jueves. 18.04.2024

En estos fríos y lluviosos días de enero se ha vuelto a hablar mucho de la patria. Volvemos a decir que patria es la infancia, patria es la familia, patria es la palabra que pone en los frontispicios de los cuarteles militares o de la guardia civil precedida de la expresión “ Todo por la...”.

Para mí patria son galletas. Las galletas que empecé a comer de pequeño cuando desayunaba o merendaba por la tarde con una onza de chocolate. No recuerdo un momento más feliz en  toda mi vida que cuando mi madre me decía “Ves a galletas patria”. No me daba cuenta pero eso suponía que mi madre ya no me consideraba un bebé del que no te podías fiar. Me ponía en la mano las pesetas que costaba comprar medio kilo a granel, en una bolsa de papel, que era como las vendían en una pequeña tiendecita delante de la fábrica y con una sonrisa me despedía en la puerta. Las bolsas eran más baratas porque eran recortes de galletas o galletas rotas, pero estaban igual de buenas. Las cajas metálicas con galletas eran otro mundo y no recuerdo haber comprado nunca ninguna.

La fábrica estaba, me parecía entonces a mí, muy lejos de mi casa. A unos 300 metros más o menos pero eso para mí corta edad era una distancia infinita. Además estaba fuera de los límites “de mi barrio” que venían marcados en esa dirección por la gasolinera de la esquina de la avenida puente del pilar con la avenida de Cataluña, por el puente de hierro sobre el Ebro hacia la derecha, por los jardines de Santo Dominguito del Val delante del Puente de Piedra camino del Pilar el tercero y por dos moreras con hojas para los gusanos de seda al final del camino del vado el cuarto. Ese pequeño cuadrado, con unas cuantas calles, lo consideraba mi mundo, mi barrio, mi patria.

Llegar hasta la hermosa fábrica de ladrillo de “Galletas PATRIA” como ponía en su fachada suponía pasar por delante de una casa abandonada, que los niños considerábamos embrujada y que tenía fantasmas, justo después de la gasolinera. No éramos conscientes que esa casa era una de las más bonitas de Aragón y su dueño era uno de los “ricos” de Zaragoza, el industrial harinero Juan Solans. Había que cruzar la Avenida de Cataluña, que a finales de los años 50 era ni más ni menos que la principal vía de comunicación entre Madrid y Barcelona. Los camiones y escasos coches que hacían ese recorrido, salían del puente de hierro, enfilaban a la avenida puente del pilar, frenaban al llegar a la curva del Campo de fútbol del colegio San Antonio de los franciscanos, giraban a la izquierda y pisaban el acelerador justo debajo de nuestro dormitorio que daba a la calle, hasta la gasolinera donde de nuevo frenaban, giraban a la derecha y a partir de ahí todo recto hacia el desierto de los Monegros, camino de la Ciudad Condal. La carretera, como se puede ver en alguna película de la época, todavía era de tierra con grandes árboles plataneros a los lados con sus troncos pintados de blanco.

Cruzar esa carretera tenía su peligro. No había semáforos en ningún sitio. Por eso si mi madre se fiaba de mí para que fuera a comprar galletas hasta la lejana fábrica era porque me consideraba ya lo suficientemente capaz y prudente como para mirar a ambos lados de la calzada  antes de cruzar. No era lo mismo cuando mi padre me mandaba a la gasolinera a comprar un tabaco canario que se llamaba Jean o una faria gallega que vendían de estraperlo en la barra del bar. En ese caso no cruzaba los límites del barrio. Los camioneros que paraban en ese estratégico lugar además de repostar gasolina y agua, solían descargar algunas cosas que sólo los gasolineros conocían.Tiempos recios y oscuros en los que, quien más quien menos, hacía sus trabajos extraordinarios para llevar un duro a casa.

Una vez compradas las galletas tenía claro que no podía abrir la bolsa y comerme ninguna. Mi madre se hubiera dado cuenta inmediatamente al ver como estaba plegado el cierre, por lo que en una muestra más de madurez, esperaba  llegar a casa, donde volvía corriendo a toda velocidad, para poder comerme una.

Estos días buscando alguna foto de la fábrica me he encontrado con imágenes preciosas e incluso con una película de la Filmoteca Nacional de los primeros años del siglo XX cuando se abrió con decenas de hombres y mujeres saliendo del trabajo, amasando la harina y manejando las grandes maquinas con las que se producían unas lujosas (Ritz) galletas con mantequilla danesa y especialmente elaboradas para el té y la exportación.

En el pequeño mundo del cuadrado que he descrito, definido por dos puentes, una gasolinera y dos moreras, se movía todo mi universo, toda mi patria. Enumerar todas las cosas que ahí había lleva su tiempo porque creo no faltaba de nada.

Dos vaquerías con buena leche fresca, una fábrica de helados, un garito con futbolín y un excelente horno de pan en la calle detrás de la mía, la calle del Norte.Y la sucursal de la Caja de Ahorros donde abrieron mi primera cartilla ingresando 25 pesetas y me regalaron una hucha para ir guardando las monedas.Cuando estaba llena la rompíamos e ingresábamos el dinero en la libreta.

Bodegas con vino, coñac y anís a granel en la calle de la estación (Bodegas Canfranc), por lo menos seis bares con máquinas de petaca, una peluquería, una pequeña fábrica de motores para lavadoras, otra de azulejos y baldosas, varias verdulerías, un mercadillo en la calle de vado con 15 o 20 puestos, chatarrería, carbonerías, podólogo, (callista), zapatero,  una hermosa fábrica de hielo, peluquerías de hombres y de mujeres, sedería y estanco.También un colegio religioso de los franciscanos descalzos, con su Iglesia de San Antonio, patrón del barrio,  y campos deportivos de fútbol y baloncesto, una escuela-guardería privada para niños pequeños (La señora Nati) y una academia para después examinarse por libre en el Instituto Goya, la Academia de Don Primitivo. También teníamos un buen cine, el Cine Norte que cerró sus puertas en 1964 donde disfruté películas del oeste inolvidables como Jerónimo; una Academia de Baile con mucha fama en el mismo edificio en la cual alguna vez leí se formó inicialmente el gran bailarín Víctor Ullate, cuya maestra María de Ávila abrió su reconocida escuela en el Coso hacia 1954.

Sin olvidar una importante estación de ferrocarril, la estación del Norte, una  gran fábrica  del metal  “Maquinista y Fundiciones del Ebro”, la azucarera  del Ebro, Harinas Solans, una empresa de somieres en la calle San Lázaro que después se trasladó ya como PIKOLIN a la calle Puente del Pilar, talleres del automóvil que inicialmente habían construido artesanalmente coches de caballos(Talleres Fraile), Eléctricas Reunidas de Zaragoza y la Central Lechera Zaragozana unos metros al norte por el camino de Valimaña, rodeada de huertas y fincas agrícolas, con su alta chimenea que expulsaba permanentemente humo blanco.

También era inolvidable, por el olor que irradiaba, un gran edificio en el camino del vado, enfrente de los franciscanos y antes del mercadillo, que albergaba una tenería donde se curtían pieles, básicamente de vacas y corderos. El "aroma" que desprendía el edificio inundaba todo el barrio y algunos días era tan fuerte que debíamos taparnos la nariz cuando pasábamos cerca.

El trasiego de personas, con tanta industria y actividad empresarial, era permanente.

Muy cerca de galletas PATRIA, en la acera de los pares, estaba el principal cuartel de la Guardia Civil en Zaragoza, donde los días de la Patrona (El 12 de Octubre La Virgen del Pilar) y de Nochevieja los chicos del barrio que teníamos algún amigo o amiga “hijos del cuerpo” nos podíamos colar para bailar un rato o contemplar los zapatos,botones, medallas y gorras relucientes de los trajes de gala que portaban esos días los uniformados. Este cuartel por desgracia se hizo famoso años después por que murieron más de once personas en un brutal atentado de ETA.Yo tenía muy buenos amigos en ese cuartel entre ellos uno del que conservo una fotografía, Rojo de apellido.Desconozco que habrá sido de él. Era hijo de guardia civil y después el lo fue también. Me regaló mis primeros libros de Yoga, uno de ellos escrito por un entonces desconocido cura aragonés,Francisco García Salve, el cura Paco al que conocería años después en Madrid, el ya como dirigente de las Comisiones Obreras de la Construcción y del Partido Comunista de España.

Pienso ahora que todo lo que podía necesitar un chaval, una familia, estaba allí concentrado.Los puentes sólo se cruzaban para ir al Mercado Central una vez a la semana o al Pilar a rezar a la Virgen.El río Ebro era una importante frontera natural y sólo se cruzaba si era necesario.

En la orilla de nuestro barrio nos podíamos bañar sin problema en “la isla” que se había ido formando entre el “Pozo de San Lázaro”, con incontables leyendas sobre su profundidad y los carros de mulas que se había tragado, y el lugar donde existió un llamado Puente de Tablas que no llegué a conocer y que actualmente está señalizado.

Imagen del Puente de Tablas a principios del siglo XX

El agua por este lado izquierdo del Ebro bajaba más limpia y sin basura. Todo lo contrario del lado derecho por donde vertían las tuberías del mercado y de los grandes barrios de Zaragoza. Pasado el puente de hierro aguas abajo, por el lado del Barrio Jesús, así se llamaba nuestro “cuadrado”, también había un desagüe  donde iban los pescadores porque decían que allí se juntaban los barbos y otros peces de escasa calidad que normalmente devolvían al río después de pescarlos.Un poco más adelante en la orilla derecha confluye el Rio Huerva  después de cruzar Zaragoza tanto por la superficie como por debajo de tierra, pero su desembocadura ya me pillaba muy lejos y nunca llegué a ir.

De la calidad del agua que bajaba por el lado derecho recuerdo, teniendo yo cinco o seis años,la anécdota de un compañero ferroviario de mi padre que se agachó en la orilla debajo del Puente de Piedra y arrancó unas plantas. Me las dio y me dijo que eran berros y que esa planta sólo crece donde hay agua que corre y está limpia.

En este barrio de gente trabajadora había algunas casas viejas y con corralas muy poco cuidadas donde vivía gente muy pobre. Se produjeron casos de tiña, escarlatina y otras enfermedades consecuencia de la falta de limpieza e higiene.No podíamos tocar los gatos porque se nos decía que transmitían la tiña y la verdad es que viéndolos con zonas despellejadas y caras de asustados daban bastante miedo.

En la parte trasera de mi casa había dos tejados donde de forma habitual veíamos correr los ratones.Era una distracción a la que dedicaba horas el ver a los gatos acechando para cazar algún ratón.Enfrente estaban las dos vaquerías, regentadas por familias de Santander, como no podía ser menos, y los vecinos de debajo de nuestra casa y los de al lado tenían corrales con gallinas, conejos, palomas y algún pavo para Navidad.Era normal que hubiera ratoncillos, además de moscas y muchos gorriones.

En fin creo de verdad que mi patria son esas galletas y ese pequeño barrio, al que vuelvo muy de vez en cuando para asombrarme de como ha cambiado todo.

Madrid, Febrero 2020

Tunel de San Lázaro por donde entraban los trenes provenientes del Sur a la Estación del Norte en el Barrio Jesús

Mi patria huele a galletas