jueves. 28.03.2024
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El moderno y bullicioso Londres de los años 60.

Visitas guiadas por el barrio londinense de Whitechapel. Varias revistas periódicas consagradas al caso. Decenas de libros, películas y series. Centenares de ociosos investigadores dedicados aún hoy a tratar de averiguar su identidad: el caso de Jack the Ripper, el célebre y temido Destripador, continúa siendo sin duda alguna la piedra Roseta de la Criminología, el asesinato serial por excelencia. Pero lo que muy poca gente sabe es que, ochenta años después y en la misma ciudad, otro anónimo asesino, de métodos y maneras muy similares a los de su antecesor, iba de nuevo a sembrar el terror en la boyante metrópolis. Alguien a quien la prensa del momento, debido a su modus operandi, –sus víctimas eran halladas desnudas o semidesnudas– bautizó con el nombre de Jack the Stripper.


La prostituta Gwynneth Rees, una de las víctimas

Londres, finales de 1963. Superada la austeridad inmediatamente posterior a la Segunda Guerra Mundial que dominó la década de los 50, la ciudad es ahora un hervidero de moda y hedonismo, de liberación sexual, de oferta artística y fenómeno Beatle: es la época dorada del Swinging London. Jóvenes de todos los rincones del Reino Unido acuden en masa a la capital, ávidos de descubrir y experimentar el cúmulo de placeres que aquel crisol de culturas ofrecía. Pero nunca fue fácil: tras la aparente fachada de la prosperidad, crecía a la par un Londres de bajos fondos, de droga y barrios pobres, y, cómo no, de prostitución: muchas de las jóvenes británicas que se trasladaron a Londres huyendo de la mediocridad de sus pequeñas ciudades terminaron cayendo en un entramado de alcohol y desempleo que las obligó a vender sus cuerpos para sustentarse.


La prostituta Hannah Tailford, una de las víctimas

Gwynneth Rees, de 22 años, corta de estatura y procedente del sur de Gales, era una de ellas. Como tantas otras, había llegado a Londres en busca de una vida más glamurosa y  estimulante, pero la realidad fue bien distinta: acabó cayendo en la telaraña de la prostitución callejera, víctima de chulos violentos y caseros corruptos. La noche del 29 de septiembre de 1963, como todas las noches, Rees subió al coche de un supuesto cliente. Nunca más se la vio con vida: el 8 de noviembre su cuerpo, desnudo salvo por unas medias de nailon, fue hallado en un basurero a la orilla del Támesis, en el barrio de Chiswick, oeste de Londres. La autopsia determinó que Rees había sido estrangulada, y algunos de sus dientes le habían sido arrancados; asimismo, el estudio forense del cadáver determinó que, en el momento de su muerte, Rees padecía de enfermedades venéreas. Cuando la policía investigó el crimen, llegó a la conclusión de que había estado embarazada durante el verano anterior a su asesinato, y que, antes de su desaparición, había entrado en contacto con un médico abortista ilegal. Si bien se llegó a pensar que Rees pudiera haber fallecido durante la operación, y que la persona o personas implicadas en el acto podrían tener un gran interés en deshacerse de ella, ¿por qué estrangularla? ¿Para qué abandonarla en un lugar público, donde a todas luces acabaría por ser descubierta? Estaba claro: se trataba de un crimen en toda regla.


El ministro británico de Defensa John Profumo, entrando a su juicio

Las autoridades inglesas, en cualquier caso, no se implicaron con contundencia en la investigación del asesinato: a pesar del innegable progreso que Inglaterra experimentaba, las prostitutas seguían siendo consideradas ciudadanas de segunda, y un asunto como este, relacionado por lo general con vendettas personales, solía caer rápidamente en el olvido. Pero, apenas tres meses después, la situación iba a tomar un cariz completamente diferente: el 2 de febrero de 1964, en las inmediaciones del puente Hammersmith, fue hallado el cadáver de Hannah Tailford, una prostituta de 30 años procedente de Northumberland, norte de Inglaterra. Al igual que Rees, era de baja estatura, sufría de enfermedades de transmisión sexual y había fallecido por estrangulamiento; también le habían arrancado varios dientes y apenas un par de medias le salvaban de la desnudez absoluta. Tailford, conocida en los bajos fondos de la capital por su actitud irreverente y su amplio historial de borracheras, solía vanagloriarse de haber participado en numerosas orgías en casa de varios miembros de la alta sociedad londinense; incluso solía contar que, en una ocasión, y tras ser trasladada en limusina hasta una lujosa residencia, un hombre disfrazado de gorila mantuvo relaciones sexuales con ella mientras un nutrido y exaltado grupo de hombres elegantemente vestidos presenciaba la grotesca escena.


La prostituta Irene Lockwood, una de las víctimas

Hay que tener en cuenta que, por aquellas fechas, la sociedad y la política británica todavía estaban afectadas por las revelaciones del Escándalo Profumo: apenas un año antes se supo que John Profumo, ministro de Defensa durante el gobierno del conservador Harold McMillan, había tenido un fugaz romance extramatrimonial con la joven bailarina Christine Keeler, quien, al parecer, mantenía relaciones con el diplomático y presunto espía soviético Yevgeny Ivanov. En plena Guerra Fría, la actitud de Profumo fue considerada de alto riesgo para la seguridad nacional, al mismo tiempo que dejaba entrever las miserias y los vicios de una clase política a la que la sociedad, ingenuamente, atribuía una mayor altura moral. El Escándalo Profumo, más allá del caso puntual del ministro que le dio nombre, reveló oscuras conexiones entre el mundo del poder y el de la prostitución, relaciones que, tangencialmente, salpicaban a Tailford. Por ello, y vista la aparente facilidad con la que aireaba en los pubs sus encuentros clandestinos con miembros de la high society, la policía llegó a sospechar que quizá alguna persona poderosa hubiera decidido retirarla de la circulación: sin embargo, tras muchos interrogatorios, no se obtuvo ninguna pista clara que apuntara en dicha dirección.


La prostituta Helen Barthelemy, una de las víctimas


Miembros de Scotland Yard, ante el hallazgo del cuerpo de Barthelemy

En todo caso, las similitudes entre ambos crímenes –el modus operandi, la localización del cuerpo, el tipo de víctima– no pasaron desapercibidas para la policía: era evidente que ambos crímenes tenían demasiado en común como para no pensar en la huella de un único responsable. Además, se supo que cinco años atrás, el 17 de junio de 1959, el cadáver de la prostituta de veinte años Elizabeth Figg había sido encontrado en el barrio de Chiswick, su pequeño cuerpo semidesnudo apoyado en un sauce, un buen número de arañazos en su garganta: había sido estrangulada. Algunos medios de comunicación, ansiosos de primicias, alertaron de la posible existencia de un reincidente y peligroso maníaco; la policía, por su parte, también empezó a considerar que tras esos tres horrendos crímenes acechaba la sombra de un siniestro y escurridizo asesino en serie. Hipótesis que ganó credibilidad apenas dos meses después: el 8 de abril de 1964, de nuevo en la orilla del Támesis y no muy lejos del lugar donde Hannah Tailford había sido descubierta, apareció el cuerpo sin vida de la joven prostituta de 26 años Irene Lockwood. Al igual que el resto de las víctimas, había sido estrangulada y desnudada; también compartía con ellas su escasa estatura y un pasado repleto de enfermedades venéreas.


La prostituta Frances Brown, una de las víctimas

Algo muy extraño sucedió dos semanas después: el conserje del club de tenis de Holland Park, un ex soldado de 57 años llamado Kenneth Archibald, sospechoso tras haberse encontrado una tarjeta con sus datos personales en la habitación de Lockwood, confesó el asesinato. Tras negar incluso conocerla en una primera declaración, acabo por relatar que había acabado con la vida de Lockwood tras una discusión sobre asuntos de dinero. “Supongo que me puse furioso y coloqué mis manos alrededor de su garganta. Después la desnudé y la arrastré hasta el río. Cogí sus ropas, las traje a mi casa y las quemé”. Pero pronto la policía comenzó a dudar de las inconsistentes declaraciones de Archibald; asimismo se comprobó que era imposible que hubiera tenido relación alguna con las muertes de Figg, Rees o Tailford. En el juicio, celebrado en el mes de junio del mismo año, Archibald se declaró inocente, alegando que estaba borracho y deprimido en el momento de la falsa confesión: la verdadera identidad de Jack the Stripper continuaba siendo un absoluto misterio.


La prostituta Bridget O´Hara, una de las víctimas

El 24 abril de 1964, apenas tres días después del sorprendente testimonio de Archibald, un quinto cuerpo apareció en un callejón del barrio de Brentford, a solo dos kilómetros de Chiswick: el de la joven de 22 años Helen Barthelemy, originaria de la ciudad costera de Blackpool, noroeste de Inglaterra. Y de nuevo con algunas características comunes: baja estatura, enfermedades de transmisión sexual, estrangulación y desnudez; al igual que las cuatro mujeres anteriores, sin ningún signo de violación. Pero esta vez la autopsia del cuerpo reveló nuevos datos: en la piel de Barthelemy se hallaron microscópicas manchas de diferentes colores. Tras ser cuidadosamente analizadas, pudo saberse que se trataba del mismo tipo de tinta que la utilizada en talleres de pintura automática de coches, muebles u objetos metálicos: los detectives concluyeron que el cuerpo había sido ocultado en algún almacén al que sólo el asesino tenía acceso. Una pista más sobre la que investigar.


El sospechoso Mungo Ireland, poco antes de su suicidio

Scotland Yard se movilizó en la busca y captura de Jack the Stripper: decenas de almacenes fueron registrados; las zonas en las que habían aparecido los cinco cuerpos fueron dotadas de mayor presencia policial. De poco sirvió: tras una tregua de casi tres meses, a las cinco de la mañana del 14 de julio, la escocesa Mary Flemming, de treinta años, fue hallada muerta en una tranquila calle residencial del barrio de Chiswick, a buen seguro la zona más vigilada de todo el Reino Unido en aquella altura. A diferencia de las víctimas anteriores, había sido golpeada violentamente en el corazón. Pero nuevamente los forenses descubrieron enigmáticas y minúsculas motas de pintura repartidas por su cuerpo. Varios vecinos de la zona manifestaron haber escuchado el ruido de un vehículo abandonando la escena del crimen escasos minutos antes de que el cuerpo fuera descubierto: el asesino, en esta ocasión, se había escapado por los pelos.

Vista la impunidad con la que el asesino actuaba, las prostitutas decidieron armarse con navajas y hacer la calle en parejas para poder vigilar mutuamente tanto sus movimientos como a los hombres con los que entablaban contacto. La noche del 23 de octubre de 1964, la joven de Edimburgo Frances Brown y su amiga Kim Taylor rondaban las calles en busca de posibles clientes. En un determinado momento, dos coches se aproximaron: Taylor y Brown entraron cada una en un vehículo, no sin antes echar un rápido vistazo al aspecto físico del cliente de su amiga y al modelo del coche en cuestión. Pero el día siguiente Brown no regresó a su habitual zona de trabajo. La policía, tras la declaración de Taylor, –que afirmó que el coche en el que Brown había subido era un Ford Zephyr o un Ford Zodiac–, apenas fue capaz de obtener un vago retrato robot del supuesto asesino. Tras un mes de infructuosa búsqueda, el 25 de noviembre, en una pequeña calle del distrito londinense de Kensington, fue encontrado el cadáver de Frances Brown, de quien se supo posteriormente que había estado relacionada judicialmente con el Escándalo Profumo. No hubo ninguna duda de que la estela de Jack the Stripper estaba detrás de este séptimo asesinato: la escasa estatura de la chica, el hecho de que estuviera desnuda y la presencia de los lunares de tinta coloreada salpicando su cuerpo así lo indicaban.


El boxeador Freddie Mills, uno de los sospechosos

Y de este modo, víctima tras víctima, se llegó hasta 1965 –más de un año después del asesinato de Gwynneth Rees– sin ningún sospechoso al que seguir la huella. De ahí que nadie se sorprendiera cuando, el 16 de febrero, el cuerpo sin vida de la prostituta irlandesa de 28 años Bridget O´Hara fue encontrado en un polígono industrial del barrio de Acton. El jefe de la brigada de homicidios de Scotland Yard, el Superintendente John Du Rose, desesperado, tomó personalmente las riendas del caso: duplicó el número de refuerzos policiales, mandó registrar todos los vehículos de dudosa apariencia y, toda vez que el cuerpo de O´Hara presentaba igualmente briznas de color, decidió que se inspeccionasen concienzudamente todos los talleres, rincones y escondites posibles en un entorno de 30 kilómetros cuadrados. Finalmente, la búsqueda dio sus frutos: la policía encontró muestras de pintura de similares propiedades químicas en un gran transformador de tensión cubierto en las inmediaciones del Heron Trading Estate, el mismo polígono industrial en el que O´Hara había sido hallada. Además, el cuerpo de O´Hara mostraba signos de haber sido almacenado en un lugar de elevada temperatura, cerca de alguna fuente térmica de alta intensidad, lo que encajaba perfectamente con el hallazgo del transformador de tensión: el Superintendente Du Rose estaba convencido de que la guarida de Jack the Stripper había sido por fin descubierta.

Scotland Yard interrogó a más de 7000 trabajadores del polígono industrial; Du Rose, por su parte, compareció ante los medios para afirmar que se había conseguido reducir la lista de sospechosos a tres, y que en breve Jack the Stripper sería detenido y puesto a disposición judicial. La policía no tardó en filtrar el descubrimiento del transformador de tensión a la prensa, con la esperanza de que el asesino tomara alguna súbita decisión: que dejase de matar, se entregase o incluso pusiera fin a su vida. Las consecuencias fueron automáticas: después de esto, el asesino dio por concluida su escalada criminal.

Y he aquí que se pierde el rastro real de Jack the Stripper. Pasaron varios meses, varios años, y los crímenes no volvieron a repetirse. Pero la percepción de la sociedad británica en torno al caso era evidente: si bien era cierto –y un gran alivio– que los asesinatos de prostitutas habían cesado, igual de cierto era que la policía había fracasado con estrépito en su intento por detener al asesino. Hasta que en 1970, cinco años después del último crimen, el Superintendente John du Rose, ya jubilado, sorprendió a propios y extraños al afirmar que conocía la identidad de Jack the Stripper. Según declaró en una entrevista a BBC, en marzo de 1965 Scotland Yard se estaba preparando para la detención inminente del presunto asesino cuando recibieron la noticia de que se acababa de suicidar, asfixiándose en un garaje del suroeste de Londres mediante la inhalación de monóxido de carbono. En su libro Found Naked and Dead, el escritor Brian McConnell se ratifica en la teoría de Du Rose y añade más información al respecto. Según McConnell, Jack the Stripper era un respetable cuarentón escocés, casado y con varios hijos, del que años más tarde se supo su verdadero nombre: Mungo Ireland. Identificado por la policía tras el asesinato de Bridget O´Hara, Ireland, que había trabajado como vigilante en el polígono industrial donde fue hallado el cuerpo de la prostituta, se sintió acorralado y optó por la vía rápida del suicidio, dejando una nota manuscrita a su mujer: “No puedo soportarlo más. Puede que sea mi culpa, pero no totalmente. Siento que Harry sea una carga para ti. Besos para el niño. Adiós. Posdata: para ahorraros el esfuerzo a ti y a la policía, estaré en el garaje”.

Según afirmó posteriormente su viuda, en el momento de su muerte estaban pasando por una seria crisis matrimonial, lo que podría justificar esa culpa parcial que Mungo se atribuía en la carta de despedida; también se supo que el tal Harry era un hermano de Mungo, quien al parecer vivía con la pareja o dependía de esta. La misma mañana de su suicidio, Ireland tuvo que presentarse en los tribunales para declarar sobre un pequeño delito vial: extrañamente, este hecho no fue registrado por el equipo policial de vigilancia. Para añadir más leña al fuego de la duda, el periodista Owen Summers, en un artículo publicado en el diario The Sun en 1972, reveló que Mungo Ireland no se encontraba en Inglaterra cuando O´Hara fue asesinada; si bien sus afirmaciones fueron ignoradas durante muchos años, el escritor David Seabrook –muerto en 2009 en extrañas circunstancias– las retomó en su libro de investigación Jack of Jumps, en el que niega la culpabilidad de Ireland e insinúa que no fue más que un chivo expiatorio para justificar la torpeza de Scotland Yard en general y de Du Rose en particular: muerto Ireland, sin voz para defenderse, parecía una hábil manera de dar por cerrado el caso.

En su estudio, Seabrook concluye que el asesino era un ex agente de la policía de Londres que había sido expulsado del cuerpo por la comisión de pequeños robos y que, como venganza y humillación a sus compañeros, decidió llevar a cabo los asesinatos. Años después, el escritor Stewart Home identificó al policía –Seabrook, a pesar de saberlo, se abstuvo de hacerlo público– como Brian Cushway, indicando también que las teorías de Seabrook no pasaban de ser meras conjeturas.

Pero Ireland y Cushway no son los únicos sospechosos que han salido a la palestra, que siguen saliendo todavía: el nombre del campeón de boxeo Freddie Mills también ha sido aportado por varios investigadores, así como el del Superintendente de Policía Tommy Butler, acusado directamente por los autores Jimmy Evans y Martin Short en su libro The Survivor. Sin embargo, en un estudio publicado en 2011 sobre el caso, el investigador Neil Milkins sostiene la tesis defendida previamente por el programa televisivo Fred Dinamage Murder Casebook y culpa de los asesinatos a un tal Harold Jones. En 1921, cuando apenas contaba quince años, Jones había asesinado a dos niñas en Abertillery, sur de Gales; dada su minoría de edad, fue condenado a cadena perpetua en lugar de a pena capital, pero, tras veinte años y por buen comportamiento, fue liberado en 1941, tras lo cual fijó su residencia en el barrio londinense de Fulham. En todo caso, las especulaciones de Milkins no son más que eso, especulaciones: a día de hoy no hay seguridad alguna en torno a la verdadera identidad de Jack the Stripper. Incluso si las tesis de Seabrook fueran ciertas, si el asesino fuera Brian Cushway, cualquiera podría encontrarse con él a día de hoy: hasta donde llegan mis indagaciones, Cushway sigue vivo y es común verle paseando por el barrio londinense de Chingford, de donde es originario. Más allá de su verdadera identidad, varias preguntas flotan en el ambiente, preguntas que, salvo un giro inesperado, quedarán sin responder: ¿cuál era el móvil de los crímenes, si es que existía alguno? ¿Acaso hubo más de un criminal involucrado en los asesinatos? ¿Por qué todas las víctimas eran prostitutas con características físicas similares? ¿Por qué desnudarlas y arrancarles los dientes? ¿Por qué dejó repentinamente de matar? Es bien sabido que los asesinos en serie, una vez que han probado las mieles del crimen, no suelen detenerse hasta que son capturados…

Para terminar, y como inquietante corolario, indicar que nadie sabe a ciencia cierta cuál fue el número total de crímenes que Jack the Stripper cometió: se habla de seis, de siete o de ocho asesinatos, puesto que Scotland Yard nunca ha podido confirmar al 100% que las muertes de Elizabeth Figg y de Gwynneth Rees fueran efectivamente de su autoría; los numerosos archivos policiales del caso, para insistir aún más en el misterio, continúan siendo de acceso restringido.

Jack the Stripper: El otro Jack