jueves. 18.04.2024
baen

El tren ha pasado cerca ya de esas casas de un bermellón suave y él sabe que la estación está al llegar. Siente ya Sevilla, la Sevilla que con su primavera preventiva le espera, a él y a la mujer que aguarda ya alzada sobre la pasarela que sobrevuela los andenes de Santa Justa. Se detiene la máquina y él avanza por el pasillo que le posa en el andén, nervioso por la ansiedad pese a que al abrazo, y a los besos y a las primeras caricias les faltan unos minutos que cerrarán el círculo de fuego que le separa y le acerca a ella cada dos semanas. Él ya la ha visto cuando ella aun le busca entre los viajeros. Un instante antes de que el respingo eléctrico de enamorado reconocimiento la convierta a sus ojos una vez más en lo que ya es, una mujer para la eternidad.

Sin aliento. Corre como cada día para hacerse la encontradiza con el chico que la gusta. Baja a toda velocidad, a la mucha que le permiten sus olímpicas piernas de atleta, la calle de su pueblo que va a dar al taller donde él trabaja, y… al pasar a su lado vuelve a repetir una mirada que embelesa al muchacho. ¿Le embelesa? Debió de ejercer alguna atracción en él porque años después, pocos años más tarde, se casaron.

En una Nochevieja festejada con la ingenuidad de los años refugiados en la juventud interminable, él baila, bebe, besa a la chica que llevaba esperando tanto tiempo, los dos creen que el mundo se ha abierto para ellos, que exhibe todas sus gracias para su felicidad. Se equivocan.

Las escaleras mecánicas le suben hacia el abrazo y el beso. Ella vuelve a repetir el mágico gesto que cerró la duda del primer encuentro. La duda no, el asombro, porque no hubo duda en ninguno, más bien en él fascinación por ella y por su efigie y su vestido de color salmón que la hermoseaba y la hacía brillar en medio del gran salón de la estación sevillana.

Siguen citándose en la ciudad de ella, encuentros fieles a la relación que fructifica entre ambos.

El muchacho, algo tiznado por la grasa mal eliminada de sus manos, intenta besarla pero ella no accede, molesta como se encuentra ante la poca delicadeza. O lo que ella ya solo ve como falta de atención, de cariño… Y no duda en plantearle la situación tal y como ya ha decidido, sin vuelta atrás, como todo cuanto afronta, con determinación: no quiero vivir más contigo. No quiero que vivamos juntos.

Ella ha decidido elegirle. Le conoce de los comentarios que deja en esa página de Internet que ambos frecuentan. Y se limita a esperar. Le pide ser su amigo, y él acepta pero no sin antes pedirla que le enseñe la patita. Eso le ha contestado. No sé nada de ti, enséñame la patita. Y ella ya no tiene duda, será suyo. Le da su número de teléfono porque él, que ya ha caído bajo su poderoso influjo, se lo ha pedido…

Hacen el amor. Sábado, me llamo Sábado. Él enloquece cuando la tiene en sus brazos y ella deslinda en su mente lo que es y lo que va a ser, con el esfuerzo necesario. Ambos vivirán juntos pronto.

Las vidas que no tuvieron.

Larache