sábado. 27.04.2024

La esplendida cinta de Iciar Bollaín, que cuenta con un magnífico duelo interpretativo entre dos excelentes actores como son Blanca Portillo y Luis Tossar, fue galardonada con el premio Irizar del Cine Vasco en el último festival de San Sebastián. Es una película que se adentra en un terreno minado y por eso mismo da mucho que pensar. En su pasada edición del Zinemaldia asistimos al estreno de Patria, esa serie que adapta la esplendida novela homónima de Fernando Aramburu.

Aquí no interesa el detalle de sus respectivos argumentos. La película Maixabel relata unos hechos históricos y la novela de Aramburu ofrece un retrato social del mismo periodo. En ambos casos el odio da paso a la reconciliación. En Patria la reconciliación se simboliza en el abrazo de dos antiguas amigas que un azar coloca en trincheras enfrentadas a muerte. Aun más emotivo es el encuentro real entre una viuda y quien asesinó a su marido.

Curiosamente los auténticos protagonistas habían compartido inquietudes políticas en su juventud, sólo que la época era muy diferente. Militar en el partido comunista y simpatizar con un movimiento de liberación armado bajo una dictadura, no puede homologarse a formar parte de una organización terrorista dos décadas después y con una democracia que ha cambiado radicalmente las cosas.

El problema de los enquistamientos es que acaban perviviendo las inercias. Quienes cogen el testigo de ciertas luchas pasadas pueden hacerlo sin saber muy bien lo que hacen. Reciben instrucciones y no se preguntan por la razón de las cosas. Repiten consignas y ciertas palabras que suponen una suerte de conjuro. Hablan del conflicto, pero son incapaces de dar detalles al respecto.

Los partidarios de fomentar el diálogo suelen llevar la peor parte, al ser considerados más peligrosos por los extremistas. Eso mismo sucede con los discrepantes y arrepentidos, que se ven rápidamente calificados de traidores y condenados al ostracismo en el mejor de los casos. En el peor no pueden rehacer sus vidas, como le sucedió a Yoyes, asesinada delante de su hijo en la plaza del pueblo.

Los adversarios políticos, por el mero hecho de pensar diferente, son vistos como infrahumanos convertidos en chivos expiatorios por pertenecer a uno u otro colectivo, ya sea este religioso, étnico, laboral o de cualquier otro tipo. El rival se troca un enemigo a batir, cual si se tratara de dirimir un conflicto bélico.

Se suele forjar toda una mitología en torno a un impreciso momento fundacional donde todo iba mucho mejor y al que debe retornarse, aunque no haya existido jamás y por lo tanto sea un objetivo absolutamente irrealizable. Los derechos colectivos difuminan o postergan los individuales, dándose las condiciones ideales para cultivar un funesto e insolidario supremacismo que reparta o rehúse las cartas de ciudadanía.

Cuando hay tiempo para recapacitar y se conoce mejor la catadura de quienes ejercen el mando, el odio suele dar paso a la reconciliación, primero con uno mismo y luego con aquellos a quienes tanto se ha odiado. Albert Speer cuenta en sus Memorias cuanto le hubiera gustado leer antes a Cassirer y su vindicación del ser dueño de uno mismo, sin abandonarse a que los demás piensen por uno y tutelen cómo debemos juzgarlo todo.

Películas como Maixabel, series como Patria y novelas como Independencia, de Javier Cercas, nos invitan a reflexionar sobre los peligros de una creciente polarización política que no conduce a ninguna parte y normaliza el insulto, soslayando la deliberación y los argumentos.

Ese maniqueo ambiente sociopolítico, ayuno de reflexión y concordia, sólo puede alimentar los delitos de odio. Porque las armas no sólo las carga el diablo, sino también las diatribas extremistas de cualquier signo que demonizan al diferente y a quien piense de otro modo.

Maixabel: Del odio a la reconciliación