sábado. 20.04.2024
Tocornal3
Antonio Tocornal

Literatura. Acabo de leer una novela magnífica. Breve, delicadamente rotunda, la tercera novela del escritor español Antonio Tocornal es un artificio memorable, una nueva demostración de que las grandes editoriales no publican a todos los escritores notables ni todos los escritores notables tienen el reconocimiento popular, ni siquiera profesional, que sin duda merecen.

Uno escucha voces cuando lee Bajamares. Y Tocornal es tan amable que nos dice cuándo escuchamos una u otra, cuándo es el narrador quien nos habla, o cuándo el protagonista (el guardafaros) o cuándo otro de los personajes (el barquero, que siente pena del farero, que “no me tiene más que a mí”), o cuando… El narrador, sí, porque en Bajamares conviven un narrador y sus personajes. El autor de la novela ha creado un artilugio sobre el tiempo que le despersonaliza a él lo suficiente como para que en ella el narrador no sea el dueño de nuestro viaje hacia un ámbito, pequeño y gigantesco a la vez, en el cual sitios como el Cementerio de los Pies Fríos o el Árbol de las Novias son lugares literarios ya fabulosos para mí, como lo es la isla que los acoge para siempre.

“Vivo en el Roque, la casa del salitre fresco disuelto en el aire y de la flor de sal que es como vida cuajada. No sabría dormir sin el ruido cíclico de los cantos rodados batiendo entre sí cuando las olas se retiran de la playa. En el momento del ensueño, justo antes de dormir o despertar, me los imagino rodando pequeñitos dentro de mi cráneo como una canción de cuna ancestral prehumana, y entonces me viene a la mente la bolsa de canicas que tuve hace tantos, tantos años. Una canción apenas susurrada que es también una inútil medida del tiempo”.

El que ha hablado es el guardafaros, que tiene tanto tiempo que el tiempo no significa nada. (“La huella del tiempo, que todo lo transforma”.) Oigamos ahora la voz del narrador. Brevemente:

“En aquella isla casi nada tenía nombre, ya que el único que podía nombrar las cosas no tenía quien lo escuchase”.

bajamares 2​Una isla, sí, una isla diminuta que alberga un faro (donde se mide el tiempo en mareas). Solos, en el islote, el guardafaros y “su perro con ojos de persona”. Pero no temas, la claustrofobia del lector que querría universos donde leer el mundo los haya(rá) también en el reducido espacio de esta novela y en el reducido espacio en el que transcurre su acción. Porque como toda buena novela, Bajamares no necesita otro espacio que el espacio que es toda una vida. Toda una vida.

Y qué mayor sensación de aventura que preservar, dentro de la botella en que llegó, el mensaje que ha navegado quizás océanos sólo para no dejar que se muestre la Posibilidad (cuyo terreno es el mismo terreno de la ignorancia). Toda Posibilidad. La vida de los seres humanos como el deseo de dominar lo que la existencia tiene en sí misma de Posibilidad. Una posibilidad detrás de otra.

            “Es durante el sueño cuando las posibilidades se abren. […]

De la misma forma, si tuviese que elegir entre las horas de pleamar y las de bajamar, prefiero las bajamares, porque es en esas horas cuando revive la Posibilidad, cuando la muerte acecha y cuando un día, de forma inesperada, puede ser diferente de todos los demás”.

Me enfrenté leyendo Bajamares una vez más a esa pareja que no siempre son un dilema: el oficio y el arte. Porque el oficio de Antonio Tocornal es indudable, pero no es un oficio que se evidencia en sí mismo y en sí mismo fulge como la nada que es un oficio que no sirve para nada… porque en realidad es un arte, es el trabajo laborioso y consciente, consistente también, de un artista. Un artista de las palabras. Un literato.

Al acabar de leer la novela, me ha dado por pensar que las artistas musicales Vainica Doble deberían estar leyendo Bajamares desde su eternidad mágica. (Aunque no cambien su ananás por este limón.)

… Y, al final, “volver al único paraíso posible”.

Cuando el arte resplandece por encima del oficio: Bajamares, de Antonio Tocornal