jueves. 25.04.2024
© Laura Freixas. Foto de Nieves Delgado
© Laura Freixas. Foto de Nieves Delgado

Introducción del libro de Laura Freixas ¿Qué hacemos con Lolita?

Cuando me instalé en Madrid en el otoño de 1991, estaba decidida a emprender una carrera literaria. En Barcelona, donde había vivido hasta entonces —con algunos paréntesis en Francia e Inglaterra—, había publicado mi primer libro, una colección de relatos, El asesino en la muñeca (1988). Ahora estaba escribiendo una novela y preguntándome cómo podía conseguir hacer de la literatura mi ocupación principal. Trabajaba, en calidad de autónoma, para una editorial, Grijalbo-Mondadori, en la que había fundado y dirigía una colección literaria, El Espejo de Tinta. Estaba casada; no tenía hijos, aunque estaba intentando tenerlos. Quería terminar mi novela, publicarla, entrar en los círculos literarios, darme a conocer, conseguir vivir, si no de la literatura propiamente dicha, sí al menos de actividades paraliterarias, como las conferencias o la participación en coloquios y congresos. Y entonces vi que se iba a celebrar en Madrid un encuentro internacional sobre la novela en Europa.

Hasta entonces, yo había mirado el mundo de la literatura: de las publicaciones, las críticas, los actos públicos relacionados con ella…, desde fuera; era demasiado joven y tenía demasiada poca obra como para pretender entrar en él en calidad de autora. Pero no dudaba de que el reconocimiento que podría alcanzar —yo o cualquiera— sería estrictamente proporcional a mis méritos, a la calidad de lo que escribiese. Hoy esa inocencia me hace sonreír, pero, por entonces, las preguntas que inmediatamente me hago ahora ante las palabras «calidad» o «mérito» —¿a juicio de quién?, ¿quién lo define?, ¿quién lo evalúa?, ¿con qué criterio?— jamás me habían pasado por la cabeza. Venía de una adolescencia y una primera juventud en las que mi ocupación principal, estudiar, refrendaba sin fisuras mi creencia en la meritocracia.

Yo adoraba estudiar; me desempeñaba bien en el mundo de la escuela, de la universidad, y recibía las buenas notas con la satisfacción que producen la previsibilidad y la justicia. Bien es cierto que tenía la sospecha, o incluso la certeza, desde mis primeros años (no en vano me educó una madre que, aunque quizá no se definiera con la palabra «feminista», hervía de santa indignación ante las injusticias de todo tipo que sufrían las mujeres), de que la sociedad privilegiaba a un sexo y oprimía al otro. Pero estaba convencida de que eso que les pasaba a casi todas a mí no me iba a pasar. Porque la cultura —también la clase social, aunque de eso no era tan consciente— me protegía. Porque el mundo no era una meritocracia, tal vez, pero los estudios, el mundo literario, intelectual y artístico sí lo eran. No se me había ocurrido —solo me ha llamado la atención muchos años después, mirando una vieja foto de clase— preguntarme, por ejemplo, por qué en el curso de COU de la sección española del Liceo Francés de Barcelona en 1974-75, éramos ocho chicas y veinte chicos. Ni por qué en mis libros de texto aparecían muchos escritores, pero casi ninguna escritora. La invisibilidad de las mujeres es un problema, a su vez, invisible: no solo en la escuela nos transmiten una representación del mundo (historia, ciencia, literatura…) de la que han desaparecido, o casi, las mujeres, sino que nadie formula en voz alta la pregunta de por qué no están. Como si la respuesta fuera obvia, tan obvia que no vale la pena mencionarla siquiera.

Por suerte, si no en los libros de texto, en mi casa sí estaban presentes, gracias a las lecturas de mi madre, algunas escritoras, cuya trayectoria parecía demostrar no solo que se reconoce a la que vale y trabaja, sino que la literatura es la mejor profesión posible para una mujer. Colette, Anaïs Nin, Marguerite Duras, Nathalie Sarraute…, más vivas y presentes en nuestra casa que las vecinas o las tías —y con razón, porque eran mucho más interesantes—, y por encima de todas, la gran Simone de Beauvoir —a la que, en mi casa, solo nos faltaba ponerle un altar con incienso y flores—, me daban ejemplo de una vida que me parecía maravillosa. Escribían libros, recorrían Francia en bicicleta, viajaban por medio mundo, hacían teatro, hacían política, tenían amantes sin esconderse, decidían libremente si querían o no casarse y si querían o no ser madres, participaban en el debate público, sus libros se leían, las rodeaba un aura de respeto, prestigio, autoridad. ¿Qué más se puede pedir? Es verdad que eran francesas; en la misma época sus homólogas españolas —Carmen Laforet, Ana María Matute, Carmen Martín Gaite…—, tras un debut precoz y brillante, parecían haberse esfumado; estaban apartadas, ocupadas en tener hijos, en lidiar con matrimonios difíciles, en beber o dejar de beber, en divorciarse, en encontrar medios para ganarse la vida. Frente a esas escritoras españolas que, a fin de cuentas, parecían ser como todas, amas de casa deprimidas, yo miraba hacia Francia.

Así llegué a Madrid en 1991: procedente de París, casada con un francés y decidida a ser escritora, cuando me topé con el anuncio de un encuentro internacional (que organizaba la revista literaria El Urogallo y se celebraría en el Centro Conde-Duque, en enero de 1993) sobre la novela en Europa. Y si antes yo echaba solo un vistazo distraído a las listas de participantes en semejantes actividades, porque era obviamente imposible que me incluyeran, ahora, cuando estaba en el proceso de convertirme en novelista, lo examiné con más atención y descubrí algo insólito. A saber, los veinte novelistas pertenecían a países diferentes, lenguas diferentes, generaciones diferentes, tendencias literarias diferentes…, pero a un solo sexo. Que no era el mío.

Y empecé a mirar alrededor. A preguntarme si era casualidad o si era un caso aislado. Si había congresos en los que los congresistas eran todos hombres, pero otros tantos en que solo participaban mujeres. Si lo que pasaba en los congresos pasaba también en otros ámbitos… Por primera vez, conté. Conté nombres masculinos y femeninos en la lista de «Últimos títulos publicados» que figuraba en la solapa de los libros que leía. En la de galardonados con tal o cual premio: el Nadal, el Nacional de Narrativa, el Planeta, el Herralde, el Cervantes. Entre los autores de libros reseñados, y entre los autores de las reseñas, de los suplementos culturales. En los índices de las revistas literarias o de pensamiento. En los programas de conferencias. En los boletines de novedades editoriales. En los jurados de los premios… No daba crédito: en todas partes me salía lo mismo, un 80 o 90 % de hombres.

Las preguntas se multiplicaban. ¿Por qué no había igualdad? ¿Era una mera «cuestión de tiempo», como todo el mundo, si se le preguntaba —aunque lo habitual era no preguntarlo, ni sacarlo siquiera a colación (cuando yo lo mencionaba alguna vez, provocaba una sincera sorpresa)—, parecía dar por supuesto? Yo misma me había creído esa respuesta, y es lógico. Mis únicas fuentes de información sobre siglos pasados eran esos mismos libros de texto o colecciones de clásicos en los que apenas figuraban escritoras; yo, o cualquier lector/a, no tenía fuentes alternativas, ni motivos, para sospechar que sí habían existido. Cuál no sería entonces mi sorpresa al abrir un día el suplemento cultural de El País y encontrarme una lista de «los 15 mejores libros de narrativa publicados después de la muerte de Franco». Porque en el siglo XVIII, XIX, primera mitad del XX..., yo no estaba, pero en cambio, sí estaba en los últimos años del siglo XX y conocía de primera mano las novelas y relatos de, por ejemplo, Rosa Chacel, Carmen Martín Gaite, Soledad Puértolas, Cristina Fernández Cubas..., publicados en España después de 1975. Y he aquí que ninguna de ellas figuraba en la lista: de los quince libros, quince eran de autoría masculina.

Esa tarde, en la presentación de un libro, charlando con un escritor, lo comenté. «Es que no escriben bien», me contestó tranquilamente.

¿No escriben bien? ¿Las escritoras (todas: cientos, miles, en todo el mundo, a lo largo de toda la historia) «no escriben bien»? ¿En opinión de quién?, me pregunté entonces por primera vez. El novelista que había emitido el juicio sumarísimo figuraba en la lista de los quince de El País. Qué cómodo —pensé con sorpresa, también por primera vez— saber que, antes de que empiece la competición, la mitad de los competidores en potencia han sido descartados de un plumazo, y que uno forma parte de la otra mitad, aquella entre la que se repartirán las recompensas.

Empecé a leer con otros ojos las críticas literarias. Encontré frases (las cito en el capítulo «Maternidad y cultura») como «la línea semiborrada que separa la buena literatura de lo que suele llamarse literatura de mujeres» (Diario 16, 6-9-90), o

… el perfil de novela que dicen gusta en sociedad, sobre todo en el ámbito femenino —las damas leen más—, según el cual el relato ha de ser delicado, con encaje, intimismo, sentimiento, cursilería, mucho atardecer, lluvia tras los cristales y una depresión de caballo […]. Como si la literatura fuera un bálsamo o plumero para quitar el polvo a las marujas de clase media.

El Mundo, 17-10-96

Frases parecidas las debía de haber visto otras veces, pero no me habían llamado la atención. ¿Por qué? Porque me las creía. Porque en el fondo yo también pensaba que «las mujeres no escriben bien». Cierto que algunas autoras me parecían maravillosas. Yo misma, como editora, había publicado a muchas mujeres (más o menos tantas como hombres): Jean Rhys, Clarice Lispector, Elfriede Jelinek, Sylvia Plath…, pero las veía como un grupo selecto (al que, naturalmente, yo estaba destinada a pertenecer) que no contradecía la afirmación principal. Me pasaba lo que luego he visto que ocurre a otras minorías privilegiadas dentro del grupo discriminado, y es que creen que pueden salvarse de la discriminación: a mí no me va a pasar. Benazir Bhutto relata en su autobiografía su dolida sorpresa al darse cuenta de que los británicos no la exceptuaban del desprecio racista que aplicaban al resto de paquistaníes; había creído que la considerarían una especie de británica honoraria. También Rosa Chacel, visceralmente misógina (habla de las mujeres con desdén, en tercera persona, y proclama su propio «machismo espartano»), se creía algo así como un hombre honorario. Lo malo era que los hombres (los académicos de la Real Academia, el ministro de Cultura, los miembros del jurado del premio Cervantes…) no pensaban lo mismo. Por mi parte, me doy cuenta ahora de que en mis primeros escritos (algún cuento de El asesino en la muñeca, algún pasaje de Una vida subterránea, mi diario de los primeros 90) asoman la oreja estereotipos misóginos: la mala escritora, bestselleriana y marujil; la mala lectora, sensiblera y crédula; la mujer inculta y charlatana…

Por esa época leí por primera vez a una autora a la que yo tenía, sin duda por lo que había leído sobre ella, por una abuelita ñoña que escribía cuentecitos para niños, llamada Ana María Matute, y me caí del caballo: su literatura era intensa, dolorosa, feroz; era un vendaval; era buenísima. Empecé a sospechar que me equivocaba al creer que las escritoras no figuraban en el canon (en los libros de texto, en las colecciones de clásicos, en la nómina de los premios, especialmente los institucionales) porque no existían o porque escribían mal. Y que me equivocaba de medio a medio cuando pensaba que lo que les había pasado a ellas a mí no me iba a pasar.

De hecho, ya me estaban pasando algunas cosas, a medida que me iba adentrando en el mundo literario…

Por ejemplo, que en los eventos de firma de libros, las colas que se formaban ante las escritoras (las que se formaban ante los escritores eran más variadas) estaban compuestas por una proporción de nueves mujeres por cada hombre (y ese hombre, al llegar, pedía que le dedicáramos el libro a su madre, a su hija o a su novia).

Por ejemplo, que a los escritores los invitaban a dar conferencias o a participar en mesas redondas, congresos, cursos, antologías... sobre poesía, diario íntimo, novela negra, poesía mística, generación X y mil temas más, pero a nosotras nos invitaban (si es que nos invitaban) solamente a hablar sobre mujeres.

Por ejemplo (como relato en el capítulo «¿Escribes para mujeres?»), que los entrevistadores nos preguntaban con insistencia si escribíamos para mujeres, si hacíamos literatura de mujeres, o por qué nuestros personajes eran mujeres. Nunca vi que a un hombre le preguntaran por qué sus personajes eran hombres y si eso significaba que hacía literatura de hombres y para hombres. También la crítica nos acusaba de hacer «literatura de mujeres, sobre mujeres, para mujeres». Acusaba, sí: estaba claro, aunque nadie se molestara en explicarlo —por lo visto, era una obviedad—, que todo lo que tenía que ver con mujeres era de segunda categoría, por no decir cosas peores.

Por ejemplo (lo cuento en el capítulo «Maternidad y cultura»), que cuando publiqué mi novela Amor o lo que sea (2005), me invitaron a un programa de televisión con una sexóloga y un compositor de canciones de amor, mientras que a los dos novelistas varones que en ese mismo año habían publicado también sendas novelas con la palabra «amor» en el título (Gustavo Martín Garzo y Alejandro Gándara) se les invitaba a debates literarios. Eso me hizo descubrir que la solución a la discriminación no puede consistir en que las mujeres intentemos comportarnos igual que los hombres, entre otras cosas porque, aun si actuamos igual, lo que hacemos no se interpreta igual: una novela de amor escrita por un hombre se considera, al menos en principio, como perteneciente a la Literatura con mayúscula, pero si es de una mujer, es sospechosa de entrada de pertenecer a la subcultura sentimental.

Por ejemplo, que los escritores varones a los que me acercaba no me trataban, no diré como a una igual, pues no lo era ni pretendía serlo —ellos tenían más años y mucha más obra que yo—, pero sí como una colega, aunque fuera principiante, o como una discípula. Yo estaba dispuesta a tratarlos como maestros, pero ellos actuaban como si yo fuera un ser invisible y servicial, destinado a escucharlos, y ante quien uno podía, por ejemplo, exclamar con naturalidad que «hay escritores que venden mucho porque escriben para chachas y señoras de clase media» (lo narro en mi libro Todos llevan máscara. Diario 1995-1996). Me trataban también como a una conquista en potencia. «¿Tienes marido?», me preguntó por ejemplo un atildado caballero, poeta, mayor que yo y más bien rancio, con el que coincidí en un jurado. Una pregunta cuya relevancia para dirimir cuál era el mejor de los originales presentados al premio resultaba bastante dudosa. Me alivió, en todo caso, poder contestarle afirmativamente. De hecho, yo iba por el mundo proclamando, viniera o no a cuento, que estaba casada. Ahora comprendo que lo proclamaba porque siendo mujer, y joven, en un mundo de hombres, quería evitar a toda costa posibles equívocos: prefería dejar claro que no buscaba, ni aceptaría, otra relación que no fuera la intelectual o profesional. Es más, sospecho que incluso me había emparejado y casado, en gran parte, por eso; a modo de escudo imprescindible para adentrarme en el mundo profesional. También para demostrar que, a pesar de ser una intelectual, era una mujer, con un hombre que me protegía y me hacía respetable… Aun así, no podía evitar que, por ejemplo, en un acto literario, al acercarme a un escritor mayor y decirle cuánto me había gustado su último libro, él me contestase: «Como decía [no recuerdo qué famoso escritor] en circunstancias como esta: ¿nos acostamos ahora mismo, señorita, o prefiere más tarde?». (Lo cuento igualmente en Todos llevan máscara).

Tampoco podía evitar que la imagen que por aquel entonces estaban dando algunas escritoras —posando incitantes, maquilladas, luciendo escote, habiendo pasado por precoces operaciones de cirugía estética, dejándose incluso fotografiar medio desnudas— destiñera sobre todas nosotras. Era bastante habitual que un grupo cualquiera de escritores, ya fuese en un debate sobre literatura española en una feria del libro, o formando el jurado de un premio, o en una tertulia televisiva, estuviera compuesto por cinco o seis caballeros entrados en años, autores de una larga bibliografía y no especialmente sexis, y una señorita muchísimo más joven, espectacularmente guapa y cuya bibliografía se reducía a dos o tres libros. El papel que les habían asignado a priori y en función del cual las habían elegido no era, obviamente, el de iguales, el de colegas, sino el de notas de color, reposo del guerrero, geishas.

Lo bueno de todo esto era que me hacía pensar. Y leer. Buscaba bibliografía; encontraba muy poco en español, pero bastante en francés e inglés; encargaba libros, o aprovechaba viajes para husmear en librerías; unos títulos me llevaban a otros, y así fui descubriendo textos interesantísimos, como Mujer, arte y sociedad, de Whitney Chadwick; L’écriture-femme, de Béatrice Didier; Feminist literary theory, de Mary Eagleton; La era de las lectoras, de Enrique Gil Calvo; La loca del desván y No man’s land, de Sandra Gilbert y Susan Gubar; Escribir la vida de una mujer, de Carolyn Heilbrun; Sexes et genres à travers les langues, de Luce Irigaray; Teoría literaria feminista, de Toril Moi; Le sexe du savoir, de Michèle Le Doeuff; Old mistresses, de Roszika Parker y Griselda Pollock; La petite soeur de Balzac, de Christine Planté (estos tres últimos me entusiasmaron tanto que no paré hasta conocer personalmente a Le Doeuff, Planté y Pollock; a las dos francesas fui a visitarlas en sus casas en París, a Pollock conseguiría, años después, invitarla a dar una conferencia en Madrid); Cómo acabar con la escritura de las mujeres, de Joanna Russ; A Literature of Their Own, de Elaine Showalter; El infinito singular, de Patrizia Violi; Les mots et les femmes, de Marina Yagüello, y muchos otros, además de releer, ahora con mucho más conocimiento de causa, ensayos que había leído en su día, como Una habitación propia, de Virginia Woolf y Política sexual, de Kate Millett. Leía también las críticas que publicaban los suplementos literarios españoles, las subrayaba, las recortaba; miraba con ojos nuevos los eventos literarios; relacionaba unas cosas con otras, y, finalmente, me puse a escribir. Primero un libro que titulé Literatura y mujeres (2000), otro en 2009 titulado La novela femenil y sus lectrices y, después, muchos artículos, prólogos y otros textos, algunos de los cuales recogí hace algunos años en un libro hoy inencontrable (El silencio de las madres, 2015) y reúno ahora en las páginas que siguen.

El primero de los hilos conductores de este libro es el que consiste en señalar que la cultura no es —como por entonces todo el mundo creía, sin pruebas— un ámbito igualitario, sino desigual. Lo es en un sentido cuantitativo: la proporción de mujeres en cualquiera de sus ámbitos dista mucho del 50 %. O es superior —en las carreras de Artes y Humanidades y entre quienes leen o visitan museos—, o muy inferior —entre quienes crean y, especialmente, entre quienes obtienen mayor reconocimiento—, y esa discontinuidad es lo que hay que explicar; es decir, si a las mujeres les interesa tanto, incluso más que a los varones, la literatura, el cine, el arte…, ¿cómo es que tan raramente alcanzan en ese ámbito posiciones de autoridad y autoría? Rechazo las explicaciones habituales: «Es cuestión de tiempo» —la experiencia nos demuestra que el mero paso del tiempo no conduce a la igualdad— y «es cuestión de calidad». Esto último es una idea subyacente, con la que entramos en el terreno de lo cualitativo; hay en la cultura un prejuicio contra las mujeres y todo lo que se percibe como femenino, hay un discurso misógino. Y, por supuesto, hay un nexo entre ese aspecto cualitativo y el cuantitativo: es lógico excluir a las mujeres, si se cree y se hace creer que «no escriben bien».

Esas son las cuestiones que examino en el primer bloque de textos de este libro, titulado «Una visión de conjunto». En «La marginación femenina en la cultura», doy cifras que demuestran lo muy lejos que estamos de la igualdad. A la explicación de que «es que no escriben bien», respondo en «Las trampas de la excelencia». En «Mujeres y cultura: una breve arqueología de la misoginia reinante», examino las ideas patriarcales enraizadas en la base misma de la cultura, el lenguaje. Y en «Dónde estaban y están las mujeres en la cultura», hago un balance de la evolución de los últimos veinte años.

Pero esa marginación, invisibilización, tan persistente, ¿cómo se lleva a cabo?... Es lo que examino en el siguiente apartado, «Cómo se excluye a las mujeres». En «Las mujeres y el canon», analizo algunos de los mecanismos intelectuales que conducen a ese resultado. Los ejemplifico luego en dos artículos que (perdónenme la inmodestia) me gustan especialmente. En uno, «Qué fue de las escritoras», procuro vislumbrar los mecanismos concretos que van apartando de la carrera literaria a las mujeres. En otro, «Mujeres artistas: los dados trucados», radiografío, con perspectiva de género, una excelente novela de Clara Usón sobre una joven pintora (Corazón de napalm) que me dio muchas claves para entender por qué la trayectoria de las creadoras suele ir hacia abajo. En «Hombres que no leen a mujeres», pongo el foco en la actitud de muchos hombres, una especie de resistencia inconsciente (quiero creer) y pasiva, por omisión, al avance de la igualdad; y en «Mujeres, literatura, autobiografía», sugiero relacionar la escasez en España del género autobiográfico con la escasa participación de las mujeres, tradicionalmente, en la vida cultural.

Parece lógico que una cultura que margina a las mujeres sea machista, no solo en un sentido cuantitativo, sino cualitativamente, en sus contenidos. A esa cuestión dedico los textos agrupados bajo el título «Una cultura que legitima el patriarcado». El primero y más largo, «Pablo Neruda y la mujer sin nombre», viene a ser un amplio resumen de mis investigaciones y reflexiones a lo largo de dos décadas. En él, partiendo de una anécdota frívolamente narrada por Pablo Neruda en sus memorias (cuenta cómo violó a una criada), intento formular una síntesis, por una parte, del papel que desempeñan las mujeres en el arte (en la realidad, pero sobre todo en la ideología que lo rodea) y, por otra, de las consecuencias políticas y éticas de sacralizar acríticamente esa cultura dominante y a sus protagonistas. En «Qué es una película machista», expongo algunos criterios para diagnosticar esa ideología en una narración cinematográfica, y lo ejemplifico luego, en «El autor» y en «Mirada feminista sobre Grey», analizando dos películas concretas. Este último caso me resultó especialmente interesante, porque muestra (o así me pareció) la metamorfosis que sufre la ideología patriarcal —sin dejar de serlo— cuando es una mujer quien la maneja y/o se dirige deliberadamente a un público femenino.

El artículo «¿Qué hacemos con Lolita?», incluido en este apartado y que ha sido uno de los más polémicos que he escrito nunca, si no el que más, se centra en uno de los ejemplos más reveladores para abordar la cuestión de la misoginia en la cultura, tanto por la novela en sí como, sobre todo, por su recepción (me refiero al hecho de que una historia de pedofilia, violación y malos tratos haya sido interpretada como «una historia de amor»). El artículo levantó una polvareda como no había visto nunca. Lo cual, lo confieso, me encantó. Me irrita, y me preocupa, y además me aburre, una cultura concebida como un templo, en el que el único papel aceptable para los, y sobre todo las, fieles consiste en adorar, sin abrir la boca más que para alabarlos, a una serie de dioses intocables (diosas hay pocas y de intocables, nada); un templo en el que imperan la tradición y el argumento de autoridad (pero ¿no era la cultura el reino de la libertad, la crítica, la irreverencia?) y mucha gente, sobre todo en lo alto de la jerarquía, se toma mal, muy mal, que se cuestione a las vacas sagradas.

He observado que cuando las feministas cuestionamos la cultura, muchos de sus representantes reaccionan con un desdén elitista, como si fuéramos unas niñatas a las que se puede fácilmente callar la boca dejándolas en ridículo. Es triste darse cuenta de hasta qué punto ignoran, ellos, el inmenso caudal de reflexión, de conocimiento, que a lo largo del último siglo ha producido el feminismo en el ámbito de la cultura; obviamente no han leído ni uno solo de los libros que cité más arriba, y en vez de molestarse en examinar nuestros argumentos para contraargumentar en conocimiento de causa, arremeten contra un espantapájaros —una imaginaria feminista, zafia e ignorante— que han creado ellos mismos. Pero no debemos arredrarnos. La cultura no es una joya de familia, un coto de caza reservado, un club exclusivo, sino algo abierto a la ciudadanía y que debe ofrecernos ocasión de debate, pretexto para el diálogo. No un templo, sino un foro.

Y si en la cultura dominante se da una sobrerrepresentación tanto de los varones, cuantitativamente, como de sus experiencias, intereses y puntos de vista, se da también, claro está, una correlativa infrarrepresentación de las mujeres y los suyos. Esto es algo de lo que he tardado mucho en ser consciente y que ahora, sin embargo, me salta a la vista: ¡qué poco sabemos de las mujeres!... Pensemos en algunas de las experiencias vividas, a lo largo de la historia, por millones de mujeres, y solo por ellas —nosotras—, tales como la maternidad en todas sus facetas (infertilidad, embarazo, aborto voluntario o no, parto, lactancia…) o la condición de prostituta, o la de víctima de violación u otras formas de violencia machista. ¿Qué reflejo tenemos de todo ello en la cultura? Poquísimo, como descubrí yo misma al quedarme embarazada (lo cuento en mi autobiografía, A mí no me iba a pasar) y analizo en los textos del siguiente apartado, «Visibilizar las vivencias femeninas». «De mujeres, sobre mujeres…, para todo el mundo» es un repaso a los nuevos personajes femeninos que aporta la cultura creada por mujeres, tales como el ama de casa, la artista, o la madre vista por sí misma. Los siguientes textos abordan experiencias concretas: la maternidad («Maternidad y cultura» y «Madres contra los tópicos»), la violencia machista («Cultura y maltrato») o la prostitución («Prostitución voluntaria»). Y es que la cultura es un instrumento imprescindible para entender cómo funciona esa sociedad desigual en la que vivimos. No bastan los datos objetivos, los números, las estadísticas; ni basta tampoco, claro está, la visión de los hombres, para comprender realmente y en profundidad cómo las mujeres viven su condición, la interpretan, la sufren, y también contribuyen a ella (todos, y todas, somos víctimas y cómplices, como escribió Sartre); necesitamos imperativamente biografías, autobiografías, novelas, diarios, testimonios y otras formas de expresión y creación, de autoría femenina. A mí, por ejemplo, me resultó tremendamente revelador, para entender la prostitución, el libro escrito por una joven escort canadiense que examino en el penúltimo de los textos recogidos en este apartado, el ya citado «Prostitución voluntaria».

El último bloque de este libro, que he titulado «Batallas», recoge algunas polémicas que he entablado o en las que he participado. Reflexionar y teorizar está muy bien, pero no estoy segura de que baste para cambiar las cosas. A veces llega un momento en el que siento que alguien —yo misma, si hace falta— debe interpelar, con nombres y apellidos si hace falta, a quien, por acción u omisión, está entorpeciendo el avance hacia la igualdad en la cultura. Esas reclamaciones, protestas, sátiras, exhortaciones o requerimientos son algo que llevo muchos años formulando en mi fuero interno, pero que me costó mucho llevar a cabo. Primero, porque al estar sola, no me sentía lo bastante fuerte; temía no conseguir nada y, además, perder pie en el mundo profesional, si me ponían en la lista negra. Por suerte, la fundación, en 2009, entre varias compañeras, de una asociación para la igualdad de género en la cultura, Clásicas y Modernas (que presidí desde ese momento hasta 2017, año en que me reemplazó Anna Caballé, pasando yo a ser presidenta de honor), me dio la seguridad que me faltaba. Otro problema era que no encontraba el tono —¿quejoso?, ¿vehemente?, ¿adulador?, ¿arrogante?, ¿sardónico?— para dirigirme a esos escritores, periodistas, responsables de suplementos culturales o revistas, jurados de premios…, que menosprecian o invisibilizan a las mujeres. La certeza de tener razón, el apoyo de mis compañeras y mi propio asentamiento profesional (había ido consiguiendo, con los años y con mucho trabajo, aquello con lo que soñaba cuando me instalé en Madrid) me permitieron finalmente encontrar, o crearme, un lugar. No me quejo: hemos conseguido que nos escuchen. De ahí a que las cosas cambien, sin embargo, va un trecho...., y el avance es muy lento, alternando además con exasperantes retrocesos. A mí, ahora mismo, lo que me gustaría sería que hubiese más diálogo —intercambio de argumentos, debates de ideas, con las cartas sobre la mesa— con quienes ostentan el poder cultural.

Incluyo pues aquí algunos de esos textos. El primero, «¿Escribes para mujeres?», fue mi reacción cuando, por primera vez, percibí la actitud veladamente hostil de quienes, al entrevistar a escritoras, nos preguntaban por nuestra relación con la tradición literaria femenina y con las lectoras (la pregunta, huelga decirlo, me parece en sí legítima y hasta necesaria… si se hace con afán de reflexionar, no con el ánimo descalificador que se percibía perfectamente en ella). Le siguen dos cartas abiertas combativas: «Carta al director de Revista de Libros» (firmada conjuntamente con el resto de la junta directiva de Clásicas y Modernas) y «Carta a los convocantes del premio Gerardo Diego». «El misterio de las generaciones demediadas» es una protesta contra el sistemático olvido de las mujeres, concretado en ese caso en un libro sobre cierta generación de intelectuales españoles.

Me alegra poder decir que, aunque no sea inmediato, ni nos den las gracias (con honrosas excepciones), tales acciones suelen surtir efecto. Algunas veces, los medios o individuos interpelados responden; a sus respuestas, sean hostiles o conciliadoras, he contestado, en ocasiones, a mi vez, como se verá en los textos titulados «Por qué leer a mujeres», «Por qué contamos» y «Normalidad y género» (dirigidos respectivamente a la revista Letras Libres, al suplemento cultural de ABC y al señor Javier Marías). Pero, aunque no haya reacciones concretas e inmediatas, creo que la protesta, cuando se argumenta de forma convincente, provoca reflexiones y cambios de rumbo. A ello espero contribuir con este libro. Y también a que ustedes, lectoras y lectores, aprendan, reflexionen, y last but not least, pasen un buen rato.

Introducción al libro de Laura Freixas, '¿Qué hacemos con Lolita?'