martes. 19.03.2024
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Interior de la librería madrileña Ocho y Medio.

Leo con asiduidad los artículos de Javier Marías en El País Semanal más con la curiosidad por los asuntos que aborda que con la de la búsqueda de contenidos estrictamente literarios. A través de esos textos, muchas veces polémicos, Marías se ha construido un perfil de enfant terrible del mundo cultural (y político) basado en ciertos desdenes que unas veces se asientan en la crítica genérica al Estado, y a los políticos, y otras en la descalificación de ciertos movimientos sociales que cuestionan algunas tradiciones hispanas: pienso en el feminismo, en el ecologismo, en la versión española del movimiento Me Too, en la llamada “cultura oficial”. Marías suele situarse en el pedestal, es el ciudadano inmaculado que observa el mundo tras haber sido vacunado contra cualquier debilidad y se apresura a sentar cátedra. Unas veces en positivo. Otras, con la descalificación poco documentada y basada en lugares comunes.

El pasado 7 de junio dedicó su columna a los “ministros inexistentes” de cultura con el foco puesto en el actual Rodríguez Uribes aludiendo a tres aspectos de la vida cultural de los últimos meses, con dos de los cuales, por diversas razones, he tenido algún grado de relación. El primero fue el rechazo del dominio público de las obras literarias, calificándolo como “confiscación a los 70 años de la muerte de sus creadores”. El segundo, una descalificación global del ministro a propósito, de un lado, de las decisiones adoptadas en relación con el supuesto comportamiento del tenor Plácido Domingo con distintas mujeres, y de otro, de las “ayudas ridículas” al sector del libro para hacer frente a la pandemia junto a la alusión al supuesto desprecio hacia la cultura del propio ministro. Me llamó la atención, a este respecto, la saña, equiparable a la que a veces se suele leer en artículos de insignes tertulianos, casi siempre ajenos al mundo literario, con que se expresó en el artículo. Hay en él una afirmación que destaca por su tono poco amable, casi insultante: “Estas semanas” –escribía Marías– “debería haberse celebrado la Feria del Libro del Retiro. Es de suponer que Uribes y los demás estarán encantados de que se haya suspendido: se han zafado del tremendo engorro de aparecer por allí algún día para fingir que les interesa la literatura”. Es obvio que Marías no ha tenido interés alguno en conocer la biografía del ministro, que opina desde la convención y el lugar común y que establece un juicio de intenciones inaceptable. Él sabrá. Pero más allá de la cita, vayamos a algunas de las ideas que transmite en el artículo.

Solemos elogiar la llamada excepción cultural de algunos países europeos, especialmente de Francia, pero nos resistimos a buscar fórmulas de excepción en el tratamiento de las “herencias literarias”

La primera atañe a su condena del dominio público, al que llama confiscación. De todos es sabido que esa figura supone una “entrega a la sociedad” de creaciones artísticas (literarias para el caso que nos ocupa) producto del trabajo de autores con nombre y apellidos. Ese debate, que en España asomó a los medios hace un par de años con motivo de las sanciones a escritores que habían compatibilizado pensión y derechos de autor entre 2011 y 2014, es una asignatura pendiente de la cultura europea y un debate sin concluir. Ante la “enmienda a la totalidad” de Marías, ¿qué procedería hacer? ¿Suprimir el dominio público y aplicar a un bien cultural como la obra literaria la legislación que regula las herencias de inmuebles y otros bienes materiales y sólo reconocer en los herederos, no siempre interesados en la literatura y en el valor de la cultura, la posibilidad de explotar y difundir las obras o de relegarlas al olvido? No creo que sea lo más razonable. A mi juicio, es necesario buscar una solución distinta a la que se aplica de manera general a las herencias. Se trataría de no poner obstáculos a la publicación de obras en dominio público con la condición de beneficiar, mediante un mínimo gravamen por ejemplar vendido de cada obra, al colectivo de autores creando un fondo que atienda las necesidades de escritores y traductores, especialmente después de la jubilación, en una sociedad que tiende a olvidarlos y arrinconarlos (conozco casos especialmente dramáticos) teniendo en cuenta que son muy pocos los que logran un patrimonio solvente para afrontar esa etapa de la vida. Es, ciertamente, un asunto polémico y discutible, jurídicamente complejo, pero probablemente sea una solución razonable, a medio camino entre el dominio público puro y duro y la restitución de los derechos de los autores fallecidos a sus herederos sin plazo alguno de prescripción. Solemos elogiar la llamada excepción cultural de algunos países europeos, especialmente de Francia, pero nos resistimos a buscar fórmulas de excepción en el tratamiento de las “herencias literarias”. La literatura es un bien inmaterial que enriquece la convivencia, ahonda en los valores democráticos y conforma el patrimonio cultural de un país y de una lengua. Y es una excepción en relación con el resto de los bienes que debe ser tratada como tal.

Es poco habitual que un autor defienda al ministro de cultura. Casi va con el título o la profesión ponerlo a parir. Sin embargo, creo que los debates hay que abordarlos con un mínimo de rigor

En lo que se refiere al caso Plácido Domingo no creo que quepa demasiado debate. Se trata de un ámbito en el que sobran los paños calientes y los eufemismos. La decisión ministerial no podía ser otra salvo que hubiera optado por un catálogo de excusas y atenuantes que no habrían sino rodeado de sombras la posible opción por el mantenimiento de sus contratos: la imagen del Auditorio de Salzsburgo ovacionando al tenor dando por buenas sus alusiones al contexto social y cultural en que se produjeron los acosos no fue de lo más edificante. La decisión del ministro fue solo cuestionada desde foros tradicionalmente recelosos de cualquier legislación que avance en la igualdad y apunte caminos que rompan el techo de cristal. Las disculpas del propio afectado, reconociendo lo inadecuado de su comportamiento, aportan algo más que pistas.

Y queda el asunto de las “ayudas ridículas” del ministerio al sector cultural. Vaya por delante que comparto buena parte de las críticas del sector por lo limitado de estas. Sin embargo, no creo que sean ridículas. Menos aún si tenemos en cuenta nuestro Producto Interior Bruto. Hubo, es cierto, confusión en los primeros momentos, tras la declaración del estado de alarma, por el uso por parte del ministro de una cita de Orson Welles que algunos medios reprodujeron incompleta. “Primero va la vida y luego, el cine”, destacaron algunos medios. Pero olvidaron la segunda parte de la cita: “pero la vida, sin cine y sin cultura, tiene poco sentido y es poco humana”. No era difícil de entender su sentido teniendo en cuenta que aquellos días en España se estaba produciendo la muerte diaria de un promedio de 500 personas por la Covid 19, pero una parte de la industria cultural se centró en la primera frase obviando la segunda. En paralelo (algo que fue escasamente publicitado) se estaba desarrollando un proceso de diálogo, de recogida de propuestas de las entidades profesionales que se tradujo en un paquete de medidas articulado de manera escalonada en las semanas posteriores. Participé, junto a otros representantes de asociaciones del sector del libro, en tres vídeo-reuniones con el equipo del ministro. También tuve la oportunidad de intercambiar impresiones con no pocos autores (y de polemizar en las redes sociales) y conocer las ayudas que se han dado en otros países europeos. Teniendo en cuenta el principio de que para la cultura cualquier ayuda siempre será insuficientes dada la situación de partida, creo que el paquete aprobado en España (66 millones de euros para todo el sector cultural, de ellos algo más de 6 millones para el libro) es comparable al de otros países europeos, incluso superior al de países como Francia (22 millones para toda la industria cultural, 5 para el libro) o Alemania, tal y como se refleja en el informe-encuesta publicado por el Consejo Europeo de Escritores (EWC) el pasado 6 de junio. Sólo desde el desconocimiento se puede hablar de “ayudas ridículas”. Y hago esa afirmación sin tener en cuenta los más de 6.000 creadores literarios (datos de finales de abril) y traductores, cotizantes a la seguridad social como autónomos, que han visto cubierta una buena parte de su pérdida de ingresos a través de las ayudas aprobadas en el programa general de actuación del gobierno ni la puesta en marcha de la prestación por desempleo específica para los artistas. Sin contar tampoco con los casi 800 millones de euros en créditos blandos para todo el sector cultural. Reitero que todo ello es insuficiente, que la cultura precisa mucho más tras la devastación de la pandemia, pero son datos que ponen de relieve un esfuerzo sin precedentes que no podemos pasar por alto.

El paquete de medidas aprobado en España  es comparable al de otros países europeos, incluso superior al de países como Francia o Alemania

Es poco habitual que los escritores entremos en debates sobre nuestro oficio y sobre la situación del sector cultural, algo nada saludable, por cierto (por aquello de que si no lo haces tú lo harán otros por ti), y es también excepción que se cuente con la opinión de los escritores en los foros que abordan la situación y la perspectiva de la industria del libro. Es también poco habitual que un autor defienda al ministro de cultura. Casi va con el título o la profesión ponerlo a parir. Sin embargo, creo que los debates hay que abordarlos con un mínimo de rigor (criticamos los populismos pero no ponemos nuestros textos frente a su espejo) para no generar ficción en vez de análisis, para no caer en el lugar común y en la demagogia y para evitar la tentación del pedestal. En mi modesta opinión, sólo la relación permanente entre las organizaciones profesionales del sector y las administraciones públicas, comenzando por el ministerio, promoviendo un pacto por la cultura que implique, además, a las comunidades autónomas y ayuntamientos, puede ayudar a ello. No hay otra: sobre todo si valoramos el tormentoso tiempo que se avecina en la economía y que tenemos por delante el desarrollo y la concreción de una conquista histórica para el mundo de la cultura: el Estatuto del Artista. Una norma que no ha caído del cielo, por cierto.

Javier Marías, los ministros inexistentes y el pedestal