sábado. 20.04.2024

La bella y la estufa

Enrique Esteve | NT | 10.12.2010
El frío invernal ha llegado trayendo con él la rebelión electrodoméstica a mi hogar. Los primeros copos de nieve de la temporada me obligaron el otro día a desempolvar mi ropa de abrigo más pesada. A punto de engalanarme con uno de mis jerseys favoritos, reparé en la considerable mancha que lo adornaba, así que decidí meterlo a lavar.

nuevatribuna.es | 10.12.2010

Al rato de iniciar la colada la cocina estaba inundada por el agua que salía a borbotones de la lavadora. Interrumpí el lavado y me puse a achicar agua con un barreño no sin antes resbalarme y darme de bruces contra el suelo. Una vez controlado mi pequeño ‘tsunami’ me dispuse a colgar la ropa en el tendedero del patio, pero en vista del aguanieve que estaba cayendo, recurrí a un brillante plan B: poner algunas de las prendas encima de la estufa del salón para que se secaran lo antes posible mientras hacía tiempo viendo en el ordenador un capítulo de Mad Men, la serie más vintage de la televisión sobre un grupo de publicistas en la Nueva York de los 60.

No pasó mucho tiempo hasta que empecé a ver a Betty Draper, la lobotomizada esposa de Don D., el protagonista de la serie, envuelta en una inquietante neblina a imagen y semejanza de la torturada Doris Day de Un grito en la niebla, hito del cine camp y del glorioso subgénero de ‘señoras a las que sus maridos quieren volver locas para que las declaren incapacitadas y quedarse con su herencia’. Qué curioso, pensé. ¿A qué puede deberse esa repentina bruma en casa de los Draper? ¿Humo procedente del horno? ¿Acaso una tarta de manzana chamuscándose ante la indiferencia de la ‘stepford wife’ por antonomasia Betty D.? No way. En efecto, algo olía a quemado, pero en mi casa. Y no se trataba de una tarta de manzana, sino de mi jersey recién lavado. Corrí hacia la estufa y retiré las prendas colocadas sobre ella. La mancha de mi jersey había dado paso a un bonito agujero. Para reponerme del disgusto volví a la cocina con intención de hacerme algo de comer. Abrí la nevera y al hacerlo un hedor me indicó que ésta había dejado de funcionar presumiblemente el día anterior, echando a perder mis escasos víveres. Magullado, sin ropa y sin nada que llevarme a la boca, no me quedaba más que alimentarme de Chevrolets y New Look de Dior , de modo que seguí viendo nuevos capítulos de Mad Men

Avatar suburbano de la mismísima Grace Kelly

A medida que me iba adentrando en los recovecos del personaje de Betty Draper, avatar suburbano de la mismísima Grace Kelly y reflejo cristalino de algunos de los múltiples daños colaterales del ‘american dream’ encarnado por su exitoso marido, mi mas que justificada ira hacia la especie electrodoméstica iba remitiendo poco a poco. Mientras el resto de protagonistas de la serie, ya sean hombres o mujeres, disponen de un trabajo ‘cool’ en Manhattan, Betty pasa los días en su chalé de los suburbios consagrada al fogón y a sus hijos pero, ante todo, a la contemplación del humo que exhala lánguidamente cada vez que se toma un descanso para fumar un cigarrillo en un acto de sorda rebelión contra su anodina existencia.

Fumo, luego existo

Lejos de entregarse a los placeres de la nicotina con gracia y despreocupación, la rigidez con la que sostiene sus cigarros delata lo impostado de su hábito fumador. Hábito que poco o nada tiene de goce sino de estrategia de supervivencia: ‘fumo, luego existo’, podría perfectamente decir Betty en un alarde filosófico cartesiano. A pesar de su juventud, belleza y elegancia, lo cierto es que Mrs. Draper es invisible para muchos, entre ellos su marido que, a pesar de quererla, parece no encontrar en ella lo que realmente necesita. Quizás porque ni siquiera él mismo sabe aún qué es. Pero por suerte para Betty, sus tribulaciones de ama de casa desesperada no pasan inadvertidas para todo el mundo.

Una calurosa tarde de verano recibe la visita de un vendedor de aparatos de aire acondicionado a domicilio. El vendedor, aunque bien parecido, no posee ni de lejos el atractivo ni la presencia de Don Draper, lo que no impide que Mrs. Draper, sola y necesitada de atenciones mientras su marido retoza con amantes varias en la ciudad, fantasee con su inesperado invitado. No obstante, su moral impide a Betty seguir sus instintos y satisfacer sus necesidades con un extraño, de modo que cuando el vendedor se marcha, recurre a las tareas del hogar para alienarse y apartar de su mente pensamientos oscuros. Al día siguiente, en el transcurso de una colada, la lavadora comienza a vibrar con fuerza desplazándose de su sitio. Atraída por la inusitada furia del electrodoméstico, Betty se acerca a él y lo empuja contra la pared con la intención de devolverlo a su posición habitual. Al hacerlo descubre lo placentero de las vibraciones que emite y, si bien al principio duda por unos instantes si dejarse llevar, finalmente termina por entregarse de lleno a los placeres del centrifugado al son de “Agua de beber” de Astrud Gilberto.

Poco tiempo después Betty va a ver a su ginecólogo. Erguida e inmóvil como una estatua, impecablemente vestida con un traje gris de falda abombada, espera sola sentada en una camilla de la consulta a que llegue el doctor. Tras unos instantes éste entra en la habitación disculpándose por el frío que hace, la razón del cual es que su mujer se ha llevado la estufa al piso de arriba. A continuación procede a darle a su paciente una inesperada noticia: a la luz de los análisis que acaba de consultar, en nueve meses la familia Draper se verá incrementada por un nuevo vástago. El momento no puede ser peor: hace poco que Betty ha descubierto las infidelidades de su marido, le ha echado de casa y se plantea seriamente pedir el divorcio. El espejo en el que contemplaba su aparentemente perfecta existencia se ha roto en mil pedazos distorsionando su reflejo hasta volverlo irreconocible incluso para ella misma. Sin abandonar su habitual hieratismo, Betty le dice al doctor que no puede tener un bebé. Él le responde que existen otras opciones, opciones a las que, sin embargo, una mujer joven, casada y de buena posición como ella no tiene necesidad alguna de recurrir. Betty permanece en silencio. Trata de sonreír. Entonces el doctor, seguro de haberla convencido de tomar la decisión correcta, le pide que se vaya desvistiendo para examinarla mientras él sube al piso de arriba a cogerle prestada la estufa a su mujer. Hace demasiado frío. Betty se queda sola de nuevo, inmóvil, la suntuosa falda de su vestido desparramándose por la camilla. Al cabo de unos segundos se levanta, coge su gabardina del perchero y abandona la consulta dejando la puerta abierta.

Esa misma noche Betty decide salir sola de noche por Manhattan. En un bar un hombre la invita a una copa desde el otro extremo de la barra. Cuando al rato se le acerca en busca de su recompensa, Betty le despacha displicente. Poco después se levanta de su asiento para ir al baño. Una vez en el pasillo de los servicios, hace tiempo hasta encontrarse con el hombre, que no ha tardado en adivinar el juego de la ‘frosty blonde’ y la ha seguido con intención de hacerla suya lo antes posible. La pareja acaba copulando furtivamente en un despacho próximo a los servicios y, finalizado el acto, Betty sale del cuarto recomponiéndose dignamente el traje como si nada hubiera sucedido. Al llegar a casa de madrugada, se dirige a la cocina, abre el frigorífico e, iluminada tan solo por la cálida luz procedente de éste, coge un muslo de pollo y da cuenta de él con fruición mientras su mirada se pierde lentamente en el vacío.

Una lavadora capaz de suplir la falta de atenciones de un marido ausente; una estufa atenta a proporcionar a una desconsolada paciente un momento de soledad para reflexionar sobre sus verdaderos deseos y necesidades sin que nadie la interrumpa diciéndole lo que tiene que hacer; o un frigorífico listo para saciar el hambre repentina de una mujer agotada tras haberse liberado al fin de sus cadenas teniendo sexo con un desconocido, son algunos de los integrantes de la corte de inefables electrodomésticos que, al igual que hicieran con la ‘bella’ los muebles encantados de La bella y la bestia, ayudan a Betty Draper a sobrellevar su cautiva existencia.

Tras toda una noche enganchado a la segunda temporada de Mad Men, llegué a la conclusión de que si lavadoras, estufas y neveras pueden llegar a ser tan consideradas con Mrs. Draper, el hecho de que conmigo sean tan sumamente cabronas tenía que significar algo. Quizás que yo no necesito su ayuda sino que me espoleen, lo suficiente como para que salga de mi sopor y me de cuenta de las bondades del invierno, de lo que me rodea. De todo lo que está por llegar.

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La bella y la estufa