viernes. 19.04.2024

En el viejo y parcheado Hispano Suiza iban los 6, padre y madre delante, los cuatro chicos en el cajón trasero.

En un tiempo el coche tuvo un sillón, que quizás fuese incluso de piel, y que desapareció con el tiempo y por la necesidad de tener un sitio para transportar mercancías. 

La niña iba entre las piernas del mayor, los ocho o quizás nueve años, la hubiera permitido ir sobre el tablón como los chicos, pero el ser niña la convertía en un ser inferior capaz de golpearse en cualquier curva del polvoriento y pedregoso camino. ¡Era ese tiempo!

-Nos quedan unos cuantos kilómetros y llegamos a la casilla de los camineros y allí pararemos, cenaremos y pasaremos la noche. Informó el conductor.

-    Pero tú crees que no es demasiado violento llegar seis a una casa y con cuatro niños. Inquirió la mujer.

-    Ellos tienen ocho y huerto y pollos... Dijo riéndose. -Donde caben 10 caben 16.

-    ¿Estás seguro que nos esperan?

-    Si, seguro.Se lo dije la última vez que pasé por aquí volviendo de Madrid. La otra vez que le lleve víveres a mi hermana. ¡Que hambre pasan!¡Pobres! Como está maldita guerra dure mucho a alguno de los nuestros se lo llevará por delante como a tantos.Sino son las bombas, será el hambre.

¿Pobres?¿Hambre?

No sabía que él hambre de verdad vendría después. En aquel momento y durante mucho tiempo todos se acostumbraron a que el afán de la mañana era llegar a la noche y en la cama no tener demasiado frío para poder soñar que llegaría la mañana.

-Después de aquella curva está la casilla.

- ¿La casilla?  En una caseta no vamos a caber tantos.

-    Se les llama casilla, una casilla de peón caminero; los que tapan los agujeros de los caminos, es una casa pequeña, pero casa. No como la nuestra.

-    ¡La nuestra! ¿Dónde estará la nuestra?Las bombas no habrán dejado de ella nada. En fin, la salud es lo que importa, decía mi madre, y si tenemos para comer lo demás importa poco.

Entre una cosa y otra llegaron a la puerta de la casilla y dejo el auto en una pequeña explanada. En la puerta había un hombre de unos cuarenta años aunque su pequeña estatura y la vestimenta negra con la boina en la cabeza le hacía más mayor. Vieron al hombre volver su cabeza hacia la puerta y dar una voz. Al instante salió una mujer morena, de estatura media,con un barreño en un costado y un niño agarrado de la cintura en el otro. Los dos se dirigieron hacia los recién llegados y los visitantes observaron que la mujer con el niño cojeaba ostensiblemente, llevando una bota de esas que intentaban corregir los pies zambos.

Se saludaron con el distante afecto que lo hacen los desconocidos y la cojita les invitó a entrar en la casa en el momento que un tropel de niñas y niños de diferentes edades y vestimentas salían de la casa. Era difícil creer que en un sitio pudieran vivir tantos.

Los chicos recién llegados se quedaron frente a frente con sus anfitriones y se recorrieron miradas de reconocimiento, como esperando la aceptación de la otra parte. La formación se rompió y arrastraron de los tres mozalbetes y de la niña hacia dentro de la casa no sin cierta algarabía que se trasladó de la calle al patio trasero.

Los hombres se liaron un cigarrillo con algo que dudosamente era tabaco y una mujer cogió a la otra el niño con la soltura de la que ha sido madre varías veces.

-He preparado unas tortillas para cenar. Gracias a Dios patatas y huevos no faltan, eso y leche de momento tenemos. No crea señora, no mucho más y gracias al huerto que mi marido tiene ahí detrás y que nos permite dar de comer a los ocho ¡no mucho pero no falta! Eso y garbanzos que traemos de mi pueblo. Nos vinimos aquí cuando abrieron las carreteras de esta zona y la Diputación Provincial nos ofreció la casilla y cuatro pesetas al día. ¡Una miseria!si por lo menos fueran las seis que dan a los camioneros del Ministerio.

Antes mi hombre era panadero, pero aquello tampoco nos daba mucho más, aunque.por lo menos. teníamos pan caliente. Si no nos hubiéramos cargado de hijos… pero a este hombre, con lo que le gusta juntar los ombligos,salgo a uno al año, ocho entre los que tengo y los que no nacieron.

Aquella mujer no dejaba de hablar, daba la sensación de que con el caminero hablaba poco. La recién llegada era de esas mujeres que hablan lo justo y siempre después de escuchar a su interlocutor para saber ...

-    Encima esta maldita guerra en la que no ganará nadie y perderemos todos, si antes nose nos lleva por delante.En el pueblo se oye que están habiendo muchas atrocidades. ¡Unos y otros Señora! Yo le pido a Dios que no nos pase nada, pero esto es vivir cada minuto con el miedo en el cuerpo. Cuando “este” me dijo que venían a pasar la noche me dejo temblando, solo sentí alivio cuando por fin soltó su “tranquila mujer” si es una familia con unos chicos como los nuestros que regresan de la ciudad de ver a los suyos que ya llevan más de dos años sin verlos.Vamos, desde que se hicieron refugiados y se vinieron para la Sierra.

-    Efectivamente -le dijo la otra mujer, que la cortó para darse un respiro pues más callado no significa no meter baza- venimos de ver a mi familia y a la de mi marido. La de él está mejor pues están refugiados en los sótanos del Congreso y allí los muros son gordos y las bombas les respetan. La mía está peor.Viven en un barrio donde a las casas no les hace falta que los obuses les den…¡se caen solas!

-    Mi hermano trabaja en el metro y allí pasan el día.Lo peor es el hambre que pasan, sin nada que llevarse a la boca y además cuando salen a trabajar o a buscar comida no saben si volverán. Por ello hemos ido, para que los chicos vieran a la familia y llevarles algo de comer. No sé qué es peor… ojos que no ven ...

Cenaron las tortillas con una hogaza de pan entre las risas de los chicos que parecía que se conocían de siempre.Cuando anocheció los anfitriones tiraron de los forasteros - venir, vamos, subamos.Los más mayoresse encaramaron al tejado. El caminero gritó a su hija mayor con rotundidad “ todos no, el techo se puede hundir, pesáis mucho”. Así dejaron que fueran los visitantes los que subieran al tejado con alguna de las mayores de la casa.

No habían pasado unos instantes cuando los aviones empezaron a pasar sobre sus cabezas y tras unos minutos,en el resplandor del anochecer, se les veía con nitidez dejar caer su carga mortífera sobre la capital. Los chicos inmóviles miraban el espectáculo con los ojos como platos. Las explosiones se oían en la lejanía como una tormenta lejana pero progresivamente las columnas de fuego y humo iban llenando el escenario.  Pasado un rato los aviones hicieron su vuelo de vuelta y eso provocó que todos bajaran del altillo y fueran ocupando los jergones que habían preparado las hijas mayores del caminero que, como el hijo mayor de la otra familia, estaban abandonado la pubertad.

Una vez acostada, y aparentemente dormida la chiquillería, los padres se pusieron entorno a la mesa.La anfitriona sirvió unas tazas de achicoria, ¡o vete a saber que! con leche que degustaron como el mejor café tomado en Recoletos. Los visitantes no dejaron de trasladar la angustia que traían de la ciudad después haber estado allí unos días que les parecieron unas horas por la intensidad que significaba estar con la familia después de tanto; aunqueuna eternidad por el miedoa las bombas que dejaban hombres, mujeres y niños muertos por las calles, heridos sin posibilidad de ser atendidos.Los subterráneos estaban saturados para aquellos que tenían la suerte de térnelos cerca y dispuestos a pasarse allí horas. Lo peor, aquellos que pensaban ser invulnerables a los mortíferos proyectiles.

A los ocupantes de la casa se les veía felices, a pesar de lo trágico de lo que contaban, para ellos tener visitantes era una alegría, sobre todo para ella que vivía en la eterna soledad de sus criaturas. Otra mujer era como un acto de normalidad a los que no estaba acostumbrada.

El peón caminero confesó que algunas noches recibían visitas frugales de tipos que pasaban de un bando a otro, él les daba cobijo durante la noche y al alba los acompañaba a llegar cerca de “los suyos”.  -No les pido nada por ello, ni a unos y ni a los otros, lo único que quieren es salvar sus vidas. -Siempre algo cae- añadió - pero no es lo que busco, tan sólo, si cuando está locura termine, se acuerdan de mí, bienvenido sea.

A pesar de que lo único que les alumbraba era un candil de aceite maloliente de tanto uso y los rescoldos de una lumbre baja que ardía lánguida después de haber consumido los burrajos, decidieron dar por terminada la jornada no fuera que la tranquilidad de los dieciséis se viera rota por la llegada de una partida de milicianos o de requetes, pues ¡tanto monta monta tanto!

Al alba el gallo cantó en el patio.A lo lejos, las luces de la ciudad se habían apagado y sólo quedan algunos hilos de humo que iban hacia el cielo de los edificios. Los cuatro adultos lo contemplaron en la entrada, junto al quicio de la puerta pensando, sin decir nada, lo afortunados que eran pues ellos veían la muerte desde la distancia.

Una vez que toda la tropa estuvo en pie entre un tremendo griterío y haber festejado el encuentro con un tazón de leche y pan frito se despidieron entre besos llenos de moscos y lágrimas.

-    Cuando vuelva a ir a la ciudad pasaré por aquí.

-    Ni lo dudé, nos gustara verle. Fue la respuesta.

-    Y si viene acompañado mejor que mejor. Añadió la cojita a la que la luz de la mañana deja ver un bellísimo rostro y una buena figura, nada que ver la facha destartalada del caminero que sin uniforme toma la apariencia de los gañanes de la zona.

El auto tomó la senda para adentrarse en la sierra serpenteando en un sin fin de curvas. Los brazos desde la ventanilla y desde el frontispicio de la casa se agitaron con fuerza en el firme pensamiento de todos que quizás nunca más sus caminos se cruzarían.

Aquella guerra terminó … y todos los que la sobrevivieron pensaron que con su fin todo lo triste quedaba atrás, sin pensar que todo es caminar a veces dejando baches en el sendero que rellenoscon grava creemos, equivocados, no habrá más botes inesperados.

Habría pasado una década.

Una dura e infame década, al miedo de la guerra le sustituyó otro. Al hambre más hambre, quizás peor pues parecía que no tenía esperanza.  Los cuatro niños que llegaron a la casillla aquel atardecer se habían convertido en jóvenes que intentaban, con dificultad, encontrar un destino pero que mientras tanto vivían la vida como les habían enseñado día a día.

El padre había muerto hacía unos años.La casa perdida; el esfuerzo por levantarla de nuevo y sobre todo los sueños rotos, solo combatidos con tardes interminables de sesión doble de cine y pipas para matar él hambre, habían hecho que un buen día su cabeza estallara. Aquel hombre, lo que si dejó fue huella en sus hijos pues les había hecho que sintieran sus vivencias como propias.Este es un extraño don que solo consiguen padres y madres, no todos.

En una tarde de tedio estival sentados en la puerta de la casa familiar que, bajo la batuta de su progenitor, habían rehecho con desechos dejados por los edificios derrumbados en aquellos bombardeos, los dos hijos medianos se concitaron en que el próximo domingo, único día libre de la semana, tomarían el andadillo e irían a ver que había sido del peón caminero y su familia. Se lo dijeron al hermano mayor, pero este declinó la invitación, el próximo domingo le correspondía traje y no iba a perder la oportunidad. Traje, pues los tres hermanos tenían la inmensa fortuna de tener una percha parecida y por riguroso orden se lo intercambiaban para poder ir a bailar.

Madrugaron el domingo y pertrechados de unos bocadillos de sardinas y de una bota de vino iniciaron el camino hacia la sierra, los dos guardaron en sus bolsillos una peseta para poder regresar, si se terciaba, en el autobús.

Cuando llegaron a la casilla esta estaba cerrada y deshabitada. Comprendieron que, aunque el asfalto no era bueno, hacía ya innecesaria la labor del caminero. Desandaron sus pasos y preguntaron en el pueblo por él. Les condujeron al nuevo hogar de la familia donde los recibió un bullicio que debía ser permanente.

No era ficticia la alegría de recibir a aquellos dos jóvenes a los cuales nadie identificaba con los niños que pasaron una noche en la casilla. ¡Quien iba a pensarlo! repetía insistente la mayor de las hermanas que había heredado el bello rostro de la madre y la poca estatura del padre. En un instante habían situado frente a ellos unos grandes vasos de leche fresca y bollos calientes.

Las cinco chicas se habían convertido en espléndidas y bellas jóvenes que agasajaban, a la par que aturrullaban, a los inesperados visitantes. En pocos minutos les pusieron al día de los últimos diez años. La muerte de la madre al no resistir un nuevo embarazo;infructuosamente esperaron durante dos días para que el médico llegara a atenderla. De como de los vencedores ninguno recordó que su padre les salvó la vida y de los perdedores nunca más se supo.

Llegada la tarde se despidieron y esta vez los saludos de manos fueron sustituidos por cariñosos besos, rostros manchados de carmín y una mezcla de colonia fresca con perfume barato.

A los dos hermanos no les quedó otra que invertir en el autobús de vuelta.La noche se les había echado encima. Ninguno despegó los labios, repararon en que llevaban el bocadillo de sardinas en el bolsillo y con el mismo silencio comenzaron a comérselo, tan solo intercambiaron palabra para reclamarse la bota de vino. La cual había quedado en una silla de la casa del caminero.

Un par de semanas después sonó el timbre de su casa, como tenían costumbre abrieron la ventana del primer piso para ver quién era. La madre volvió la cabeza para el interior diciendo - No sé quién es. Es una joven vestida de domingo y algo que parece una bota de vino en las manos. Uno de los chicos dio un salto de la silla y bajo las escaleras como una exhalación. Abrió la puerta, besó a la joven y la invitó a entrar. No recordó donde había leído algo así como “cuando algo termina algo empieza, lo importante es estar”. Tal vez se lo oyó a su padre que lo habría oído en alguna película. Agarró la mano de la joven y tiró de ella emocionado escaleras arriba...y radiante anuncio a su madre quien era la visita, pero a partir de ahí ya se inició otra  historia. 

La casilla del caminero