viernes. 19.04.2024

El hombre estaba sentado solo, en la mesa junto al ventanal, con la mano giraba lentamente el vaso bajo de whisky. Estaba absorto en los reflejos dorados que se desprendían con el movimiento, tal vez para no pensar.Había parado en el bar antes de llegar a su casa, llevaba cuatro días fuera. Venía de hacer un trabajo; desde el estado de alarma era el primer encargo que había tenido.Los parroquianos, poco a poco, habían ido abandonando el bar. Al final, se acercó el dueño, respetuosamente –era un cliente fijo– y le dijo que tenía que cerrar. Apuró lo que quedaba en el vaso, pagó, se puso la chaqueta y el sombrero, cogió la bolsa de viaje y salió del bar. Se subió el cuello, se acomodó bien el sombrero. Las gotas de la llovizna resplandecían al pasar por la farola que hacía brillar los adoquines mojados. Se dio la vuelta cuando dos luces, iluminaron la estrecha calle,demoró el paso. Después dobló la esquina y entró en el segundo portal.

En su casa, dejó el sombrero en el perchero y la bolsa de viaje en el suelo. Lo primero que hizo fue ir al cuarto de su hijo, con mimo y sigilo para no despertarlo, lo arropó bien, le dio un tierno beso y salió. Fue al comedor y, como siguiendo un ritual, se detuvo unos instantes frente a la foto de su mujer que había en el aparador. Desde el portarretrato le sonreía. Ella los había dejado solos después de luchar juntos durante dos años contra el cáncer, al final la parca había vencido. Durante todo ese tiempo estuvo a su lado, solo la dejaba para atender al pequeño. Siguiendo el ritual, cogió la foto, le dio un beso y volvió a depositarla con cuidado en el lugar exacto en el que estaba. Fue a la cocina, dejó todo preparado para el desayuno.

Todos los días se levantaba temprano, se hacía un café y se ponía frente al ordenador a recorrer varios periódicos digitales durante más de una hora. Entonces se levantaba para despertar a su hijo.Desayunaban juntos, antes lo acompañaba al cole y él se iba al gimnasio donde se pasaba toda la mañana, hacía también boxeo y natación; ahora había habilitado una habitación con todo lo necesario para hacer ejercicios.A final de la mañana, todos los días, pasaba por la oficina de correos para ver su apartado y volvía a su casa para preparar la comida. Su hijo se pasaba la mañana siguiendo las clases on-line, le gustaba estudiar.Comían juntos y después se iba al sofá a leer–le encantaba la novela negra–, mientras su hijo se ponía frente al ordenador. Ya no podía bajar a jugar con los amigos, ni podían ir juntos a ver una exposición o una película al cine o una obra infantil al teatro.Desde que empezó la cuarentena, veían juntos alguna película en la televisión o él le enseñaba a jugar al ajedrez. Eso era cuando él no tenía trabajo. Cuando tenía algún trabajo, estaba ocupado durante una semana o diez días y el niño se encargaba de todo sin problemas. Pero esto solo pasaba seis o siete veces al año. Desde el estado de alarma, esta había sido la tercera vez que dejaba a su hijo solo.

Antes de salir de la cocina, instintivamente se fijó en los mantelitos, las tazas, los platos, las cucharas, el azucarero, el cuchillo para untar. Volvió al comedor, todo estaba en orden, limpio, olía bien. Adoraba a su hijo. Era listo, responsable, buen estudiante y mejor colega. En el tiempo que llevaban solos se había desarrollado una intensa complicidad para mitigar la ausencia de su madre y rescatar toda la alegría posible que cada vez era más espontanea. Era fácil la convivencia entre ellos. Se sirvió otro whisky, el penúltimo.

Se quitó la chaqueta, de la parte de atrás del cinturón desabrochó la funda de la pistola y la dejó sobre la mesa. Se sentó, sacó la pistola de la funda, era una Glock 22, con el cañón modificado para adaptar un silenciador. Le quitó el cargador y tiró la corredera para asegurarse de que no quedaba ninguna bala, extendió un paño, desenroscó el silenciador y en un momento la desarmó, disponiendo ordenadamente las piezas sobre el paño. Se levantó y fue hasta un falso tabique oculto en un armario empotrado. Cuando lo abrió, se pudo ver, dispuestas en un panel, una buena cantidad de pistolas, un revolver Smith & Wesson 686, un par de rifles de precisión, miras telescópicas, munición de diverso calibre y otros complementos.

Volvió a la mesa con todos los utensilios necesarios para limpiar y lubricar el arma. Con una baqueta Tipton de fibra de carbono, un cepillo de alambre de cobre y otro de fibra de nylon, tampones FVC y nitrosolvente, limpió la pistola a conciencia;no quedó ningún resto de pólvora. Luego la lubricó con Lubrilina y la volvió a ensamblar, dejándola lista para volver a usarla. Del bolsillo de la chaqueta sacó una foto de un hombre de unos cincuenta años, bien vestido, que en el momento de la instantánea abría la puerta de un Mercedes. La miró un segundo, la empapó en nitrosolvente, la depositó en un bol y le prendió fuego. En cuestión de segundos no quedó nada. Fue al baño para tirar los restos carbonizados de la foto en el inodoro. Volvió a por la pistola y después de dejarla en su lugar, con un punzón, hizo una pequeña muesca en el tablero. Si hubiera tiempo, se podrían contar 29 muescas, 29 vidas truncadas que él no conocía, que no le habían hecho nada. Cerró con cuidado el tabique, procurando que quedara perfectamente disimulado.De camino a su habitación, volvió a pasar por el cuarto de su hijo, le dio otro beso y le deseó, en voz baja, felices sueños. Él los tendría como siempre que hacía una nueva muesca en el tablero.

Fase 2 Muesca