sábado. 20.04.2024
NUEVATRIBUNA.ES - 12.3.2010

Cuando tenía 12 años, la que era mi profesora de literatura nos dio a leer El camino. Que me agarrara por dentro a mí, que siempre fui niño de libros, no es extraño; pero mis compañeros, todos y cada uno de ellos, empezaron el libro con la reticencia habitual que tiene un niño por lo obligatorio, y lo terminaron con el amor de un adolescente por quien sienten como igual. Vimos más cercano a Delibes, que podía ser nuestro bisabuelo, que a nuestros hermanos, nuestros profesores, nuestros padres. Ésa es una de las grandezas de este escritor gigante: que se ha disuelto en su obra (en ese "claro de luna" que decía Rilke), que supo ser el Mochuelo, el Moñigo y el Tiñoso, pero también Carmen y Mario, y Azarín y Cipriano Salcedo y tantos otros. Delibes consiguió el sueño de todo escritor con vocación de persistencia: no existir, ser sus personajes, la emoción que provocan en sus lectores. Delibes era más de todos que de sí mismo, lo que convierte al mundo en un lugar un poquito mejor.

Unos años más tarde, la misma profesora de literatura me dio a leer El hereje. Pasé un par de noches casi sin dormir, hipnotizado por la historia, hasta que llegué a la última página. Es éste uno de esos libros que uno querría que no terminaran nunca. Descubrí la gran verdad que hay en la frase de José de Vasconcelos: "un buen libro, como un viaje, se empieza con ilusión y se termina con melancolía". Recuerdo que en esos meses, gracias a este libro y a otro pequeño puñado de maravillas literarias, descubrí que yo quería, alguna vez, contar así una historia; que no me bastaba con escribir, sino que quería ser escritor. La auténtica literatura es siempre un cambio de agujas en la vida de sus lectores: la obra de Delibes ha descarrilado muchas certezas.

Miguel Delibes escribía con palabras humildes, pero quien se enfrenta a su obra sabe desde la primera frase que está ante algo hecho para la eternidad: Delibes levantaba alhambras de oro con frases de ladrillo. Como sin querer, su prosa tranquila y reflexiva, casi barojiana, se te va subiendo a los ojos y se te queda a vivir detrás, en la zona oscura donde están nuestro yo, nuestros recuerdos. Sus personajes son, igual que sus palabras, gente humilde, tan llena de miserias como de grandeza y dignidad (no hay más que conocer al bueno de Azarías en Los santos inocentes). También nos sirve de ejemplo la del difunto Mario de Cinco horas con Mario, que aguanta durante una larga noche a la insoportable de su mujer sin resucitar sólo para mandarla a paseo. Son, en cualquier caso, personajes vivos, más vivos y reales que mucha de la gente de que sale de casa todos los días a comprar el pan, trabajar y fingir que viven. Tampoco podemos olvidar el irrompible compromiso moral que mostró durante toda su vida, tanto en lo personal al exponerse al ataque de la censura franquista, como en lo literario, al apostar siempre claramente por el débil, por el pobre, por el manso. La obra de Delibes rezuma vida auténtica, a veces inocente y a veces cruel, en ocasiones vibrante y otras pausada, pero siempre latiendo, siempre sangrando.

"No deseo más tiempo: doy mi vida por vivida", dijo don Miguel en una entrevista hace un par de años. No me extraña. A todos los premios que se pueden ganar y merecen ganarse de este país puede sumar su asiento en la RAE, su eterna candidatura al Nobel, su enorme obra literaria, su prestigio como periodista y hasta dibujante (el Max del decano El Norte de Castilla). Pero todo eso no vale nada al lado del respeto y el cariño que sus miles de lectores le han profesado, del recuerdo entrañable de quienes le vemos como un abuelo al que nunca conocimos, del hueco que se ha ganado en la eternidad (que, espero, sea cómodo, tranquilo y con vistas al monte, como a él le habría gustado).

Ayer, definitivamente, dio su vida por vivida, se bebió de golpe el infinito y se marchó. Hasta siempre, don Miguel.

Antonio Santo, editor de nuevatribuna.es, es escritor y músico.

La literatura española se queda muda