miércoles. 24.04.2024
mujeres jugando cartas

A partir del primero de los días en que el invierno se convencía de que no tenía ya nada que hacer en el barrio, algunas mujeres que yo recuerdo mayores, ancianas, se juntaban ataviadas con sus faldones y sus ropajes siempre o casi siempre negros, o como poco grises, para jugar a las cartas junto al edificio de la iglesia. Montaban sin que nunca las viéramos, no digo que a escondidas, una mesa grande, imagino que una tabla de tamaño eso sí considerable, sobre lo que creo que deberían ser borriquetas o algo así, y se ponían a jugar en grupos a la baraja mientras los chicos correteábamos por toda la calle de Guillermo de Osma, por donde El Pilón adyacente también, hasta la plaza del Matadero que luego supe que es en realidad del General Maroto, el militar que se rindió tras pactar con Espartero para acabar con nuestra primera o segunda guerra civil contemporánea.

Olía a primavera, o eso creo recordar, y ya todo era la algarabía que llenaba mis calles hasta que el otoño se quedaba sin ganas de protegernos del frío y sucumbía ante la siguiente estación, la de los chaquetones y los pantalones largos, la de estar siempre de noche en la calle pero sin llegar nunca tarde a tu casa.

Pero ahora hay golondrinas, y pocas semanas después llegarán los murciélagos, y nosotros corremos de un lado a otro, desde la plaza de la Beata hasta las puertas del Matadero. Sin descanso, o casi. Las señoras, que yo creo recordarlas más bien como las abuelas de los chavales del barrio, no sus madres, charlan y juegan y de vez en cuando se ven acompañadas por algunos de nosotros, que las miramos cómo en ocasiones es el parchís su entretenimiento, aunque hasta hace poco, hasta que le he dado trabajo a mi memoria, pensaba que lo que hacían era sobre todo darle a la baraja. Añadamos al parchís. Y por supuesto la charla, y añadámonos a algunos de nosotros pasando un breve rato viéndolas jugar a juegos de cartas que nosotros acabamos de aprender o estamos ya entonces aprendiendo.

Hoy hace calor, o en el momento que quiero acercar hasta mí, y hasta ti que estás leyendo, hace ya calor, ese calor que no recuerdo que me molestara ni uno solo de los días en que sé que fui un niño o un adolescente aproximándose a esa juventud en la que todo estaba a punto de suceder. Un calor que se mitigaba sentándose a la sombra o yendo a beber agua a la fuente de la entrada del Matadero o a la tienda de La Pepi, o al bar que había en la puerta de mi casa y que era de aquellos de hojalata verde y que ya no quedan en mi ciudad. Hace calor y estamos jugando al rescate con los chicos y las chicas del otro lado del parque que todavía está junto a mi casa, los que viven ya sí cerca de donde están las abuelas sentadas en esa mesa enorme donde se pasan las horas con sus cartas y sus parchises y sus conversaciones de abuelas.

Luego iremos al parque, al que llamábamos sin más La Plaza, a nuestro punto de reunión más habitual, y veremos cómo los mayores cazan con un jersey murciélagos, que se aturden y se envaran en medio del tejido y caen al suelo donde se les da de fumar y hasta de beber para ponerlos borrachos y ser el hazmerreír de grandes y pequeños, de mis amigos y de los que ya están cerca de ir cayendo poco a poco en el ladooscuro, de juntarse con los malos malotes, con los macarras, con los futuros delincuentes, con los que serán en unos años cadáveres andantes muchos de ellos presos de la puta droga. Y que ahora se ríen exactamente igual que nos reímos nosotros al ver cómo unos animalejos feos y asquerosos se convierten en fantoches, en payasetes simpáticos y sin el alma que nunca tendrán ni han tenido (hablo de los murciélagos, que conste). Pero antes de ir a La Plaza, a la que todavía hoy puedo ver todos los días desde la ventana de mi habitación, seguimos jugando al rescate incluso con las chicas que ya empiezan a despertar en nosotros una sensación de querer vivir más de lo que somos capaces, de extraña necesidad de felicidad, de alegría incomprensible.

Sentados en La Plaza estamos Juli, Antonio, Jose, el otro, Subías le dicen para diferenciarle de mí, que soy Jose Salas (sic, nada de Ibáñez, no comprendo por qué), y yo, y tal vez Bayo y Alberto y Mota y Santi y a lo mejor su hermano Tony. Julián Plaza, Antonio Espejo, José Luis González Subías, José Luis Ibáñez Salas, Luis Jesús Bayo, Alberto Romero, Rodolfo Mota, Santiago de la Torre y Antonio de la Torre. Todos sentados, con la espalda apoyada en la pared de la plaza de San Víctor, La Plaza, justo enfrente de las ventanas de mi casa donde cuelga ya seguramente seca la ropa tendida por mi madre hace algunas horas. Sin apariencia de estar agotados, porque no recuerdo el agotamiento en aquellos días del ejercicio perpetuo, del esfuerzo eterno. Y alguno de nosotros le está contando al resto de qué va el tebeo que se compró ayer o el capítulo de la serie que dieron el otro día en la tele o una de las dos pelis que están poniendo en el América, o en el Montecarlo. Seguro. Y de pronto, todos cerramos los ojos porque como el cansancio no existe tenemos que simularlo, y aprovechamos entonces para sentir la dicha de las calles del barrio al que llamamos de Legazpi pero que no sabemos que en realidad es el barrio de La Chopera. Mientras, las abuelas, a las que no podemos ver, están recogiendo esa mesa tan grande alrededor de la cual se pasan las horas. Las horas de mi barrio.

Las horas de mi barrio