viernes. 29.03.2024
museo del prado
Museo del Prado. (Fotos: Wikipedia)

(Capítulos 7, 8 y 9)


7.- CARLOS I DE NAPOLES-CARLOS III DE ESPAÑA

Nápoles era por entonces una ciudad en la que habitaban 300.000 personas, la tercera de Europa, capital de un reino que contaba con unos 4´5 millones de habitantes. Se empleó a fondo el nuevo rey en un ambicioso proyecto de construcciones públicas que abarcan desde palacios al hospicio o al teatro de la Opera. La excavación de las ciudades romanas de Herculano y Pompeya, sepultadas por el Vesubio, fue otro de sus grandes empeños. Se rodeó, en fin, de los colaboradores políticos y de los artistas que habrían de marcar luego los primeros años de su reinado en España.

Debió ser duro para este rey de 43 años, abandonar la agradable vida en Nápoles, su Corte, sus amistades, las obras en las que se había embarcado y que habían cambiado la capital, los palacios que tanto había costado construir, para tomar posesión de un Imperio cargado de problemas e incertidumbres, cuya capital era definida por algunos como “lugarón destartalado y sucio” y cuyas iglesias “son más de pueblo que de Corte”. El propio rey no duda en definirlo como “un villorrio ascendido a Corte sin llegar a ciudad” y la reina, María Amalia de Sajonia, se queja de que “hay aquí mucho que hacer para estar, no digo de Rey, sino de Caballero”.

No exageraban el rey y la reina. Con sus 160.000 habitantes, Madrid no pasaba de ser un pueblo grande, sin planificación urbanística alguna, que tenía la merecida fama de ser una de las ciudades más sucias de Europa. Hay que imaginar una ciudad en la que sus habitantes arrojan la basura a las calles y las heces por la ventana al grito de, “¡Agua va!”. Hay que imaginar un servicio de recogida, y reciclado, de basuras compuesto por cerdos y otros animales. Sin canalones para la recogida del agua de la lluvia, ni alcantarillado, ni pozos sépticos.

Hay que situarse en sus noches carentes de alumbrado público y toparse con sus moradores,  ataviados con largas capas y amplios sombreros que impedían ver sus caras, para hacerse una ligera idea de la suciedad que todo lo inundaba, la inseguridad que reinaba por doquier y el hedor insoportable que todo lo impregnaba. Menos mal que no faltaban los médicos que recomendaban este aire como especialmente saludable para curar algunas enfermedades.

No es pues extraño que la reina se viera asaltada por la nostalgia de Nápoles, hasta el punto de que empeoró su estado de salud, afectado previamente por una caída durante una cacería, hasta terminar falleciendo en Septiembre de 1760. Contaba por entonces 36 años.

Pese a la desgracia de perder a su esposa, circunstancia similar a la que sumió a Fernando VI en una melancolía que le arrastró a la tumba al morir la reina, Bárbara de Braganza, Carlos III busca en el trabajo y en la vida ordenada remedio para sus males. Tampoco sigue el ejemplo de su padre, quien apremiado por su fogoso temperamento, buscó rápidamente nueva esposa al enviudar. Carlos no volverá a casarse, si bien quedará marcado por un carácter reservado, incluso con los más íntimos colaboradores.

Pero volvamos al Prado de Atocha. Ese espacio que el rey pretendió configurar como una auténtica Ciudad Universitaria que corrigiera los males de la universidad española del momento. No es que España careciera de universidades, casi treinta había en el reino. Pero todas tenían un carácter eclesiástico. En ellas se estudiaba abundante latín, pero muy poco griego y aún menos hebreo. Las lenguas vivas no existían en los planes de estudio. Algo de Matemáticas, casi nada de Historia o Geografía. Mucha Filosofía, desde la óptica teológica, por supuesto. Salvo en los estudios de Medicina que prestaban cierta atención a la Anatomía, en el resto de las carreras la Física, la Química y la Ciencias de la Naturaleza eran casi desconocidas.

Había que cubrir este vacío y por ello el rey, además de intentar la reforma de los estudios universitarios, impulsa la creación de un espacio dedicado a los estudios científicos. No hace con esto sino responder a la preocupación de los ilustrados que intentan definir un nuevo modelo de desarrollo del país y que tendrá otras consecuencias como la creación de las Sociedades de Amigos del País.

No hay más que ver la concentración en un mismo entorno del Observatorio Astronómico, la Escuela de Medicina de San Carlos, el Hospital General, el Jardín Botánico y el edificio de la Academia de Ciencias Naturales, que hoy conocemos como Museo del Prado. Igualmente se encargó a Agustín de Bethencourt, director de la primera Escuela de Ingenieros de Caminos, reunir en la Real Escuela de Máquinas del Retiro una colección de las más avanzadas maquinarias e instrumentos científicos existentes en Europa.


8.- EL HOSPITAL GENERAL DE SAN CARLOS

Museo_Nacional_Centro_de_Arte_Reina_Sofía

En la Glorieta de Atocha hemos dejado el Museo de Arte Reina Sofía, que fue originariamente construido como Hospital General de San Carlos. Aunque hoy sea imposible dar marcha atrás para contemplarlo, no faltarán las ocasiones en que lleguemos a Atocha en el tren de cercanías y podamos acercarnos al Museo. Para ese momento, algo recordaremos de estos apuntes.

Se venía hablando desde hace un siglo, desde la época de Felipe II, sobre la necesidad de dotar a Madrid de un Hospital General que atendiese las necesidades de una ciudad cada vez más populosa. Sin embargo es Carlos III quien encarga el proyecto a Francisco Sabatini.

El proyecto inicial contemplaba la ocupación de una gran manzana delimitada por las calles Argumosa, Doctor Fourquet, Atocha y la Glorieta de Carlos V, constando de cinco patios más los que enmarcaban la iglesia, de cruz griega, que con su gran cúpula sería la culminación del proyecto.

Iniciadas las obras en 1756, se retrasaron notablemente y el proyecto original nunca fue concluido. Pretendía ser un hospital-asilo con porte de palacio, con fachada principal a Atocha. Las actuales fachadas son, por tanto, fachadas secundarias. En 1781, podemos dar por concluida la primera fase de la obra. Al estar inacabado, ha sufrido numerosas modificaciones. Así en el siglo XIX se ampliaron edificaciones por la parte de la calle de Argumosa. Igualmente se elevó una planta el edificio donde hoy se encuentra el Museo. El gran patio del mismo, con sus tres pisos de arcadas, es uno de los espacios más notables.

En 1904, Cesáreo Iradier, reforma el ala que se prolonga hasta Atocha, y la adapta para alojar parte de la Facultad de Medicina de San Carlos, modificando el interior, la fachada exterior y construyendo una nueva planta.

Hay que esperar hasta 1987, para que una nueva remodelación, a cargo de Manuel e Ignacio de las Casas, acometa su transformación en Real Conservatorio de Música, aprovechando la fachada que da a la Calle Doctor Mata, que se abre en plaza en su confluencia con la calle Santa Isabel, para dotarla de un voladizo en forma de marquesina semicircular que refuerce su carácter de acceso principal al edificio.

El viejo Hospital General, con sus largas salas ocupadas por decenas de enfermos, sin intimidad alguna,  ha perdido su sentido como tal a finales del siglo XX. Por ello, se acomete en 1986 su transformación en Museo Nacional de Arte Reina Sofía. El proyecto de transformación de esas enormes salas que recordamos quienes tuvimos allí algún familiar enfermo, en salas de exposiciones, corrió a cargo del arquitecto Antonio Fernández Alba.

Como ya dijimos, el Museo carece de una fachada que pudiera considerarse principal, por lo cual en 1989, siguiendo el proyecto de los arquitectos Antonio Vázquez de Castro y José Luis Iñiguez de Onzoño, se le añaden las dos torres de cristal, para alojar los ascensores, en la fachada que da a la calle de Santa Isabel. La plaza también ha sufrido una profunda transformación para quienes vimos un día salir de allí los autobuses y aún antes las camionetas, que diariamente transportaban, abarrotadas, a miles de personas que acudían a la capital de madrugada y retornaban ya de noche, de vuelta a los barrios y localidades de ese cada vez más inmenso Sur, que el Madrid de los años sesenta y setenta, fue viendo crecer con ojos incrédulos.


9.- EL OBSERVATORIO ASTRONOMICO

Observatorio astronomico

El Observatorio Astronómico se encuentra fuera del alcance de nuestra vista. Si hubiéramos subido por la Cuesta de Moyano habríamos topado con él, en el montículo de la derecha, el cerrillo de San Blas. No lo visitaremos tampoco hoy,  pero es conveniente referirse al mismo para comprender la magnitud del proyecto científico que viene a culminar. Las obras se iniciaron en 1790, cuando el rey Carlos ya había muerto, aunque el proyecto data de 1785, y es el último eslabón del complejo científico que se había concebido.

Floridablanca encargó las obras a Juan de Villanueva, quien después de elaborar diversos proyectos, decidió primar la simplicidad en aras de reflejar la lógica de la ciencia. Los propios materiales utilizados responden a esta simplicidad: piedra blanca de Colmenar, muros de ladrillo enfoscado, granito, mármol en los capiteles, cubiertas de plomo.

Su estructura es la síntesis del Neoclasicismo español. La planta central es un cubo rematado en sus ángulos por cuatro pequeñas torres. Esta planta alberga en su interior una amplia sala octogonal. Una bóveda cubre la planta y sobre ella se alza una rotonda circular, a modo de templete  compuesto por dieciséis  columnas jónicas, cubierta por una nueva bóveda también semiesférica.

Si el templete superior es destacable, no lo es menos el pórtico orientado al mediodía y que presenta tres hileras de columnas de orden corintio, asentadas sobre un podium. La primera hilera cuenta con seis columnas, la segunda con cuatro y la tercera está compuesta por columnas que salen del muro. El arquitecto prefirió rematar el pórtico con una terraza  compuesta por los elementos tradicionales de arquitrabe, friso y cornisa, pero sin utilizar el característico tímpano, que hubiera quitado protagonismo al conjunto de columnas, con lo cual consigue una de las mejores fachadas de este siglo en Madrid.

Cuando las tropas de Napoleón ocupan Madrid, la obra no está concluida e instalan allí una batería de artillería para asegurarse un mejor dominio de la ciudad, para lo cual no dudaron en destrozar parte del edificio y el telescopio.

Wellington entra en Madrid en 1813, vuela los depósitos de municiones, almacenes y polvorines franceses. Así desapareció precisamente la Real Fábrica de Porcelana del Retiro. El Observatorio se salva probablemente por el respeto casi mágico que el general inglés siente por el arte y las ciencias. Sin embargo, el edificio no es concluido hasta 1845, siendo restaurado en 1976 de acuerdo con el proyecto original.

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El Madrid del Primero de Mayo de Francisco Javier López
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