jueves. 18.04.2024

Ignacio Arteaga era un donostiarra de pura cepa, doctor en medicina, liberal, agnóstico, racionalista y firme defensor de la ciencia. Tenía amigos masones, de la logia «Cosmopolita Fraternal», pero nunca dio el paso para integrarse, era demasiado independiente.Su pasión era la historia, la etnología y el folklore, sobre todo de su tierra. Esa tarde, en el Ateneo Guipuzcoano había participado en una tertulia que había girado en torno a «Los aquelarres en los documentos y en la tradición oral durante el siglo XVII». Después de despedirse de los contertulios, salió a la calle, abrió el paraguas y decidió volver caminando a su casa. Le gustaba pasear bajo el sirimiri y pensar.

Mientras caminaba iba pensando que no le gustaba nada el PNV fundado por Sabino Arana; representaba para él esa Euskadi bucólica, rural y católica, tan diferente a su Donosti. Los nacionalistas estaban enfrentados con los carlistas y le preocupaba que el problema de los fueros que volvían a plantear desde Madrid los uniera. Toda la vida había combatido a los carlistas desde la Tertulia de la Balandra Donostia, incluso siendo muy joven participó en los Voluntarios de la Libertad. En esos momentos Donostia era una «ensalada», liberales, conservadores, republicanos, nacionalistas, carlistas y ahora también socialistas. En el fondo era el progreso contra el pasado, la ciencia contra la superchería, la razón contra la fe. Conocía a su gente y eso le preocupaba. Tal vez por eso le interesaba tanto conocer la antropología de sus paisanos. Su Donosti era una isla ilustrada en una Guipúzcoa campesina y católica. Sus esfuerzos ahora, de viejo, se centraban en bregar por extender y ampliar la educación de todos, sobre ello escribiría su próximo artículo en «El liberal guipuzcoano».

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Cuando llegó a su casa, se sentó en la mesa para cenar. Hacía años que había quedado viudo.Le había preparado la cena Joana, la nueva ama de llaves que sustituyó a la anterior que era interna y se jubiló. También sus tres hijos hacía tiempo que se habían ido de la casa. Todos se habían casado y le habían dado muchos nietos. El mayor vivía en Madrid y el segundo en Londres. Su hija se quedó en Donostia, intentó estudiar medicina como su padre, pero chocó con una profesión monopolizada por los hombres y no pudo licenciarse, se casó también con un médico. El doctor Arteaga se llevaba muy bien con su yerno a pesar de que abrazaba las incipientes ideas socialistas que, en las elecciones generales de 1907, habían obtenido 622 votos. Su yerno a veces le comentaba las cartas de la relación epistolar que mantenía con un bilbaíno exilado en Francia llamado Tomás. Después del postre le dio un sorbo a la copa de coñac que Joana le había dejado servida, dobló la servilleta y con la ayuda del bastón se fue a su despacho, con la copa de coñac en la otra mano. Meditó si retomaba el ensayo que estaba escribiendo sobre «Las sorginak: mito y represión» o se ponía con el libro «Vidas paralelas» dePlutarco, optó por la primera.

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Le gustaba leer en la mesa del despacho heredado de su padre, el sillón de cuero hecho a medida le permitía mantener la espalda recta y la luz que desprendía la antigua lámpara de tulipa verde era perfecta para la lectura. También le gustaba escuchar música; esa noche eligió el concierto Nº 10 para dos pianos de Mozart, lo puso con delicadeza en el plato giratorio y encendió el gramófono.Antes de ponerse a leer, escribió y contestó varias cartas, entre ellas a la guapa y joven Vera de Alzate, una inquieta intelectual que comenzaba a destacar en orfebrería artesanal, preocupada también por la etnología. Cuando terminó con las cartas, enroscó la pluma y las dispuso con cuidado para echarlas a la mañana siguiente en el buzón. Cogió el cuaderno donde escribía sus borradores, dejó a mano la estilográfica, miró la pila de libros que tenía para consultas, arriba, abierto, la obra«Precauciones para los acusadores» del jesuita alemán Friedrich von Spee, en el que se defendía la inocencia de la mayoría de los condenados en esos procesos y debajo «Malleus Maleficaru», un exhaustivo y terrible libro sobre la caza de brujas, publicado en Alemania en 1487, que sirvió de argumento en multitud de procesos. Más abajo había otros tres libros y al costado varias carpetas con documentos e informe que había conseguido en diversas entidades, incluido el informe que Alonso de Salazar y Frías presentó al Consejo de la Suprema Inquisición en 1613 sobre el juicio a las brujas de Zugarramurdi celebrado en 1610.

Releyó las notas. En el ensayo buscaba responderse a la pregunta ¿A qué se debe el fenómeno de la creencia en las brujas? ¿Porqué fueron tan brutalmente perseguidas? Partía de la base de que, con el triunfo del cristianismo, las creencias paganas fueron radical y definitivamente rechazadas y sus dioses asimilados a demonios. La justicia civil, las iglesias católica y protestante y el Santo Oficio reprimieron y castigaron duramente los cultos paganos, como la famosa quema de brujas de Zugarramurdi en 1610, en Francia el conocido como «las endemoniadas de Loudun»en 1634, las persecuciones de brujas en Inglaterra llevadas a cabo por Matthew Hopkins en los condados de Suffolk y Essex, entre los años 1644 y 1646 o en las colonias inglesas de América donde alcanzó gran celebridad el caso de las brujas de Salem en 1692, entre otros muchos.Demasiados, casos, demasiadas mujeres víctimas, muchas asesinadas, varias quemadas en la hoguera. El doctor Arteaga estaba convencido de que las personas que eran acusadas de practicar la brujería y participar en los aquelarres, se reunían para compartir conocimientos ancestrales o realizar ritos paganos que debían celebrarse lógicamente a escondidas de las autoridades eclesiásticas y civiles. No le cabía duda, como buen liberal y progresista que la represión representaba un atentado contra diversidad cultural por la intransigencia religiosa porque pensaban de manera diferente. ¡Ese era el pecado que cometían! Sentía una profunda empatía con las sorginak.

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Antes de desenroscar la estilográfica y empezar a escribir, le llamó la atención una carpeta. Era sobre German de Arteaga, sabía que había sido un importante inquisidor que actuó en Guipúzcoa. Abrió la carpeta. El primer documento contenía su biografía. Era un eclesiástico guipuzcoano natural de Lezo o Pasaje, no se sabe bien. Descendía del solar de Ugarte, de Oyarzun, de su familia se le conoce un hermano militar, Ignacio, que estaba destinado en el extranjero.Fue vicario de Oyarzun, antes había sido canónigo de Almería, prior de Zamora, confesor del cardenal Adriano de Utrecht, que luego sería papa, y del emperador Carlos. Siendo inquisidor apostólico se trasladó desde Calahorra a Guipúzcoa a petición de sus juntas generales donde se granjeó fama como cazador de brujas.Según las crónicas de entonces debió su muerte a la persecución de las brujas también por él perseguidas en 1531. Le llamó la atención una crónica sobre el inquisidor German de Ugarte del sacerdote e historiador Lope Martínez de Isasti que había escrito en 1625 el «Compendio Historial de Guipúzcoa», aplazó comenzar a escribir y se enfrascó en su lectura.

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En la crónica se relata la vuelta del inquisidor German de Ugarte a Oyarzun a petición de la nobleza guipuzcoana para eliminar los ritos paganos. Los aquelarres se celebran por toda la región. German de Ugarte había sido vicario en la ciudad y se había granjeado la confianza y simpatía de gran parte de los oyarsonenses. Hábilmente lo aprovechó para sondearles sobre las actividades de brujería. Con la información obtenida, sin contrastar si eran solo rumores fue elaborando fichas de cada confidente. Así obtuvo valiosos datos sobre quiénes participaban en los aquelarres, cómo captaban las brujas a los nuevos adeptos, cómo los llevaban a los aquelarres, muchas veces viajando en una escoba, los lugares y cuándo que se realizaban, los ceremoniales que practicaban, los cánticos que entonaban, los ungüentos que preparaban, en qué se transformaban.Todas las fichas que iba elaborando las guardaba en un baúl bajo llave en un lugar secreto. Al final obtuvo un completo conocimiento de cuanto había ocurrido desde hacía tiempo en la zona y quienes eran los responsables.

En Oyarzun vivía solo acompañado de una criada, Joana, de gran confianza.Un día le comentó que había terminado su obra y que la enviaría al Tribunal de la Inquisición. Estaba a la espera de la guardia real que lo escoltaría hasta Calahorra.Cuando llegan los soldados los recibe Joana aterrada.Les cuenta que: «Un ruido me despertó, luego escuché carcajadas chillonas, me asusté mucho. Cuando cesaron fui a su habitación y encontré a German Ugarte muerto».«Envenenado» sentenció el oficial. Buscan el baúl para llevárselo, lo encuentran,pero no tenían la llave. Cuando lo abren, después de forzarlo, no encuentran ninguna de las notas que había elaborado el inquisidor, el baúl estaba vacío. Cuando se fue la guardia real, Joana cerró la puerta, fue al fogón donde todavía bullía el caldero, lo vació en el patio, cuando volvió a la casa aún sonreía.

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Absorto en la lectura, el doctor Ugarte no fue consciente del paso del tiempo. Las doce campanadas del reloj de pared que había en el salón le hicieron levantar la vista del documento.La música hacía tiempo que había terminado.Entonces sintió la presencia, era un sentimiento vago que sin embargo le transmitía que había alguien o algo extraño. Recorrió con la mirada el techo, la antigua lámpara que colgaba en el medio; miró a su derecha, repasó las bibliotecas; después a la izquierda, las dos butacas, la mesita baja, el bar que había detrás, los cuadros de artistas reconocidos, el secreter de su bisabuelo, la mesa auxiliar, pero no encontró nada extraño. Intentó volver a al cuaderno, que había interrumpido la lectura sobre German Ugarte.

Sin embargo, no podía concentrarse. Descendiente de una familia de arraigada estirpe liberal e ilustrada, era agnóstico y las historias de milagros o sobrenaturales, de santas y santos, de brujas o fantasmas eran solo motivo en todo caso de curiosidad y estudio. Sin embargo, la sensación de una presencia era cada vez más fuerte. Todos los argumentos racionales que barajó se disolvían ante el hecho objetivo de que estaba sintiendo algo. Qué era, no lo sabía, pero no cabía duda de que lo sentía. Se levantó del escritorio y se dejó caer en una butaca, cerró los ojos.

El tiempo pasaba, estaba cansado, pero sabía que en ese estado no podría dormir. Pensó que tenía que hacer algo, no podía pasarse toda la noche sentado en el despacho. Cogió el bastón y recorrió el recibidor, ahora los únicos ruidos que se escuchaban eran el crujir del parqué y el rítmico golpeo del bastón en el suelo. Después fue al salón, el comedor, el cuarto de estar, los dormitorios, el suyo y los que fueron de sus hijos y el de juegos en el que ahora solo entraban los nietos, los baños, la cocina, el cuarto del ama de llaves, ahora despensa, el cuarto de planchado y costura. Revisó toda la casa abriendo las puertas de los armarios y los cajones, pasando el bastón debajo de las camas, levantado tapas de arcones y baúles, mirando detrás de las puertas y cortinas.

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Descartó bajar a la planta baja donde tenía la consulta que ahora llevaba un discípulo suyo. La presencia estaba en la casa no ahí. Creyó percibir voces, prestó atención. Provenían de la nada, muy bajito, al final escuchó lo que decían: «¡Baga, biga, higa, laga boga sega, zaizoibele, arma tiro pun!» ¿qué era eso? ¿Qué querían decir? ¿De dónde salían? Sintió miedo. Regresó al salón, se apoyó en el respaldo de uno de los sillones. Mientras las voces continuaban, abatido pensaba, «¿Qué está pasando? ¿Qué es? No puede ser, ¿estaré soñando?»

Había buscado a conciencia en todos los rincones sin resultado y sin embargo la presencia era cada vez más fuerte. Tenía la certeza de que algo había, la angustia y el horror comenzaron a romper sus defensas a base de explicaciones lógicas. Entonces reconoció que se trataba de una canción de brujas, lo que oía no era fruto de su imaginación. Se sentía impotente. Ahora, claramente sintió que las voces además repetían «Arteaga», «Inquisidor», «sangre maldita». El miedo se transformó en terror, recordó que su padre y su abuelo habían muerto en extrañas circunstancias. Cogió la copa, casi llena de coñac y se la bebió de un trago. Empezó a marearse, a sentirse mal, a faltarle el aire, pensó que había bebido demasiado.

Desesperado se dirigió al ventanal.Al abrirlo, el viento frío le golpeó la cara. Respiró hondo, su indisposición lejos de apaciguarse creció. Con la mirada borrosa recorrió el largo balcón, no había nada, intentó fijarse en las casas de enfrente, tampoco. Vio la línea de farolas que se balanceaban al compás del aire, bajó la mirada,los adoquines relucían aún húmedos por el sirimiri que había caído por la tarde. La calle estaba vacía. Él era la única presencia humana. Su malestar seguía aumentando igual que su pánico. Se quedó mirando la luna llena, semitapada por jirones de nubes que veloces pasaban ante ella.

Algo lo empujó con saña, mientras se oía una carcajada chillona. Golpeó en la barandilla y se precipitó a la acera. Cayó de espaldas. Del cráneo de Ignacio Ugarte comenzó a brotar un enorme charco de sangre. En su último hilo de vida, buscó la luna llena. No la encontró, estaba totalmente cubierta de negras nubes.

Luna llena