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NUEVATRIBUNA.ES - 18.05.2009

Pensar en Mario Benedetti es pensar en cuatro palabras muy precisas: compromiso, amor, solidaridad y perseverancia. Junto a ellas hay que señalar otra, que le persiguió toda su vida y que selló su obra: el exilio.

‘Marito’, como le llamaban sus amigos, solía vestir con gabardina larga y un bolsito de cuero raído, muy típico entre los hombres montevideanos. Cabeza baja y ojos curiosos, pero tímidos, un hablar pausado, preciso y hasta anestesiante.

Cuando le conocí era muy chica, venía a cenar a casa de mis padres los viernes de noche. Su pelo siempre cano y una postura apocada me hicieron apodarle ‘el abuelito’, él se reía, casi puedo pensar que lo fue durante un tiempo, cuando me leía antes de dormirme el primer libro que pasó por mis manos, ‘Capucetto Rosso’. Mi padre y él eran escritores, víctimas de la dictadura uruguaya, y más concretamente, amigos.

Montevideo era un tema recurrente en esas cenas, el ‘Volver’ de Carlos Gardel, se convertía en el ‘Ser o no Ser’ de Shakespeare. La gran pregunta que abría una caja de Pandora impregnada de recuerdos tan bellos como tristes y dolorosos. Uruguay no era el mismo que dejaron, los cafés de tertulia se habían cerrado, la gente estaba distinta, y lo que le preocupaba a Mario: “Cuando me fui las calles de Montevideo estaban llenas de árboles y cuando volví a pasear por 18 de Julio-como la calle Gran Vía madrileña- ya no quedaba ninguno”.

Algunas heridas nunca se cerraron para Mario, pero las fue elaborando, desmenuzando para fijarlas en su literatura, su salvación. La denuncia de los terrores de las dictaduras latinoamericanas, de las injusticias sociales, la reivindicación de la vida, de los sueños, y cómo no, las utopías, eran el diccionario de este poeta, narrador, dramaturgo y ensayista.

Un escritor que siempre consiguió conectar con su público. Referente de jóvenes, adultos y más mayores, su literatura estaba llena de empatía con el dolor y el deseo del otro. De la política pasaba a los sentimientos más puros del ser humano, conmoviendo en todos los terrenos que quisiera tratar.

Hasta que fui adolescente no supe quién era ese ‘abuelito’. Cuando leí La Tregua me di cuenta de la importancia de Mario Benedetti, después llegaría a Poemas de Oficina, y un poco más tarde Inventario con el que derramé más de una lágrima.

La última vez que le vi fue en la Feria del Libro. Como todos los años en las que se acercaba a firmar en Madrid, su caseta tenía las colas más infinitas, y él, tranquilo, saludaba con afecto a cada uno de sus lectores para después estamparles su autógrafo tan codiciado. Benedetti no le daba importancia al amor que suscitaba entre la gente, le gustaba, pero su humildad, tan uruguaya, no le permitía envalentonarse ni un poquito.

El ego no formaba parte de su repertorio. Esa última vez que lo pude ver, Mario estaba triste. Me acerqué rápidamente para darle un beso y un poco aturdido apenas me reconoció. Después se dio cuenta, fue cariñoso, dulce, creo que siempre era así, pero estaba triste. Llegó a decirme que su mujer estaba enferma, tenía Alzheimer. Por esas vueltas curiosas y crueles de la vida, yo le dije que mi padre también padecía esa enfermedad, hacía varios años que no se veían. Su mirada cambió, se puso rígida, llena de espanto, y me abrazó.

Nunca más vi a Mario. Su amada Luz falleció dos años después y según sus amigos, la vida de Marito se fue apagando. Esos viajes de seis meses Madrid, seis meses Montevideo, eran más escasos, y la ciudad oriental ganaba la partida, mientras Madrid, una de las ciudades de su exilio se presentaba en la lejanía.

Al dolor de esa gran ausencia, se unió el dolor de su propio cuerpo, el asma con el que convivía, cada vez le daba más problemas. El 6 de mayo salió de un último ingreso hospitalario, sus amigos aseguran que “parecía que estaba bien”, pero ayer, mientras dormía, falleció. “Murió en profunda paz”, dijo su hermano, una paz más que merecida. Hasta siempre ‘Marito’.

Hasta siempre ‘Marito’