleta y desconectada del resto de la narrativa.

La película es visualmente impactante, pero ese impacto no está acompañado por un contenido que le haga justicia

Donde Megalópolis realmente busca sorprender es en lo visual. Los decorados y efectos especiales son, sin duda, espectaculares, pero se sienten más cercanos al estilo de una película de superhéroes de Marvel que al cine de autor. La película es visualmente impactante, pero ese impacto no está acompañado por un contenido que le haga justicia. Coppola parece estar obsesionado con la tecnología y los efectos especiales, recurriendo a influencias claras de películas como Matrix o Origen, pero sin la coherencia que estas historias ofrecían. En lugar de innovar, parece que Megalópolis se pierde en sus propios excesos. Hay una fascinación por lo nuevo, por lo tecnológico, por el tiempo, pero este despliegue de recursos visuales carece de propósito. Todo luce grandioso, pero es hueco.

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Además, la película carece de emociones. Todo se siente frío, distante y desdibujado, como si Coppola hubiera olvidado lo más esencial en una historia: la conexión humana. Las decisiones creativas, como la inclusión de una performance en la que un actor sale de la pantalla para interactuar con el público, pueden parecer atrevidas en papel, pero en la práctica resultan intrascendentes y carentes de impacto emocional. Son ideas que podrían haber sido osadas, pero terminan por parecer más pretenciosas que inteligentes.

En definitiva, Megalópolis es, en muchos sentidos, el sueño de un cineasta que ha perdido el rumbo, una obra increíblemente ambiciosa que termina hundiéndose bajo el peso de sus propios excesos. Es difícil no ver un paralelismo entre la Nueva Roma decadente que Coppola retrata en su película y la propia obra: una ciudad construida sobre el lujo y la extravagancia, pero que carece de una base sólida. Megalópolis es un fracaso disfrazado de grandeza, una cinta que, a pesar de estar llena de brillo, oro y luces, no logra dejar ninguna huella emocional ni intelectual.

'Megalópolis': el sueño fallido de Coppola