viernes. 26.04.2024
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Con prólogo del gran especialista en el franquismo y la Guerra Civil Ángel Viñas, el historiador Juan Carlos Losada publicó en 2020 El ogro patriótico. Los militares contra el pueblo de la España del siglo XX.

Vayamos a los comienzos de la pasada centuria. España, principios del siglo XX:

“Ante la crisis de los partidos dinásticos que se disolvían en rencillas internas, el deterioro económico, el auge del descontento social y de las huelgas, la irrupción de los nacionalismos periféricos y el pistolerismo, el Ejército aparecía cada vez más como el único garante de orden y estabilidad para los conservadores y, por supuesto, para la monarquía. Podría ser inútil para una guerra moderna pero muy eficiente para ejercer el control social. Además del apoyo real, de sus crecientes atribuciones en orden público y en represión de las huelgas, tenía una red de cuarteles por toda España que facilitaba las tareas de vigilancia, control y despliegue. Eran 220 las localidades con guarnición militar, a las que hay que sumar los 2500 puestos de la Guardia Civil y los 1500 de carabineros, sin contar con las existentes en África”. 

Sirva también esta larga cita para mostrar el tono historiográfico (literario también, claro) del libro de Losada. Un libro que pretende demostrar que el constante intervencionismo del Ejército español estuvo durante prácticamente todo el siglo XX al servicio de cuantos pretendieron impedir la democracia: contra el pueblo español.

Desde 1910 hasta 1936

finales de la década de 1910, la sociedad española, que vivía alborotada por tantos disturbios crecientes, comprobaba “cómo se había militarizado progresivamente tanto en el orden público como en la justicia y en el mundo asociativo”. Lo normal en aquellos tiempos eran los Estados de excepción y las suspensiones de las garantías constitucionales, además, los presupuestos de los ministerios de la Guerra y Gobernación, desde 1919, no dejaban de aumentar. Y así es cómo el autor considera inevitable la llegada de la inminente dictadura militar:

“La política en España pivotaba cada vez más sobre el Ejército, que parecía el único sostén en una sociedad que parecía descomponerse en los campos social y político. Todo llamaba a un golpe militar en que el Ejército sería la solución a todos los males que amenazaban España”.

Aquellos eran los tiempos de la guerra de África, tengámoslo en cuenta, por supuesto.

“Durante toda la guerra de Marruecos, los militares fueron forjando una mentalidad de dureza, de intransigencia, basada en vencer a toda costa sin importar escrúpulos, que se fue convirtiendo en un elemento permanente de su mentalidad. Una guerra primitiva, con poco desarrollo tecnológico, en donde primaba la acometividad suicida, la entrega, el heroísmo abnegado y por supuesto el exterminio del enemigo. La guerra al moro sin cuartel era fácil trasladarla luego al enemigo interior, fuese separatista o revolucionario. Eso ayuda a explicar la terrible dureza con la que años después se iniciaría la guerra civil. Todo el conflicto rifeño no hizo, aparte de las grandes tragedias humanas, más que enfrentar cada vez más al Ejército y la sociedad civil, rompiendo cualquier posible entendimiento”.

llegamos a septiembre de 1923, cuando “casi nadie se opuso al golpe de estado protagonizado por Primo de Rivera”. Aunque sí a su dictadura, si bien poco. Una dictadura militar, por supuesto. Tras el predominio incontestable de la peculiar cultura castrense española de la edad contemporánea, que duró siete años, más la pequeña coda de dos gobiernos inanes de transición también presididos por militares pero más propios de la ya periclitada Restauración, era la hora de la república, de la II República. 1931.

“Porque la República heredó, en palabras del militar e historiador Gabriel Cardona, ‘un orgulloso y disconforme conjunto de funcionarios armados marcados por ocho años de gobierno militar, veinticinco de la Ley de Jurisdicciones y un siglo largo de pronunciamientos’. El Ejército no estaba dispuesto ni preparado para aceptar de golpe la sumisión ante el poder civil, ni para abdicar de todos sus principios reaccionarios y sus hábitos intervencionistas que, a pesar de la cierta penetración del republicanismo en sus filas, en su mayoría conservaban”.

Todas las medidas de la reforma militar que Manuel Azaña llevó a cabo para socavar el poderío castrense “estaban basadas en la supremacía del poder civil y de los ciudadanos y chocaban frontalmente con la 3mentalidad retrógrada mayoritaria en la milicia, que veía con repulsión cómo un intelectual, un civil elevado a la Jefatura del Gobierno y al Ministerio de la Guerra, les rompía toda su escala de valores y los obligaba a obedecer”. 


Las palabras de la (definitiva) democracia española


Por si fuera un asunto de poca monta el radical enfrentamiento entre la línea medular del sistema republicano y las pretensiones de supremacía del poder militar, “octubre de 1934 y, concretamente, Asturias, echó en manos del golpismo derechista a muchos militares que hasta ese momento se mostraban escépticos a participar en aventuras intervencionistas. Habían comprobado, y se les jaleaba así desde la derecha, que ellos eran la única solución ante la amenaza revolucionaria y de nuevo, aún en mayor medida que en el pasado, resurgió la fractura social entre militares y civiles”.

Guerra Civil y franquismo

Durante la Guerra Civil que dio comienzo en 1936, en la zona dominada por los sublevados todo el poder quedó en manos militares. La rebelión que había dado lugar al conflicto fue “consecuencia lógica del pensamiento ya consolidado en el primer tercio de la centuria y que veía lógico salvar a España de los peligros a los que la creían expuesta: sobre todo, había calado en jefes y oficiales, muchos de ellos asustados por los aires revolucionarios y fogueados en las guerras de Marruecos, entre los generales había menos entusiasmo pues entre los motivos que les llevaron al golpe también hubo factores personales e intereses o garantías de índole económica”. 

Ni que decir tiene que durante el resultante franquismo, el poder militar campó a sus anchas si bien como elemento fundamental, que no único y preferente, del nuevo régimen dictatorial, de pretensiones totalitarias y siempre autoritario, afinadamente castrense. 

“El Ejército intervino en política durante el franquismo de un modo y en unas dimensiones no vistos nunca antes en el siglo xx”.

Su intervencionismo fue el producto de una guerra civil, por supuesto, en la cual “los militares fueron el elemento clave de la victoria”, formó “parte de la vida cotidiana del régimen y estuvo perfectamente institucionalizado”. La violencia explícita y cruel de la guerra y de la inmediata posguerra fue seguida del ejercicio del poder que acarreaba aquella Victoria, de manera que “las Fuerzas Armadas de Franco se convirtieron en vigilantes, tutoras, ideólogas, censoras y represoras del conjunto de la sociedad civil”, controlándolo todo, especialmente durante la primera mitad del régimen.


El sufrimiento amable de Celia Elena Gálvez Fortún durante la Guerra Civil


Aunque durante la guerra todo el poder en el territorio sublevado quedó en manos militares y fue el propio Ejército el que levantó el nuevo Estado, proporcionando personal político y siendo una de las principales fuentes ideológicas del régimen, ese intervencionismo fue siempre controlado y limitado por Franco, que no permitió nunca a las Fuerzas Armadas cuestionar sus decisiones políticas ni sus gobiernos, de tal manera que el régimen franquista no fue un régimen simplemente militarista, dado que el dictador jugó siempre a los equilibrios entre las diferentes familias políticas que habían ganado la guerra. 

“El franquismo por consiguiente no fue un régimen militarista en su conjunto y totalidad, pero sí hubo una fuerte corriente militarista que trabajó a través de diversos canales para imponer sus tesis en la política general al resto de familias políticas y hacerlas hegemónicas en el régimen y en la sociedad”.

La Transición: las Fuerzas Armadas contra la democracia

El historiador Losada está especialmente interesado en mostrar (y demostrar) que durante once años, los transcurridos tras la muerte de Franco, los políticos (sic) no hicieron nada por evitar que el intervencionismo militar siguiera marcando la pauta ante determinados asuntos de la vida política española. Por eso dedica a ese periodo tan corto de solo tres lustros más de un tercio de un libro donde se analiza todo un siglo.

“El problema más importante de la nueva democracia era adaptar al Ejército, lograr que este aceptase la democracia y renunciase a su papel político, a sus funciones, y alejarlo de la mentalidad que había forjado y aplicado durante cuarenta años. Este era el reto de los partidos políticos democráticos, fuesen de trayectoria claramente opositora o de la misma UCD. También de las restantes fuerzas, más o menos evolucionadas, del franquismo”.

Eran los tiempos de lo que dio en llamarse ruptura pactada

“El problema militar era entonces el gran obstáculo, el mayor de todos, con el que era preciso lidiar para lograr alcanzar una democracia consolidada sin que condicionara todo el proceso de democratización de España. ¿Cómo lograr que los militares casi todos franquistas hasta la médula aceptasen la democracia y permanecieran leales a ella? ¿Cómo obligarles a obedecer a un régimen democrático que iba en contra de sus convicciones más íntimas?”

El autor de El ogro patriótico, que considera que Adolfo Suárez dimitió para tratar de anular el golpe de Estado que ya se sospechaba y que daría en ser aquel fallido del 23 de febrero de 1981, que juzga más que explica, recalca algo de una forma cansina, a mi modo de ver: la mano ancha de la democracia con el Ejército y sus díscolos franquistas hasta fechas muy alejadas de la proclamación constitucional. Losada considera que la Transición fue “el resultado de un pacto entre las élites (la opositora y la gobernante)”. Sic y resic. Y dedica páginas y páginas a probar que, antes y después del 23-F, “la cobardía de los políticos había favorecido a los golpistas”, que hicieron de su capa un sayo mientras tenía lugar la realidad política española durante toda la Transición.


Los estados de excepción bajo el franquismo: aquellos toques de queda


En 1983, el conspiracionismo golpista desapareció ya casi por completo. Gobernaba el PSOE y en octubre de aquel año el ministro de Defensa Narcís Serra “por fin introdujo reformas de calado”, privando “de base legal y estructural a la reclamación de autonomía militar, quedando la cadena de mando ligada al poder ejecutivo”. Un año más tarde, se reformó “integralmente la justicia militar, adecuándola definitivamente a la Constitución, por lo que a partir de ese momento, por ejemplo, los delitos de rebelión militar pasarían a juzgarse por la jurisdicción ordinaria”. Pero, como insiste Losada, “los involucionistas no abandonaron del todo”. Pero, de pronto, leemos en El ogro patriótico que…

“Los militares iban aceptando lentamente la democracia del todo porque comprobaban que era irreversible por el contexto social y económico de España y Europa. En segundo lugar, porque vieron que la democracia les trataba mejor materialmente que el franquismo, en el que a cambio de sobredosis de ideología, la pobreza y la miseria imperaban en todos los aspectos. En tercero, porque comprobaron que sus círculos de amistades, de familia, de conocidos, también se alejaban de la nostalgia de Franco, dejando al dictador en un simple recuerdo sentimental ligado a sus experiencias personales”. 

Este proceso de adaptación estuvo muy influido por el ingreso de España en dos organizaciones internacionales de primer orden: la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y la Comunidad Económica Europa (CEE, futura Unión Europea).

El fin del problema militar en España

Ese es el título del epílogo de este libro. 

“Hoy los militares son unos funcionarios más del Estado que obedecen la ley”. 

La Ley Orgánica 9/2011, de 27 de julio, de derechos y deberes de los miembros de las Fuerzas Armadas, impulsada por la entonces ministra socialista de Defensa Carme Chacón, reconoció el derecho de los militares a asociarse libremente y estableció la igualdad entre los sexos, culminando así la plena integración de aquéllos en el marco constitucional: “según esta legislación, a los militares se les permite el derecho de asociación, pero se les exige la neutralidad política y sindical y se les limita la libertad de expresión, reunión y manifestación en temas políticos; lo mismo que en el resto de Estados democráticos”. De tal manera que Juan Carlos Losada puede por fin escribir que “la transición democrática en el terreno militar culminó positivamente”, algo que en buena medida fue mérito de aquellos militares de la Unión Militar Democrática (UMD), perseguidos durante tantos años por sus compañeros reaccionarios e involucionistas, pero también lo fue de la monarquía y la prensa, “y, quizá, en menor medida, de las fuerzas políticas”. 

El ogro patriótico se cierra con el siguiente párrafo, un resumen concluyente (y ajeno al afán de un historiador comprensivo) de este siglo XX castrense español:

“Ciertamente, Alfonso XIII y, sobre todo, el general Francisco Franco se revolverían en su tumba porque hicieron todo lo contrario y su legado por fin ha acabado en la alcantarilla de la historia de España: por suerte, ya son un mal recuerdo del pasado”. 

Juan Carlos Losada y el ogro patriótico