martes. 23.04.2024

Durante la Segunda Guerra Mundial el gobierno británico consideró el pintalabios una herramienta al servicio del Estado, para mantener alto el ánimo de la población. No tenía idea de que esto fuera así, la verdad; lo he descubierto leyendo un artículo de prensa, una noche de insomnio, ahora tan frecuente. De manera que Churchill, un político que no parece haber dado jamás puntada sin hilo, declaró los labiales producto de primera necesidad.

No obstante, aquel deber de la belleza se debía a una imagen de lo que significa ser mujer, que se ha transformado mucho desde entonces, al menos en el pensamiento del ámbito europeo

Últimamente se habla mucho en redes sociales de otro producto cuyo orden de prioridad está siendo objeto de debate: los libros. Algunos autores y algunas librerías han entrado en conflicto a cuenta de si deben ser considerados objetos de primera necesidad o no y en juego están las ventas que sostienen no solo a ambos, sino a distribuidoras, editoriales, agentes e imprentas, además de empresas de servicios que a su vez dependen de este sector; y los gastos de mantener en marcha negocios que no facturarían ahora lo suficiente. También la salud está en juego; al fin y al cabo, para vender y comprar libros hace falta respirar.

Los dos objetos, en crisis tan diferentes -por más que desde hace semanas se nos ahogue en esta alegoría militar interminable de la lucha contra el COVID-19- tienen un valor simbólico parecido: el maquillaje uniformiza, enmascara y corrige el foco de la mirada; la lectura, en general, relaja, abstrae, entretiene y así la mirada interior también cambia de foco. Los labios rojos y las historias son una coraza temporal y episódica contra el miedo; la mente hace el viaje que se les ha negado a los pies, los selfies encarnados sustituyen las imágenes de terracitas y avenidas arboladas, en ciudades recién estrenadas por los turistas.

No obstante, aquel deber de la belleza se debía a una imagen de lo que significa ser mujer, que se ha transformado mucho desde entonces, al menos en el pensamiento del ámbito europeo; en la práctica, las cifras de violencia de género, la brecha salarial, lo desparejo en la asunción de tareas y cuidados no permiten ser tan optimistas. A pesar de eso, quiero creer que, aquí y ahora, esa concepción de las mujeres como objetos de consumo y de servicio masculinos (a través del silencio, del trabajo doméstico y del aspecto) y esa idea de una seguridad femenina que radica exclusivamente en la belleza son rechazadas por la mayoría (al menos la mayoría de mujeres) y que declarar los pintalabios artículos de primera necesidad levantaría muchas ampollas.

En aquella situación, el maquillaje era también una careta de normalidad. Si el maquillaje desplaza el foco, el pensamiento crítico desplaza la norma; las palabras se resignifican. Leer es una actividad de primera necesidad. Leer. Ir a una tienda a comprar libros ya me parece otra cosa y no porque piense que las librerías no son los lugares maravillosos que en realidad adoro, no solo por los libros, sino por los encuentros literarios, los cuentacuentos, las recomendaciones, los talleres, los clubs de lectura y todo este entramado de vida cultural que participa de la urdimbre de nuestra capacidad crítica, nuestra felicidad, nuestro ser comunidad. Es que en las librerías hay libreras y libreros, con familias a las que proteger y cuidar; y los libros que se envían necesitan de repartidores, que no brotan del suelo sino que tienen su centro a su vez en sus progenitores, en sus hijos.

Como empresaria de una PYME, comprendo el casi imposible equilibrio entre gasto y facturación de locales abiertos (o incluso cerrados) sin clientela; la precariedad de ser autónomo; la ansiedad de verse obligado a un ERTE cuya prestación se dilata en un tiempo circular y lleno de fantasmas, como si el país entero cupiera en Comala.

Como autora novel, mis prioridades –la vida, aquellos que amo- abrazan la realidad de las librerías cerradas. Han bajado la persiana pero siguen en marcha en los directos de Instagram, en las reseñas de Twitter, en las páginas de los diarios, en el lanzamiento de plataformas desde las que podamos adquirir hoy los libros que recogeremos mañana, cuidando así este sector del comercio y la cultura, que hace barrio y ciudad, como tantas pequeñas empresas.

La sacralización de los libros, de la que también participo como fetichista irredenta, y la liturgia del consumo inmediato a golpe de clic dan como resultado un paradigma muy injusto, agudizado por la pandemia: toda religión exige sacrificios. Haríamos bien, me parece, en nombrar adecuadamente, para que, en este fervor cultural del confinamiento, tanto apetito no nos haga esclavos y verdugos al mismo tiempo. Los libros, como ha manifestado CEGAL, también en prensa, son probablemente esenciales, pero no son artículos de primera necesidad. Si podemos, compremos ahora para seguir leyendo cuando se nos permita besar de nuevo, con o sin carmín.

Yolanda Arias Fernández (autora de Almario en Bala Perdida Editorial)

Libros y carmín