viernes. 29.03.2024

Louise Bourgeois, escultora del dolor

MARÍA SIMÓ
La exploración vital siempre atada a la retrospección fue el valor en alza de todas sus últimas obras, sostenidas en tres pilares fundamentales: el cuerpo, el espacio arquitectónico y la memoria. En su carácter residía inalterable esa manera de provocar al espectador a la misma introspección a la que ella misma se sometía.
NUEVATRIBUNA.ES - 2.6.2010

Con el mes de mayo, el pasado lunes, fallecía a la edad de 98 años en Nueva York Louise Bourgeois (París, 1911), una de las figuras clave para entender el arte occidental de las últimas décadas. El propósito de comprender en unas cuantas líneas el valor de la tarea que esta artista realizó, en penumbra y bajo las luces de un reconocimiento tardío, necesariamente tiene que bordear la sombra larga de su iconicidad para penetrar en los variados aspectos en los que su vida marcó hitos para el mundo del arte.

Ya desde una perspectiva puramente material su contribución es relevante. Con constancia pasmosa desarrolló durante varias décadas una amplia producción artística en las disciplinas de la escultura, la instalación y el dibujo, rica en su uso de los materiales y al servició de una iconografía terrible y personal. Las imágenes recurrentes en su obra son figuras simbólicas un mundo interior único, formas nacidas directamente de su experiencia personal. Bourgeois fue una de esas artistas genuinas que no conciben un espacio entre la vida y la obra, de modo que su primera herramienta era la memoria, y su único tema siempre la propia biografía.

Es mucho lo que se ha hablado sobre los años de su infancia en París, en la casa donde sus padres dirigían un negocio de tapices y que ya cobran un estatus de leyenda, debido a un trauma original fundado en la infidelidad su padre con la niñera de Bourgeois. Sobre este período de su vida, la artista conformó toda una mitología que sentó bases para toda su obra. Una de las más perturbadoras, “La destrucción del padre” (1974), instalación de grandes proporciones revestida de formas orgánicas y sexuales, es una metáfora de la muerte del padre en el seno familiar. En esta obra se hace totalmente física la que fue la mayor obsesión de la artista, en sus propias palabras, “cada día has de abandonar tu pasado o aceptarlo. Si no lo puedes aceptar, te conviertes en escultor.” Esto, más que un rasgo de su trabajo, tomó el carácter de postura vital. La concepción artística de Bourgeois no fue sino terapia; nacía de la necesidad de reelaborar sus vivencias, de dotarlas de un componente material sobre el que analizarlas, reconstruirlas y poder superarlas: “mi escultura me permite revivir el miedo, darle una fisicalidad... El miedo se convierte en una realidad manejable.”

Esta psicosis tan temprana tiene su reconocimiento artístico cuando ya reside en Nueva York, ciudad a la que se trasladó con su marido, Robert Goldwater, en 1937 y en la que permanecería el resto de su vida. Muy pronto, en su serie “Femme-maison” (1945-1947) quedan reflejadas otras constantes esenciales en su trayectoria. La artista representó repetidamente mujeres cuya cabeza había sido reemplazada por una casa, expresión de una íntima noción “la memoria como una forma de arquitectura”, que apila recuerdos para recrear atmósferas personales, y variadamente se reconstruye en distintas asociaciones. Así concibió sus instalaciones, como espacios dedicados a la exposición del síntoma, escenificaciones que posibilitaban literalmente deambular el propio drama. La mencionada “Destrucción…” ya es uno de estos espacios, semejante a un matadero, aunque en ella son más bien las reminiscencias corporales las que sostienen el peso emocional de lo que se revive.

Las referencias antropomórficas son otro de sus modos de arquitectura; el cuerpo se muestra fragmentado, sexualizado o esperpéntico, en pos de expresar una tensión psicológica. En este sentido abrió la veda para toda una generación posterior de artistas, mujeres que trabajaron sobre la emocionalidad femenina, basada en esos aspectos de exorcismo y sexualidad que Bourgeois ya apuntaba a mediados del siglo pasado. En 1982 una retrospectiva de su obra en el MOMA, la primera dedicada a una mujer, la resituaría en una posición preeminente en la oficialidad artística. Sin embargo, cabe apuntar que una reflexión sobre la mujer en un ámbito social no fue motor creativo importante para Bourgeois, sino más una preocupación adyacente. Su trabajo es la pura exteriorización de sus circunstancias vitales y así exploró su feminidad como parte de su identidad en la mayoría de los casos, a partir de la mencionada confrontación primigenia al padre, de forma desgarradora y sádica. A partir de esta muestra fue considerada en algún modo primera figura de este matriarcado de arte feminista.

Su creciente popularidad en los años venideros estuvo avalada por sus obras más monumentales y emotivas. En las “Cells” de la década de los noventa profundizó sobre su concepción de los espacios arquitectónicos de la memoria, diseñando itinerarios contenedores de recuerdos, domésticos o simbólicos, pero siempre atmósferas densas que dejan transpirar su humanidad bajo esa opresión surrealista reiterada. La obra de Bourgeois trasciende lo evocativo hasta un interés aún más fundamental. Aquí su memoria finalmente quedaba al servicio de una comprensión bondadosa de todas las contradicciones que reconocía intrínsecas al ser humano: "Las relaciones entre pasado y futuro, amor y odio, son flexibles, y todo está abierto al cambio, con un lenguaje a la vista". Cada variación responde como instrumento de reconquista para Bourgeois, y al tiempo es una representación universal de esa convivencia. “Arco de histeria”, una de sus celdas, es un caso paradigmático de esa capacidad de recrear una escena entre el horror y el placer sexual con el objeto de subrayar una simbiosis enigmática, si también cotidiana.

Esta exploración vital siempre atada a la retrospección fue el valor en alza de todas sus últimas obras, sostenidas en tres pilares fundamentales: el cuerpo, el espacio arquitectónico y la memoria. Aún en “Maman” (1994), de la que podemos disfrutar permanentemente en los exteriores del Guggenheim de Bilbao, bajo la amenazante apariencia de la araña se esconde una alegoría de la maternidad, ella misma aludía también al espacio de cobijo entre las patas del gran insecto, que vinculaba tanto a los telares de su infancia como a una visión dual de la figura materna. En su carácter residía inalterable esa manera de provocar al espectador a la misma introspección a la que ella misma se sometía, ofreciendo su memoria como detonante necesario. Afirmaba entonces dedicarse al negocio del dolor, "para dar sentido y forma a la frustración y el sufrimiento.” Ahora es la memoria de todos la que debe rendir homenaje a todos sus años de sutil sensibilidad artística.

María Simó es pintora e ilustradora.

Louise Bourgeois, escultora del dolor