jueves. 28.03.2024
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Fotografía: Luis Mateo Díez por ©Nacho Goberna

lecturassumergidas.com | @lecturass | Emma Rodríguez | Imaginemos que visitamos una ciudad desconocida, misteriosa, cuyas escalas y trazados no responden a nada de lo que hemos conocido hasta ahora. Imaginemos que vagamos desorientados, sin rumbo, por esa ciudad, con la misma extrañeza que producen las difusas e inalcanzables geografías de los sueños. Imaginemos que recorremos sus bosques, sus espacios y alrededores, como si hubieran sido recién creados para provocar en nosotros la más absoluta sorpresa. Imaginemos que seguimos avanzando y que llegados a un recodo del sendero, percibimos la liviandad del que ya nada teme porque sabe que ya se ha incorporado a esos paisajes y ha asumido sus climas. Así, como exploradores de nuevos sentidos y arquitecturas, nos sentimos durante la lectura de La soledad de los perdidos, la nueva novela de Luis Mateo Díez, una entrega en la que el escritor leonés (Villablino, 1942) dirige todas las búsquedas que han animado su trayecto literario hacia los límites, hacia los confines, hacia un más allá en todas las vertientes, desde el punto de vista de la narración, de la historia que nos cuenta, hasta los cauces de un estilo que se torna más poético y simbólico que nunca.

En este viaje, que participa de los enigmas y las brumas de Celama, el territorio imaginario por el que el autor se ha movido a sus anchas durante largo tiempo; que conecta directamente con un título anterior, Los fantasmas del invierno y que traza puentes de complicidad con la exaltación de una de sus obras más celebradas, La fuente de la edad, Mateo Díez se desplaza con la ligereza de quien, como él mismo dice, ya ha andado muchos caminos y se siente capaz de unirlos todos para trazar un mapa único, un mapa que exige la adaptación de la mirada y de la voluntad a sus particulares medidas, niveles y proporciones. “Ésta es una novela de extraviados en la que los lectores también deben extraviarse si quieren llegar al fondo de las cosas”, asegura el escritor, consciente del desafío que supone abrir las puertas de un mundo que a veces parece un cuento y otras una pesadilla; un mundo imaginario en el que, a lo lejos, se reconocen ráfagas de realidad y de Historia y que, engarzando tradiciones y lenguajes diversos, tanto nos dice de los males del presente.

- Si te parece, podemos  empezar esta conversación a partir de una palabra, “extravío”, una palabra que suele aparecer en tus novelas y relatos y que en La soledad de los perdidos se convierte en fundamental, ya que toda la historia gira en torno a la pérdida, a lo que significa perderse, extraviarse.

- Sí. La verdad es que es una palabra muy significativa porque, tal vez, es de las que mejor definen mi vida y mi concepción del mundo y del ser humano. Tengo por ahí un minicuento que habla de alguien que se mira en el espejo y en vez de encontrarse con su imagen ve las palabras sustanciales de su existencia. Si me pongo en la misma situación, una de mis primeras palabras sería extravío. Tiene mucho que ver con la idea que tengo de lo que somos: seres frágiles propensos a perdernos y a partir de ahí he trabajado la pérdida desde sus múltiples ángulos: lo que perdemos, cómo nos perdemos, los caminos de perdición a los que podemos llegar, el extravío como esa sensación de vivir sin agarraderas, en un medio confuso, hostil… Todo eso forma parte del sustrato fundamental de mis personajes y en esta novela, sin duda alguna, se acentúa. Nadie sabe muy bien por dónde va y tampoco sabe muy bien por qué tiene que ir por ese sitio. Aquí todo se consuma en una gran metáfora de lo que pueden ser las perdiciones y los extravíos. Todo es muy literario, sí, pero lo cierto es que yo siempre me he sentido un ser extraviado. Nunca he llegado a entender del todo el mundo ni la vida y frecuentemente me pregunto por qué me sucede eso. Hay en mí una sensación de orfandad, de fragilidad, pero sobre todo de extravío. Salgo de casa y me pierdo y me cuesta trabajo volver porque no sé por dónde hacerlo.

- El extravío en esta novela se lleva al extremo, pero no sólo eso. Mientras vamos leyendo tenemos la impresión de que todas las obsesiones, los temas que han acompañado siempre a Luis Mateo Díez, están llevados a los extremos. ¿En qué medida mientras escribías te planteaste que querías ir en esa dirección?

- Tuve claro desde un primer momento que se trataba de una novela ambiciosa. Cuando me la planteé, después de mucho tiempo de pensar en lo que iba a hacer y de tomar muchas notas en mis cuadernos, la vi como una historia un poco terminal. Yo, que he andado muchos caminos y he transitado muchas veredas, vislumbraba aquí un largo túnel final, término de tantas cosas, y sabía que tenía que encontrar un personaje capaz de recorrerlo. En todas mis novelas hay elementos simbólicos y metafóricos, pero en ésta se hacía necesario incluso abusar de ellos. Se trataba de elegir una ciudad con unas características extremadamente simbólicas, una de esas ciudades de sombra en las que yo me muevo. A esa ciudad tenía que arribar alguien que ha asumido una derrota personal, moral, también política, y que por ello huye e intenta transformarse para dejarse en el más absoluto abandono, en la disolución de sí mismo. Todos estos elementos están en otras de mis novelas y, seguramente, se les puede seguir el rastro. Ambrosio Leda, el protagonista, lleva tras de sí a muchos otros personajes, pero es cierto que aquí todo se lleva al límite. El reto artístico, el compromiso de la escritura y del arte en general, está siempre en los límites, en lo que queda fuera del desarrollo de la normalidad. Uno escribe para llegar a algo, para alcanzar un techo y parece que siempre hay un más allá. Mientras estás culminando tu aventura del límite tienes que estar convencido de que ese más allá no existe; pero parece que siempre es posible encender otra bombilla.

- En La soledad de los perdidos se habla de los emboscados y resultan figuras muy enigmáticas que nos remiten a tiempos no tan lejanos. Los topos, los que optaron por esconderse durante y después de la contienda, cuando lo daban todo por perdido, están en la memoria de la posguerra española. Cuánto los hemos olvidado, ¿no te parece?

- Sí, en efecto. Se trata de figuras a las que se ha apartado de la memoria colectiva. Los emboscados podrían ser los muertos en vida, los que eligieron la muerte de la desaparición. En ese sentido, el propio Ambrosio Leda, el protagonista, es un desaparecido que se transforma, adopta otra personalidad, se metamorfosea, se embosca, se hace un bicho, hiberna como los osos y sale convertido en otro ser humano; incluso encuentra una tarjeta de identidad que le lleva a tomar un nombre falso. En cierto modo, él representa el destino de esas gentes que estuvieron muertas en vida y que históricamente han sido borradas. Llegó un momento en que dejaron de interesarnos, en que decidimos olvidarlas, pero la suya fue una peripecia vital que refleja lo terrible de la guerra y de la posguerra, de todas las guerras y posguerras, porque esas figuras no son sólo nuestras, están repartidas por todo el mundo.

- Las referencias a la Guerra Civil salpican la historia. Está claro que Ambrosio, igual que tantos otros, decidió un día abandonar casa y familia, y emprender la huida del vencido, pero el relato va más allá de las circunstancias concretas. Ese no es su objetivo.

- Así es. En la novela se habla de una posguerra que obviamente tiene connotaciones con la nuestra, pero que podría ser cualquier otra. Más de una vez he dicho que el hombre me parece un bicho de posguerra, situado en esos trances posteriores a la debacle y siempre con un afán de supervivencia lleno de hostilidad y de precariedades. El emboscado es la imagen del que elige desaparecer e incluso elige hasta la sepultura. Muchos de nuestros topos famosos; que, aunque no nos acordemos de ellos, hubo muchísimos y constituyeron un fenómeno político social que en su momento nos traumatizó bastante, muchos de ellos, como decía, vivieron casi en ataúdes, en un trozo del desván o metidos bajo tierra, en cajones subterráneos… Yo los había usado ya en Fantasmas del invierno, donde hay algún topo, algún escondido que asumía el riesgo de salir de noche a respirar. Recuerdo que esas incursiones nocturnas daban pie a alguna vicisitud policial en aquella novela.

- Derrota es otra de las palabras del particular diccionario de Luis Mateo Díez. ¿Hasta qué punto aquí la derrota se convierte en la mejor definición del presente, la derrota de las expectativas, de las ilusiones, de los ideales colectivos?

- Está claro que vivimos en un tiempo de vencimiento y está claro que no se trata ya de la idea de derrota como contraposición a la victoria. La soledad de los perdidos no es para nada una novela testimonial, aunque se nutre de muchas de las sensaciones que yo, como niño de posguerra, he podido acumular. A veces hay en ella escenas grotescas que remiten a figuras muy reconocibles, por ejemplo ésa en la que se ve a Franco, el centinela de Occidente, al que le han pegado un tiro en el culo, pero se trata de representar un sentido colectivo, de transmitir la idea de que todos hemos perdido algo, de que la vida a través de los conflictos históricos, y, sobre todo, de lo que fue el siglo XX, es una gran perdición. No sólo somos seres contrariados, que tenemos nuestras carencias particulares, sino que eso se puede convertir en un destino histórico. Es la colectividad, en la que cada uno de nosotros somos diminutos espejos de lo que ha sucedido, la que está tocada del ala en esa gran derrota de la condición humana. Siempre ha sido así, pero el siglo XX fue terrible. El siglo XX ha sido, entre otras muchas cosas, el siglo del holocausto, y todo lo que ha venido detrás, en el XXI, está esparciendo por todo el mundo elementos derivados de esa suerte de derrota a la que parecemos tan proclives.

- Volviendo al presente, hay pasajes en los que parece que se están poniendo palabras a la falta de moral y de ética que nos encontramos cada día en la política, en la sociedad, en esos sectores privilegiados económicamente que no tienen escrúpulos de ningún tipo a la hora de enriquecerse, de medrar. En un momento dado se habla de “miseria política y moral, de destrucción y de usura”.

- La verdad es que en el viaje que he hecho en esta novela no he optado por ir hacia atrás para volver hacia delante, sino que desde el ahora me he movido hasta allí. El viaje es desde el presente, el camino está aquí, en lo inmediato: en la corrupción galopante puesta de manifiesto en nuestro país en episodios como el de las tarjetas black, en todas esas tropelías que no hace falta nombrar, pero que de inmediato acuden a nuestra mente. Lo que se transmite es la sensación que nos producen las actuales circunstancias. El siglo XX ha sido un va y viene constante, un sube y baja permanente. Dejando de lado los preocupantes conflictos, la miseria del Tercer Mundo, en Europa, tras la caída de todos los grandes ideales, vivíamos como en un pequeño refugio de tranquilidad que, de pronto, empieza a estar lleno de fisuras. Puede que esas fisuras no sean tan cruciales como otras, pero sí resultan muy perturbadoras porque nos han llevado a asimilar una cierta sensación de engaño, de impostura. En el caso de España, cuando parecía que teníamos asumido un tiempo de normalidad, de país desarrollado, que tanto trabajo nos costó conseguir después de una dictadura férrea, los acontecimientos que se están produciendo desde hace algún tiempo son desoladores. Y ya no es desencanto, desilusión, lo que sentimos. Lo que experimentamos ahora es el desengaño absoluto. Nos hemos dado cuenta de que nos han estado mintiendo y de que lo han hecho con vileza. Y no se trata de disquisiciones metafísicas sobre el engaño y el desengaño, para nada. Ahí están los preferentistas para ponerlo en evidencia. Hemos sido engañados por el poder, por toda esa gente que representa tantas cosas que parece que son las que conducen a un país a su destino. El espejo que tiene la novela pretende ser esa mirada inquietante que te puede producir sensaciones variadas, sin necesidad de racionalizarlas...

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Luis Mateo Díez: “Vivimos en un tiempo de vencimiento”