jueves. 18.04.2024
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Escribo de nuevo en el muro de Facebook de María Tena sobre nuestra mutua admiración por la escritura de Luis Landero. Esto es lo que escribo, es 8 de febrero del Segundo Año de la Pandemia:

Estoy leyendo su nuevo libro, El huerto de Emerson, cada página me produce un paladeo constante de la más pura y emocionante literatura. Lo ha vuelto a hacer, quizás mejor que nunca.

Y cuanto tengo que decir de esta obra maestra literaria, lo digo a partir de ahora. Lo escribo.

“En nuestro pasado está todo cuanto necesitamos para encender el fuego de la inspiración. Hasta la fantasía tiene su casa en la memoria. no escribas lo que sientes, escribe lo que recuerdas y dirás la verdad, como decía no recuerdo quién”.

Reflexiones de escritor, muchas, magníficas reflexiones de escritor escritas como sólo los grandes escritores las saben escribir. Como sólo los grandes escritores saben escribir. Pero son estas reflexiones de Landero mucho más que un ejercicio literario de primer orden, son un monumento humanístico a cada lector, a todo ser humano.

El huerto de Emerson, aparecido recientemente en este Segundo Año de la Gran Pandemia, en este 2021 en que seguimos a verlas venir, ha sido recibido por mí como un maravilloso oasis en medio de tanto abatimiento y tanto no tenerlas ya uno todas consigo. Un milagro, un milagro literario.

Un hombre sin oficio

Luis Landero regresa de alguna manera a su propio tiempo ya vivido, aunque admite que él ha contado ya casi todo su pasado. Pero “la memoria de lo vivido no se acaba nunca”. El olvido y la memoria y su alquimia todavía inexplicable. Las maravillas que se quedan sin vivir, que se quedaron sin vivir. Landero quiere que este libro se vaya haciendo solo, nos dice casi al principio. “Sí, es un gusto escribir, un gusto y un vértigo”. Escribir con el corazón y la razón “a dúo, siempre a dúo”.

            “Lo ilusorio del tiempo, lo raro y absurdo que es este oficio de vivir”.

Aprende uno leyendo El huerto de Emerson muchas cosas, por ejemplo, a recordar siempre que nos abotarguemos que “el alma se aturde con la velocidad”, a recordar, cómo escribiera Antonio Machado, que “el arte es largo y, además, no importa”.

Dice de sí mismo nuestro autor que él es un hombre sin oficio, aficiones, eso sí, sigue cultivando muchas: “soy escritor y he sido profesor”.

Aunque apenas haya sobrevivido nada de lo que llegó a saber (me ocurre a mí tres cuartos de lo mismo), pero, “todo lo que ahora sé, el grueso de mis experiencias, se lo debo al poso que ha ido dejando en mi memoria, en mi espíritu y en mi carácter todo ese cúmulo de pálidas lecturas, de idilios intelectuales casi desvanecidos”.

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Luis Landero no es un profesor que escribe, sino que ha sido “un escritor que en sus horas libres se ganaba la vida dando clases”.

No cree Landero que escribir y contar historias sea un oficio pues es algo que carece “del repertorio técnico necesario propio de una profesión o un oficio”. Y se burla de que haya talleres o laboratorios de escritura (como yo), pues no puede ser un oficio algo que depende de la inspiración del momento.

Yo también soy más de congéneres que de compatriotas. Soy, como lo es el autor de El huerto de Emerson, de ese linaje humano ligado por el poso de un acervo cultural que ha sido fundado sobre las historias que hemos leído, que hemos escuchado. Y, como Landero, quiero pertenecer a esa “tribu egoísta y cruel”, tan despreciable, tan merecedora del repudio, pero a la que, por encima de todo, uno encuentra tantos motivos “para admirar y para amar”.

Fiel continuador de aquel Entre líneas: el cuento o la vida es este del que te vengo hablando. Y, como en aquél, en este libro hay algunos cuentos, varios de ellos aquí descansados como si tal cosa.

El profesor Landero les decía a sus alumnos que recordaran que “la vida es un viaje solo de ida”. Y les exhortaba a vivirla, la vida, como lo que es: “una aventura irrepetible”. Él, que en general prefiere “soñar la vida que vivirla”. Él, que siente “nostalgia de la vida”. También les decía en sus clases que “vivimos de segunda mano” y, por tanto, hemos de aplicar una máxima que se puede enunciar como sigue: “contra la modorra de la costumbre, la vigilia del asombro”. Todo esto se recoge en el capítulo 5 llamado ‘El niño y el sabio’, donde Landero menciona lo que da título a su libro, el huerto de Emerson, la teoría del huerto personal de cada uno, nuestro mundo, el de cada persona, la teoría recogida en los Ensayos escogidos del pensador y escritor estadounidense del siglo XIX Ralph Waldo Emerson, cuyo nombre no escribe completo en ningún momento Landero, un libro que a él le trastocó su visión de la realidad cuando lo leyó a los 17 o 18 años, algo, aquello de que Emerson hablara de un huerto, Landero creyó recordar de aquella lectura, pero que, como él mismo ha podido comprobar más recientemente, no se dice en aquel libro en ningún momento.

La infancia y “su inocencia primordial” cuando “aún somos naturaleza”, cuando “amamos la vida más que su sentido, y a las cosas y a los hechos por sí mismos y no por su finalidad”, antes de “la condena del pan y del sudor”, antes de “la necesidad de vivir con cordura y provecho”.

En ‘Un noviazgo’, Luis me recuerda que “aquella era otra época”, aquélla, la de sus años mozos (“el lejano entonces”), lo era, sí, y, “como tantas cosas, aquellos tiempos también se han extinguido”. La época en la que él era un niño.

“Quizá la mayor tristeza de nuestra niñez, y que anuncia su fin y su extinción, tal como ocurrió con los unicornios o los dioses antiguos, es el descubrimiento de que algún día no muy lejano hemos de ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente”.

Irrepetible fue aquella época como todas las épocas lo son, porque “la gente y los sucesos de entonces no volverán ya nunca y morirán cuando ya nadie los recuerde”.

Brillante, cómo no, esta otra de las reivindicaciones del arte que practica, ya que no oficio, Luis Landero, también ligada a esa especia de adoración vehemente de su infancia:

“En la escritura he encontrado acomodo para que viaje conmigo, en calidad de polizón, el niño que fui”.

El arte lo explica el autor de El mágico aprendiz poniéndonos delante de su secreto:

“Prolongar la infancia, juntar al niño que uno fue con el hombre experimentado y hasta sabio que uno ha llegado a ser, en eso consiste el secreto del arte y de la lucidez, tal como tantas veces les recordaba a mis alumnos”.

La infancia es “la edad de los hallazgos perdurables”: por eso es para siempre.

En El huerto de Emerson (donde aprendo sobre lo fabuloso de lo que llega como misterio y como misterio se queda), su autor regresa también a aquel mundo desaparecido de su brillantísimo El balcón en invierno, un mundo en el que “de los secretos y sigilos de las mujeres” dependía el orden del propio mundo, ellas, “las hadas con alpargatas y mandil”.

“Los hombres se ocupaban del porvenir, que era siempre incierto, en tanto que las mujeres vivían correteando por el presente, siempre ligeras y siempre laboriosas. […]

Porque, en el gran libro de la humanidad, la épica era cosa de hombres y el costumbrismo de mujeres”.

¡Cuánto, y cómo, busca Luis Landero en el bazar de su memoria!

“Vivir es estar de camino hacia ninguna parte, y solo el viaje le da un sentido a la existencia”: leo en El huerto de Emerson una y otra vez reflexiones maravillosas, recogimientos de una delicadeza fascinante que son expresados por el arte del escritor Luis Landero como si contradijera una y otra vez con sus palabras, con sus párrafos, esa afirmación suya de que lo suyo no es un oficio, que lo suyo es sólo fruto de la inspiración. ¡Menuda inspiración tan infrecuente en la mayoría de lo que se escribe, se publica, se compra, se lee!

Magníficas son las trece páginas de su ‘Plegaria’, las trece páginas de esa emocionante plegaria donde le escuchamos rezarle a alguna divinidad no nombrada “que nada en el mundo sea ajeno a la fuerza desatada de la imaginación”, que “cada historia me diga cómo quiere ser contada”, “no me dejes olvidar que no hay nada definitivo”… “Oye mi plegaria, señor”.

El cuento que no deja de ser ‘El viejo marino’ es un hito más en este recorrido loable de Landero por un mundo extinguido al que él mismo perteneció. Se trata de un cuento donde leemos otra brillante muestra del genio literario de nuestro hombre:

“La emoción de la espera es mejor aún que su llegada porque casi siempre lo imaginario es más gustoso que su cumplimiento, y el desear más que el alcanzar”.

Luis Landero sólo necesita “un poco de realidad para escribir”, eso y recordar, o imaginar “el caudaloso empuje de la historia inmemorial que todo lo arrastra hacia el futuro”. Luis Landero nos habla de contar las cosas “como quiera el corazón o como vagamente lo veo escrito en la gramática de los sueños”. Y, como siempre, las palabras: las hay que llegan a nosotros demasiado pronto y otras que llegan tarde y otras que llegan “en su justo momento”, también las hay “que vienen y se van y otras que se quedan ya para siempre con nosotros”.

El huerto de Emerson ocupará pronto un lugar esencial en la literatura escrita en español en el siglo XXI, en cualquier siglo. Como su autor.

El huerto de Landero