viernes. 29.03.2024
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¿Cuántos años hacía que no escuchabas ni veías escrita la palabra gua? Me acuclillo y cojo mi bola, a la que nunca llamamos canica en mi barrio. La agarro como el experto jugador que soy, no de cualquier manera. Miro con resolución la bola de Manolo, quien ya la da por perdida, porque sabe que si la toco con la mía y después hago gua su bola es para mí. Como siempre.

Yo era el rey del gua en mi barrio, pregunta si no. Hacíamos hoyos en el parque, en los parques, y los llamábamos guas. Ese era el refugio de nuestras bolas, de unas bolas que cuidábamos como orfebres lúdicos y un poco truhanes. Unas bolas que nos disputábamos y que iban de mano en mano según la pericia o la torpeza de cada uno. Me debes una, le decíamos al que ya había gastado su caudal de canicas y las había perdido todas, una tras otra, en una tarde en la que mejor se habría quedado estudiando en su casa. Claro, que aquellos eran tiempos en que yo al menos no recuerdo que nadie dedicara mucho tiempo a la escuela, fuera de la escuela.

12Y sí, toco la bola de Manolo, hago una carambola, en el sentido literal, y después vuelvo a lanzar con maestría mi canica en dirección al gua y…

Qué disgusto me llevé el día que mi madre hizo desaparecer mi caja repleta de bolas ganadas limpiamente en aquellas tardes de guas y de arrodillarse para jugar a las bolas. Mi madre, que igual se deshacía, regalándolas, siempre regalándolas, de colecciones de tebeos, como aquella de El Cachorro de mi hermano Richard, que él si supo y pudo recuperar, que de zapatos que a mí me molaban y que, de pronto, dejaba de saber de ellos, como si nunca los hubiera estrenado tan emocionado pocos meses antes. En fin, cosas de madres, cosas de las madres nuestras que contestaban puescomprateunburro a nuestros lastimeros e incomprensibles meaburro.

Y hago gua y Manolo me dice estuya, señalando a la bola que acabo de ganarle y que era con la que él estaba jugando, a la que la mía había golpeado antes de retornar al agujero y que mientras yo cuento esto ha ido a parar a mi bolsillo donde ya hay otras tres bolas de otros amigos, no de Manolo, que sólo compraba una diaria, que le duraba hasta que decidía jugar, precisamente contra mí. El gua. Aquel hoyo que nosotros mismos cavábamos con precisión y con esa clase de ambición por la obra bien hecha que uno derrocha cuando es un niño, aquel amor a un oficio que nunca hemos olvidado los niños de mi barrio, yo al menos, el oficio de niño que juega en la calle, uno de los más bellos oficios del mundo.

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Un gua