viernes. 29.03.2024
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El escritor Jorge Freire (Madrid, 1985) publica Arthur Koestler. Nuestro hombre en España (Alrevés, 2017), un ensayo documentado y de gran belleza literaria sobre la estancia en España durante la Guerra Civil del autor de El cero y el infinito.

David Mora | ¿Por qué vino Arthur Koestler a nuestro país para jugarse la vida?

Jorge Freire | Podemos esgrimir, al menos, un par de motivos. En primer lugar, Willi Münzenberg, que era la cabeza del agitprop en el Comintern, le había encomendado a finales de agosto del 36, solo un mes después del golpe, franquear la guarida insurgente y documentar el apoyo nazi al bando franquista. Esto da lugar a una primera visita vertiginosa. En 24 horas escasas no solo le da tiempo a alternar con alemanes embutidos en el uniforme de la fuerza aérea española sino que, para colmo, le hace una entrevista a Queipo de Llano que es, cuanto menos, escandalosa. Fíjate si es escandalosa que, cuando días después se publica en el News Chronicle londinense, los hombres de Queipo prometen matarlo como un perro y colgar su cabeza como trofeo cinegético. En segundo lugar, Koestler buscaba convertirse en el gran periodista de su época, y por eso regresa a España seis meses después y asiste a la caída de Málaga, manteniéndose al pie del cañón cuando todos los demás han huído y presenciando la Desbandá, que es, en buena medida, la clave de bóveda de mi narración. Por cierto, si, en principio, tanto se ha escrito sobre la Guerra Civil, ¿por qué tan poca gente conoce lo sucedido en la carretera de Málaga? Si preguntas por ahí, verás que el mayor crimen de guerra del bando franquista sigue siendo desconocido.

Aparecen en el libro personajes curiosos como Norman Bethune o Carlos del Haya, que también siguen siendo desconocidos en nuestro país, y hablas de un ferrolano con el que comparte celda y que escondía una historia fascinante. ¿Para cuándo un libro en profundidad sobre la participación de estos personajes en la guerra?

La verdad es que estoy harto de la Guerra Civil. Me tiré un año y medio documentándome y déjame decirte que fue una tarea ímproba. Era como tener clavado un arpón, porque el tema me resultaba doloroso y desagradable, y encima mi editor me iba tirando del sedal porque el tiempo se nos echaba encima. Ten en cuenta que al final acabé con un manuscrito de más de quinientas páginas que tuve que podar y podar, aligerando en sus partes más oscuras. Al final, y a pesar de todo, me ha salido un libro luminoso y con más o menos colorido, pero no creo que vuelva a acometer una tarea similar. En cualquier caso, coincido contigo en la necesidad de recuperar la figura de Norman Bethune. Que apenas se le conozca es algo que clama al cielo, y eso que poco a poco van saliendo cosas. La editorial Pepitas de calabaza publicó hace cuatro o cinco años Las heridas, por ejemplo, y Almudena Grandes lo ha metido en su última novela. En fin, menos da una piedra. Respecto al ferrolano, Koestler lo describe de una forma muy cómica, como un jovencito con cara de mono y cuerpo huesudo que friega las baldosas de la celda a la velocidad de la luz pero que las deja igual de sucias. Nunca supo que en realidad Ángel Casal había sido concejal en Sevilla con el Frente Popular y que después de la guerra se reinventaría con un gigantesco negocio de bolsos.

El libro comienza en febrero de 1937, con la caída de Málaga, y termina en 1940, con la publicación de El cero y el infinito ¿Es esta novela el gran testimonio de su época, como opinaban unos cuantos como Orwell?

El cero y el infinito es una buena novela. Resulta menos farragosa que 1984, por ejemplo. Y no cabe duda de que la peripecia de Rubashov, el viejo bolchevique a caballo entre Trotski y Bujarin que es obligado a confesar crímenes inverosímiles, es una metáfora efectiva de los procesos de Moscú. Pero me interesa más la vivencia que alimenta esa ficción. Todo lo que le pasa a Rubashov, los sinsabores que experimenta en la cárcel, la amante que se echa, los oficiales que lo interrogan, deriva de lo vivido por Koestler, sobre todo en Málaga y Sevilla. Bueno, todo, no; casi todo, porque difieren en una cosa: Rubashov muere y Koestler, no. Por otro lado, también me interesa la intrahistoria de El cero y el infinito, que estuvo a pique de no publicarse. Resulta sorprendente que a lo largo de varias redadas la policía francesa rajase colchones, tirase armarios y abriese todos los camarines del apartamento parisino de Koestler sin reparar en el manuscrito abierto sobre la mesa. Y es todavía más sorprendente que, después de recalar en el estadio de Roland Garros, junto con un centenar de prisioneros, y después en el campo de concentración de Le Vernet, Koestler consiguiese ventilar la novela en semanas, publicarla y cosechar un éxito a la altura de Los miserables. Ahí queda eso.

Defiendes que las memorias de Koestler son un documento valioso pero dices que están llenas de mentiras. ¿Prima la egolatría o los delirios de grandeza?

Supongo que cuando afirmaba que su abuelo Leopold era un socialrevolucionario que había desertado de la Guerra de Crimea buscaba colgarse un blasón de quijotismo, porque, al fin y al cabo, un abuelo eserista le habría conferido un espejo heroico en que mirarse. El problema es que las fechas no cuadran y que todo indica que su historia real fue más prosaica. También erraba el tiro cuando, por ejemplo, sostenía que su madre descendía del rabino Löw, el creador del golem de Praga. Lo fácil sería recurrir a grandes factores políticos, como el hundimiento del Imperio o su condición de apátrida, para explicar sus tentativas de colgarse la medalla de una prosapia ilustre. Pero lo cierto es que sus circunstancias familiares, que recuerdan mucho a las de Rilke o Musil, sin ir más lejos, dan idea de un caso clínico bastante particular. Su personalidad era muy escurridiza.

La relación de Koestler con Camus y Sartre es muy interesante. En cierto modo, Sartre es casi su opuesto y es casi inevitable que terminen chocando.

Lo sorprendente, a mi juicio, es que finalmente el choque viniese motivado por un lío de faldas y no por diferencias políticas. Koestler era un batallador dialéctico que sabía aprovechar el impulso del enemigo, tal y como prescriben las artes marciales. Cuando Merleau Ponty lo atacó en una serie de artículos, Koestler no desaprovechó la oportunidas de descender a la liza y la afeó su defensa del pacto Ribbentrop-Molotov, que ya comenzaba a resultar escandalosa. La verdad es que había pocas controversias sobre las que no echase su cuarto de espadas. Entraba al trapo a poco que le pusieran la muleta y era cuestión de tiempo que saltasen las chispas con Sartre, que, como él mismo, era otro gallito encantado de enseñar los espolones. Fue, finalmente, un asunto de celos el que sirvió de detonante, una noche que estaban medio borrachos en un club ruso con Beauvoir y Camus. Koestler lanzó a Sartre un vaso a la cara, errando el tiro, y después le propinó un puñetazo que interceptó Camus, de manera que tuvo que ocultar el ojo morado con gafas de sol durante tres semanas. Esto sí que es una justa literaria y no los certámenes que organizan los ayuntamientos. Así han sido siempre los lances entre escritores y la verdad es que casi siempre terminan mal.

“El mayor crimen de guerra del bando franquista sigue siendo desconocido”