jueves. 28.03.2024

La furia meteorológica del huracán Sandy compite estos días en Nueva York con el implacable vendaval de las malas noticias que, como nos recuerda Naomi Klein, pone de manifiesto la interesada inclinación por la catástrofe del capitalismo real. Una lógica apocalíptica que explica el entusiasmo con que los informativos reciben la llegada de la catástrofe rutinaria, la dosis diaria de sufrimiento  en estado puro, sin necesidad de ocultar para explicar la desgracia ningún acuerdo de algún consejo de administración. Es así como los cuatro elementos naturales se transforman en estrellas mediáticas: la tierra, mortífero fango capaz de engullir barriadas enteras; el agua, agigantada en un tsunami hambriento de paupérrimas aldeas; el aire, irrumpiendo con el aliento letal de los ciclones. Y por encima de todos: el fuego. Ígneo elemento sagrado, llama purificadora que calcina las abigarradas favelas de São Paulo bajo la atenta mirada de los agentes inmobiliarios.

Tal vez, esta irresistible atracción que despierta el fuego fue la que llevo a Antonio Manfredi, responsable del napolitano Museo de Arte Contemporáneo de Casoria, a elegir precisamente este elemento para reducir a cenizas una pintura del francés Séverine Bourguignon.  Protestaba  así por los recortes de las ayudas públicas, y la extravagante historia de este hombre que quemaba los fondos de su museo logró hacerse un hueco entra las curiosidades mediáticas de la crisis. Era la desesperación de la Europa del sur condenada a purgar con fuego su irresponsable hedonismo, frente al pragmatismo luterano encarnado por Ángela Merkel, a quien el propio Manfredi suplicaba asilo cultural en una carta. O al menos esa era la metafórica visión que se quiso trasladar a las audiencias.

Porque, en realidad, lo que Antonio Manfredi pretendía era promover una revolución cultural, una Guerra del Arte como respuesta a las desigualdades sociales y culturales provocadas por el mercado, denunciar la precarización de la vida o la transformación del hecho artístico en un mero plan de merchandising que reduce la vivencia cultural a una lucrativa propuesta de museo Ikea.  Obviamente, su notoriedad duró poco y ninguno de sus manifiestos fue recogido por la prensa. La oportuna fugacidad de los titulares arrastró  el activismo artístico de Manfredi  por los torbellinos de la prima de riesgo, los debates entre Barak Obama y Mitt Roney, el juicio a la Pantoja, los desvaríos del rey o la última ocurrencia de José Ignacio Wert.

Por eso tampoco estos días ningún periódico recoge entre sus informaciones la curiosa inversión de protagonistas que se ha producido en esta historia. Y es que desde el 26 de octubre el pequeño museo de Manfredi se ha convertido en refugio para un grupo de creadores  alemanes empujados al exilio. Se trata del colectivo que impulsaba en pleno corazón de Berlín la pequeña galería Tacheles, hasta que el pasado  septiembre el espacio  fue clausurado. Su ausencia será ocupada por un centro comercial.

Fue, sin duda, un episodio intranscendente para merecer la atención de los informativos, demasiado ocupados en encontrar la aparatosa toma de un volcán en erupción que sustituya las imágenes de la última inundación que sucedió al anterior incendio. Tal vez por ello, mientras los jefes de informativos siguen pendiente del último parte meteorológico, fuera de cámara los brókeres más aventureros sacan lustre a sus tablas de surf para disfrutar con las olas de una crisis concebida a la medida de sus necesidades, hecha con  los perfiles precisos de una tormenta perfecta.

La guerra del arte frente a la tormenta perfecta