martes. 23.04.2024
bazarbazar (2)

Emilio Gavilanes es un escritor cuya obra me fascina. Su escritura, esa literatura suya, ha dado como resultado libros sencillamente brillantes. El último de los cuales, publicado por La Discreta muy recientemente, en este año 2020, se titula Bazar.

De sopetón… llego a un diario que no es tal, que es literatura en estado puro, esa magia que funde tranquilamente la realidad con un espejo hermoso de la propia magia.

Pocos espectáculos de “la naturaleza hay tan bellos y tan simbólicos”, comienza Gavilanes, pero yo sigo esa frase inicial a mi manera…

Pocos espectáculos hay tan bellos y tan simbólicos como la lectura de las palabras ordenadas sobre la verdad limpia de un libro a la manera de Emilio Gavilanes y su escritura perfecta.

bazarEn Bazar, como dice su editor, el también escritor Luis Junco, conviven de una forma desordenada y múltiple todos los mundos de Gavilanes. Porque Bazar es un bazar de textos escritos por uno de los mejores artistas literarios en español que yo haya leído jamás. Es un diario sin tiempo. No lo necesita. No lo necesitamos.

Al resplandor de la página en blanco “acuden las palabras, que revolotean y no tardan en encontrar el orden en el que van a posarse”.

La simpleza de Dios, su belleza; la belleza, que nos destruye; la felicidad infantil; el cósmico ser humano, que no es listo o es tonto, sino que es bueno o malo; la literatura, que “nos salva la vida porque nos da sentido”; la habilidad de los niños, que saben pensar antes de que les enseñe nadie; la inexistencia de Dios, a quien el Bien no necesita. Dios, la belleza, su simpleza, su inexistencia.

“No importa que Dios no exista: importa que creas que Dios existe”.

Por Bazar sabemos que Gavilanes lee a Saramago, escribe pequeños ensayos, pero su libro se lee como un poemario, porque cada uno de sus párrafos necesita la respiración profunda que antecede y sucede a las buenas poesías, a los auténticos versos en este caso salidos del interior de una prosa de una sencilla sofisticación admirable. Gavilanes ve películas de Chávarri, lee la Ilíada, escribe que los sueños nos explican en ocasiones aquello que nos sucede, lee a Carpentier, a Baroja (y sus gilipoyeces, sic), y nos los pone enfrente de nuestra lectura atenta, a nosotros, que, como le pasa a él, según nos relata, no sabemos tampoco lo que significa aquello que nos ocurre. Gavilanes lee a Pessoa, sigue escuchando, y nos lo dice, la “amada voz” de su madre, el magnífico sinsentido que es lo que nos rodea, también “el rumor del agua del río, casi el silencio”.

Gavilanes lee a Salinger, a Cortázar, a Pla, a García Márquez, a Rulfo, a Piglia, a Chéjov, a Updike, a Sánchez Ferlosio, a Delibes, a Baroja (ya lo hemos dicho), reflexiona sobre la poética de un haiku (y en Bazar hay haikus a la manera de Gavilanes), del que nos dice que “puede ser el texto más delicado, sutil, emotivo e inteligente que se puede escribir”. Y vuelve a menudo a su madre, a ese personaje literario tan real que es la madre de Emilio Gavilanes.

“Cuando llega a Lisboa el Tajo va cargado de imágenes de Toledo”.

Y también, de vez en cuando, sabemos algunas cosas por el capitán Brando (¿conoces al capitán Brando?).

El tiempo, que es el arma preferida de los dioses, y algo que el autor de Bazar repite una vez: “sufrir no es bueno, pero haber sufrido sí”. Haber sufrido “te mejora, te hace comprensivo y compasivo”.

En el libro de Gavilanes hay versos de Isabel Escudero; verdades como puños (“lo malo de la propia vida es que sólo es para toda la vida”); su padre llama por el portero automático dentro de un sueño del autor; están algunas de las películas del Oeste favoritas suyas; nos explica cómo hemos de entender algunos de los cuentos que ha escrito.

Porque él escribe con un objetivo, “la emoción estética”. Un objetivo que logra. Conmigo lo logra.

Leyendo este libro “pisamos” el silencio, el silencio creado por el sonido de una campana; nos reconocemos como “bolsas de memoria puestas ahí para recordar el universo”.

                          “¿A qué edad dejas de ser inmortal?”

Me demoro en el cabal disfrute de Bazar, ya digo: tengo que reposar mi lectura, he de dejar descansar esas prosas labradas con la responsabilidad artesana de un escritor profundamente literario.

También Ana y Lucía, las hijas de Emilio Gavilanes y sus sueños, los de ellas, que el narrador de Bazar nos interpreta.

Es una lectura intensa, muy intensa, la de Bazar: uno necesita tiempo, leer es sencillo, considerar el fondo a menudo sublime de lo leído es otro cantar. Lleva tiempo. El tiempo, que es, como todo lo humano, objeto del libro. El tiempo, otra vez. Cuando “las cosas más importantes transcurrían en secreto”.

                          “Es más fugaz la vida humana que el esplendor de una rosa”.

Seguimos sin saber “qué pasa con nuestra conciencia después de morir”. A veces. Tenemos libros que no queremos leer, lo que queremos es “haberlos leído”.

Lo que hay de poesía en los sueños: “lo que siempre está no se ve. Los sueños y la poesía favorecen la vida”.

Gavilanes, que no tiene ideas políticas (“sólo tengo ideas morales”); que alcanzó a conocer “la vida que transcurría al ritmo que marcaban los animales”.

¡“Qué seriedad tienes, Gavilanes”! Así da gusto.

Gavilanes, a quien La Regenta le parece un libro muy malo, falto de calidad; que sabe que nunca somos libres del todo; que los altos ejecutivos “templan sus nervios para que no se les note que intentan vivir a costa de otros”; que nos dice que buscar y leer libros “son dos felicidades distintas” que nada tienen que ver; que se pregunta “quién sueña nuestros sueños, quién los organiza”; que intuye que la geometría fue inventada por la naturaleza a distancia; que aprendió que nuestras almas están compuestas de “haces de sentimientos cambiantes” (el alma, que “va asomando, aflorando, a nuestra cara a medida que envejecemos”)…

Y las críticas cinematográficas, que en Bazar son apasionadas y son certeros aldabonazos literarios, arte en el arte.

Lo bello, todo lo bello “crea su propio canon. No es bello porque se ajuste a un canon. Es bello y crea un canon”.

                          “Las formas lo invaden todo. Incluso la nada”.

Yo no podré olvidar esta lectura, no me hará falta recordar que Bazar fue uno de los libros que leí cuando la pandemia del coronavirus en 2020.

Hasta algún chiste hay en Bazar, como este:

                          “- Te voy a regalar mi último libro de poesía.

                          - A ver si es verdad.

                          - ¿Que te lo voy a regalar o que es poesía?

                          - No: que es el último”.

En Bazar, claro, también hay cuentos magníficos, como el de la monja que era a su vez hija de otra monja y de, tal vez, un ángel. O uno que me atrevo a titular (los textos de Bazar carecen siempre de marbete) ‘No te atormentes más abuela’: temblor. O aquel otro al que llamo ‘El tejado del hotel Ritz’.

Leo en este libro espléndido, los veo, los charcos que en el campo deja el otoño tras su derrota al atardecer en su lucha contra el verano.

La belleza: ¡cómo se puede pasear con indiferencia junto al mar! Y la credibilidad, más que la fe. ¿Será verdad que hay alguien que nos vive? “Ser siempre requiere esfuerzo”: ¡que se lo pregunten a los árboles!

                          “El paraíso hunde sus cimientos en el infierno”.

El orden en el que se posan las palabras: 'Bazar', de Emilio Gavilanes