martes. 19.03.2024
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Ian McEwan ha escrito una distopía del pasado. El resultado es brillante. Escribo sobre Ian McEwan, considerado uno de los mejores escritores vivos. En Máquinas como yo, aparecida este año 2019, el literato británico nos cuenta que “en el otoño del siglo XX” supimos, los seres humanos, que “se nos podía imitar y mejorar”.

            “El futuro seguía llegando”.

¿De qué va Máquinas como yo?

Esto era un inglés que se compra un androide…

            “Mi razón decía plástico, pero mi tacto decía carne”.

El androide se llamaba Adán, hijo del emparejamiento entre “dos primos hermanos” del conocimiento y la técnica humanos, la electrónica y la antropología, unidos en matrimonio por la “modernidad reciente”.

IANPero, Máquinas como yo (subtitulada Y gente como vosotros) es, como siempre pasa en las buenas novelas, en los buenos relatos, en la buena literatura, mucho más que una narración con pretensiones sublimes. Es sobre todo una grandiosa historia moral, un auténtico ensayo hábilmente disfrazado de ficción. En este caso, su meollo merodea constantemente alrededor de varias preguntas: ¿el bien y el mal son inherentes a la naturaleza de las cosas? ¿Es la moral, real, verdadera? ¿O todo ello es una cuestión de la cultura, de cada cultura? Otra pregunta: ¿es posible la conciencia de una máquina? Adán, “¿era capaz de comprender la dicha de la danza, de moverse por el placer de hacerlo? […] ¿sabía algo sobre la belleza desinteresada del arte?”

Adán, el ilustradísimo androide, puede exponer conocimientos como este:

“Como dijo Schopenhauer sobre el libre albedrío, uno es libre para elegir lo que quiera, pero no es libre para elegir sus deseos”.

El protagonista de la novela, Charlie Friend, habita y disfruta “el lado mejor del mundo” y “su larga historia de deleitar con comidas y bebidas a los demás”. Un mundo en el que la incertidumbre siempre acaba por aparecer, tarde o temprano, incluso, a menudo, contantemente. Él mismo, en tanto que narrador y protagonista al tiempo, nos dice en los comienzos de Máquinas como yo:

“Estaba convencido de que había llegado a uno de esos momentos críticos en los que el sendero del futuro se bifurca. En uno de los caminos la vida seguía como antes, y en el otro se transformaba en otra cosa”.

Su novia, Miranda, estudia, en su formación como historiadora, una “perversidad histórica”: la “de los intereses privados, con su inherente indiferencia ante el sufrimiento”.

Charlie no es historiador, pero su su voz narrativa es capaz de comprender perfectamente la explicación esencial que los historiadores damos del pasado, de la historia:

“El presente es el más frágil de los constructos improbables. Podría haber sido diferente”.

Me pareció escuchar en esas dos frases la voz del propio McEwan, siempre tan profundo analista del pasado que diríase que fuera un historiador. Y tal vez lo sea sin que él lo sepa.

La única certeza de los humanos es la de “nuestra propia experiencia”. Charlie y Adán están unidos por las mismas leyes físicas, quizás la biología le otorgue al propietario del robot un estatus especial. Lo que seguro comparten es el remoto pasado del polvo de las estrellas.

Una fábula fabulosa

En la distopía del pasado que es Máquinas como yo se nos regresa a 1982. A un 1982 distinto de aquel 1982 real, donde la informática está hiperdesarrollada avant la lettre, donde la guerra de las Malvinas es muy otra y donde los Beatles han vuelto a reunirse y su elepé de aquel año se titula Love and lemons. Un tiempo en el que Charlie, conduciendo, se cruza con coches autónomos cuyos conductores van, en su mayoría, durmiendo.

Es en ese tiempo, que es una probabilidad que no tuvo lugar, donde transcurre la fábula que da en ser esta novela prodigiosa donde intuimos que cuando diseñemos “una máquina un poco más inteligente que nosotros” y permitamos que esa máquina invente otra que escape a nuestra comprensión, ¿qué necesidad habrá de nosotros entonces?

El lento camino hacia la extinción humana no dejaría de ser parte de la agonística historia de nuestra autoevaluación como especie, tan amiga de considerar las permanentes degradaciones tendentes a nuestra desaparición.

No sé si McEwan conoce la poesía de Manuel Vázquez Montalbán, no sé si hace suyo el poderoso emparejamiento de aquello que el desaparecido escritor español consideraba que los humanos somos, pero el caso es que el autor inglés (su protagonista y narrador, mejor dicho) dice también que somos “memoria y deseo”. Y que lo somos en el interior de un cuerpo capaz de sentir dolor.

En esta distopía de mundos históricos alternativos Alan Turing no se suicidó. De hecho, es un personaje significativo de una distopía donde uno de sus personajes, el propio androide Adán, puede hablar de “los rayos de amor de los ojos de Dios” cuando afirma que no sabemos, ni los humanos ni los robots, cómo es que la materia es capaz de pensar y sentir. Lo que diferencia a los androides entre sí, se lo cuenta Turing a Charlie, “es la experiencia y las conclusiones que extraen de ella”.

Ese Turing de Máquinas como yo se pregunta si es el dolor la esencia de nuestra existencia, aunque sepamos distinguir y encontrar el amor y la felicidad.

Porque el futuro es “habitar la mente de los otros”. Mejor dicho; será. Será una “comunidad de mentes a la que tendremos acceso inmediato”, vaticina Adán: una utopía que, como suelen hacer las utopías, “enmascara una pesadilla”. Pero ese futuro en el que “el espacio mental privado, empujado por la nueva tecnología, se ahogaba en un océano de pensamiento de colectivo” les repele a Charlie y a Miranda. También a mí como lector.

Ya lo expresó John Milton: “la mente es su propio lugar”. O, como dice Adán, “la mente va por donde ella quiere”.

Creo que el dilema moral que es en el fondo la magnífica novela de McEwan subyace en el hecho de que, mientras para los humanos Charlie y Miranda “la verdad no lo es todo”, para el androide Adán sí lo es, sí lo es todo la verdad.

“Ese recinto mal iluminado donde la autocompasión se vuelve un placer meloso”.

La verdad no lo es todo: las 'Máquinas como yo' de Ian McEwan