viernes. 19.04.2024
ixion
Ixión sobre la Rueda

Cuando echamos un vistazo a nuestro interior, siempre nos encontramos queriendo algo” (Schopenhauer)


Antes de que Deleuze nos describiera como máquinas deseantes o Freud nos hiciera reparar en el papel de la libido, Schopenhauer destacó este aspecto de nuestra humana condición. A su juicio nada nos define mejor que la voluntad, por la sencilla razón de que siempre andamos queriendo algo. Antes que la definición aristotélica de animal político, al ser humano le cuadraría más la definición de animal volitivo, que viene a matizar y complementar la igualmente aristotélica de animal racional.

Bajo esa óptica nunca dejamos de querer, y la satisfacción momentánea de un deseo da paso sin solución de continuidad a otro nuevo. Así las cosas, nuestros deseos pueden verse colmados en tan escasa medida como las desfondadas vasijas de las Danaides. Para el autor de El mundo como voluntad y representación, al satisfacer nuestras necesidades más imperiosas pasamos a ser víctimas del aburrimiento para serlo enseguida otra vez de la menesterosidad, lo cual nos hace girar continuamente sobre la imparable rueda de Ixión, cual Tántalos incapaces de alcanzar lo que le tienta.

Lejos de limitarse a los dictados del instinto, nuestras voliciones alcanzan grandes cotas de complejidad. Porque tampoco dejamos de ser un animal simbólico que habita su propio universo cultural, como bien señala Cassirer. Nuestro querer no atiende únicamente a nuestras necesidades más elementales y se configura mediante nuestras elaboraciones míticas, lingüísticas, religiosas, artísticas o filosóficas.

Schopenhauer vivió en sus carnes una experiencia que dio pábulo a una de sus ideas medulares. Podemos engañarnos a nosotros mismos creyendo tener otros anhelos alternativos, pero en realidad nuestra verdadera querencia es aquella por la que optamos y da lugar a los hechos. Él se sorprendió sobremanera cuando su padre le confrontó con sus querencias y le planteó poder estudiar conforme a su pretensión manifiesta o hacer un viaje por Europa, siempre que adquiera el compromiso de renunciar a sus estudios para consagrarse por entero al negocio familiar. Eligió viajar contra su pronóstico.

De ser correcta semejante apreciación, quizá sólo pudiéramos aprender a conocernos cabalmente, al comprobar si nuestras decisiones desmienten o no lo que creemos querer muy de veras con suma intensidad. Observar esa eventual discrepancia puede ayudarnos a modificar nuestros anhelos e integrarlos en unos hábitos renovados que respondan mejor a las cambiantes circunstancias, además de servirnos par evitar la frustración procurada por semejante disparidad.

Nuestro querer se intensifica con los obstáculos. El relato bíblico sobre la fruta prohibida lo deja meridianamente claro. Estaba disponible todo cuanto había en el Jardín del Edén, salvo los frutos de un árbol, el de la ciencia del bien y del mal. Casi nada. Su carácter prohibido lo hacía harto tentador, al margen de conocer las terribles consecuencias, entre las que se cuenta renunciar a la inmortalidad y devenir mortal, algo que por otra parte conjura ese aburrimiento tan temido por Schopenhauer y cuya duración eterna resulta inimaginable.

También Ulises decide renunciar a la juventud eterna que le ofrece Calipso y prefiere volver a Ítaca para poner punto final a su legendaria odisea. Después de todo, era un experto en resistirse a las tentaciones. Tras haberse atado al mástil para no ceder al hechizo del encantador canto de una sirena, más adelante comprueba que más vale caer en la tentación para exorcizar su embrujo y eso le permite rechazar la fabulosa oferta de permanecer perennemente joven.

Sobre todo durante las primeras etapas de nuestro periplo vital, siempre anhelamos con mayor intensidad lo más inaccesible, al margen de lo que se trate: una comida suculenta, un lance sexual, visitar lugares recónditos o alcanzar una meta soñada durante largo tiempo. Si no catamos el objeto de nuestro deseo, la tentación mantendrá todo su vigor e incluso lo incrementará. En caso contrario mermará e incluso puede que desaparezca como por ensalmo su poder de seducción. La madurez consigue otro tanto, al comprobarse que la vida iba en serio y decantarse nuestras elecciones.

Mientras tanto nuestra imaginación se inflama con las dificultades. Cuanto más imposible nos resulte conseguir algo, al margen de su índole y naturaleza, tanto más embellecerá sus contornos o cualidades, que se difuminan drásticamente al facilitarse nuestro acceso a la persona, lugar u objeto deseados. La fuerza del deseo se desvanece al cumplirse lo deseado, aunque rápidamente su lugar sea ocupado por los resortes de otro anhelo insatisfecho, particularmente si se trata de algo vetado e ilícito.

Las prohibiciones acostumbran a conseguir lo contrario de cuanto pretenden evitar. La Ley Seca sólo consiguió potenciar las mafias, al igual que se captan potenciales adictos para mantener el lucrativo negocio del narcotráfico. Pocas cosas enardecen más el sexo que los votos de castidad o la mistificación con que lo envuelven ciertas religiones o costumbres. Como señala Diderot, la relación erótica es una cuestión que sólo concierne a sus actores y donde no hay lugar para las meditaciones morales, políticas o jurídicas. Los códigos del deseo acaban por imponer sus idiosincrásicas reglas de juego.       

Las demandas del deseo (pace Schopenhauer) y el embrujo de lo prohibido