sábado. 20.04.2024

La línea de meta

NABOR R. DORRONSORO
Este domingo 25 de abril, dejó este mundo a los 82 años el escritor británico Alan Sillitoe, que deja para las estanterías de la Literatura una obra notable, compuesta por más o menos medio centenar de títulos, de los cuales destacan ‘Sábado noche, domingo por la mañana’ (1958) y, sobre todo, ‘La soledad del corredor de fondo’(1959), ambas llevadas al cine.
NUEVATRIBUNA.ES - 26.4.2010
 
Pequeñas, extrañas y, tal vez, irrelevantes coincidencias: dudo que al lector le interese saber que mi escasa nómina de colaboraciones en este medio se reducen a dos, pero el dato no deja de ser tan curioso como válido para introducir a todo lo que sigue. Efectivamente, fue hace aproximadamente tres meses (y tres días, para ser exactos) cuando la muerte de J. D. Salinger sacudió al mundo de la Literatura. La muerte de uno de los más célebres escritores del Siglo XX dio para que miles de periodistas y escritores, muchos de ellos deudos y admiradores confesos de su obra, entre los cuales se incluye quien esto firma, le dedicasen artículos, semblanzas y obituarios, tal vez el único gesto de agradecimiento entusiasta que un escritor puede permitirse en tales circunstancias. Aunque en este caso, muy probablemente, Salinger hubiera agradecido mucho no haber sido noticia y que nadie hubiese movido una sola tecla sobre su muerte.

Este domingo 25 de abril, dejó este mundo a los 82 años el escritor británico Alan Sillitoe, exponente de la literatura realista británica,‘componente’ del grupo de autores etiquetados como Angry Young Men y retratista de la clase trabajadora tras la Segunda Guerra Mundial, en la que tomó parte como telefonista de la Royal AirForce por la que tanto suspiró Faulkner. Sillitoe,quien se consideraba más poeta que novelista, deja para las estanterías de la Literatura una obra notable, compuesta por más o menos medio centenar de títulos, de los cuales destacan ‘Sábado noche, domingo por la mañana’ (1958) y, sobre todo, ‘La soledad del corredor de fondo’(1959), ambas llevadas al cine.

Existen no pocos aspectos que pueden relacionar, como texto literario, a ‘La soledad del corredor de fondo’ y a la novela factótum de Salinger ‘El guardián entre el centeno’. Desde la rebelión catártica adolescente provocada por la crisis de identidad juvenil, que sería a grandes rasgos el eje temático del que tratan ambos textos, hasta el carácter de los protagonistas: tal vez Holden Caufiel parezca a primera vista más sensible a los cambios y a los acontecimientos que su homólogo en ‘La soledad…’, pero una comparativa más exhaustiva entre ambos equilibraría sin lugar a dudas la personalidad y los sentimientos del primero a los de Harry Smith, más trágico, más curtido y más desesperanzado que Holden, pero verdaderamente con un conflicto interior muy parecido.

Como reza el reverso de la sobrecubierta de mi celosamente custodiado ejemplar de ‘La soledad…’ (el libro está descatalogado desde hace tiempo y que no es nada fácil encontrarlo), ‘Harry Smith pierde deliberadamente la carrera a la que le obliga el director del reformatorio. Es el único medio eficaz contra los que están al otro lado del muro’. No creo que al posible (y obligatorio) lector de esta pieza se le deban dar muchas más pistas sobre el argumento. Pero toda evocación de un texto literario provoca el irremediable (y a menudo fatal) deseo del cronista o crítico de recordar aquellos pasajes cuya lectura le ha enseñado algo, ha tenido relevancia para sus experiencias en la vida o, simple y llanamente, le ha provocado un especial deleite. En el caso que nos ocupa, son varias, aunque cabe destacar la imagen del espigado joven corriendo campo a través (‘porque correr ha sido algo que en nuestra familia se ha hecho mucho, en especial correr para escapar de la policía’), sintiéndose ‘como el primero y el último hombre de la tierra, los dos a la vez’, explicándole al lector que no aprovecharía su entrenamiento por el bosque para escapar del reformatorio, primero, porque ‘los bastardos que están por encima de nosotros no son tan tontos como parecen la mayor parte del tiempo; y después, yo tampoco soy tan tonto como parecería si tratara de largarme durante mi carrera de fondo, porque eso de esconderse para que luego le agarren a uno no es más que un juego de idiotas, y a mí no me va’.

La Literatura no está hecha por sus autores; en ninguna medida por el éxito mediante el cual los lectores han encumbrado tal o cual obra, y menos que nadie por los críticos. La Literatura la han hecho, la hacen y la harán los buenos personajes. Desde Don Quijote hasta el coronel Aureliano Buendía, pasando por Lady McBeth, la Bovary, Anna Karenina, Miss Dalloway. Incluso uno de mis personajes favoritos, Kashtanka, era un chucho de color canela. Personajes, en definitiva, que sobreviven en el imaginario colectivo de una manera mucho más fuerte a la que sobreviven los autores, y así es como ha de ser. La tarea de un escritor únicamente consiste en crear buenos personajes y dejar que ellos, llegados a un punto, tomen el mando de la narración; bien es cierto que esa partida conlleva un trabajo, extenuante y placentero, el génesis de toda escritura; y que para llevarlo a cabo es necesario medir, las más de las ocasiones, un sinfín de factores, internos y externos en relación al texto, que siempre han de ir supeditados a unos parámetros o códigos de honestidad respecto del escritor con su obra, que es lo único que legitima el fin último de la creación artística: su propósito de ser algo bello, aunque detrás esconda muchas cosas más, también necesarias y complementarias a esa belleza. A propósito de la honestidad, el protagonista de ‘La soledad…’ dice lo siguiente: ‘Parece raro, pero es verdad, pues yo sé lo que para mí significa ser honrado y él sólo sabe lo que significa para él. Creo que mi honradez es la única que hay en el mundo, y él cree que la única que hay en el mundo es la suya. Por eso se han inventado esta casa tan grande y tan asquerosa rodeada de muros y vallas en medio de ninguna parte, para meter a los chavales como yo. Pero si el que tuviera un látigo en la mano fuera yo, […]los pondría delante de un paredón y terminaría con ellos, lo mismo que ellos habrían hecho con los tipos como yo hace muchos años; es decir, lo habrían hecho si supieran lo que significa ser honrado, cosa que no saben ni sabrán, así que Dios me ayude’.
 
De modo que, si los buenos libros han de medirse por la complejidad de sus personajes, ‘La soledad…’ es un libro extraordinario. Un relato en el que, a nada que el lector curioso se detenga,podrá ver mucho más allá que la soledad del corredor durante la carrera de fondo campo a través: es la soledad de toda una vida, con todas sus glorias y sus miserias. Una narración muy amena, conmovedora (y magistral, con episodios como aquel en que el narrador explica por qué está en el reformatorio y cómo fue descubierto, cuando pensó ‘que lo mejor sería seguir hablando aunque sabía que ya no iba a servirme de mucho’), tan divertida como desgarradora, en ocasiones directa, en ocasiones alegórica; teñida de un futuro trágico y pesimista, pero un futuro al que aferrarse cuando la idiosincrasia misma de la palabra implica la promesa de una esperanza y por más que esa esperanza sea la materialización de una derrota pactada antes de librarse. Una derrota, en este caso, pactada consigo mismo, a modo de venganza, y que transgrede más allá de los muros del reformatorio: como un lamento que se escucha más allá de la línea de meta; más allá del horizonte de la vida, de los bordes del corazón mismo.
 
Nabor Raposo - Escritor.

La línea de meta