sábado. 20.04.2024

Leo un libro obligado que me abre las puertas del deleite literario y pienso que se hace de noche y no podré leer en la cama. Hubo un tiempo en el que lo mejor de la literatura se acostaba conmigo en la cama, se adueñaba de las sábanas y los dos jugábamos a descubrir mundos escondidos entre páginas y páginas de pensamientos elevados, impuros, obscenos o simplemente idiotas.

Hoy, la literatura se ha olvidado de la senda que lleva a mi cama: se ha olvidado del transcurrir de las horas de la noche a la luz elevada de la lámpara unitaria y egoísta.


Me vienen a la memoria las maravillosas noches de verano sudoroso y quieto en las que los libros y yo jugábamos a no sudar, esperando el fresco de la amanecida y los ruidos de los pájaros, para caer dormidos tras agotar los últimos sorbos de un epílogo esperado y frustrante que ponía el punto final al disfrute y la vigilia, todo de una sola vez.

Para mis amigos el verano se asocia con mares, playas, montañas, chicas o pandillas: mi verano idílico y rememorado hasta la saciedad de la mentira – me imagino que haría otras cosas, pero ésta se adueñó del modelo – se recrea en un libro inmenso; de esos que superan las 900 páginas, con el que he pasado el día y cuya compañía se prolonga toda la noche hasta la llegada de las primeras luces, claridad que trae el final de la historia y un sueño de hierro hasta el calor del medio día. Eso era verano.


Hoy, cuando la noche me llega en compañía, los usos y costumbres de la pareja han desterrado la luz agresiva de la lectura y las noches ya no llegan acompañadas de los sueños que llenan los libros. Pienso esto mientras leo Mortal y Rosa, justa venganza por lo escrito hace unos días sobre Umbral, y adelanto el deseo de seguir hasta acabar sin pensar en la noche que transcurre acompasada por el desplazamiento de las hojas.


Pienso, mientras escribo, que mi sueño de escritor culminaría al conseguir que alguien se dejara llevar por los enredos que escribo hasta dejar pasar la noche sin más ansia que seguir leyendo. Saber eso, disfrutar de esa certeza, debe ser como saberse bendecido por un don especial que consiste en hacer feliz a la gente durante un rato. Casi nada.

El libro y la cama