martes. 23.04.2024

El pueblo estaba agitado, hacía cinco días que la provincia había pasado a la fase 1 de la desescalada del estado de alarma. Después de casi sesenta días confinados, «exactamente 58», pensó él, el primer día,como si se descorchara una botella de cava guardada para una buena ocasión,mujeres y hombres de todas las edades y condición, liberados, se volcaron alegres a las calles, invadieron las plazas y los parques, ocuparon las reducidas sillas de las terrazas, visitaron los pequeños comercios.Las familias y los amigos se juntaron. Ellos bajaron pronto, tomaron un café en la terraza del bar que había al lado del parque que estaba cerca de su casa saludando a vecinos y desconocidos, comieron con los padres de ella y después de la sobremesa, paseando, regresaron a su casa. Al segundo día, la gente se apaciguó, se generalizó el uso de mascarillas, los grupos fueron menos numerosos, se respetó la distancia de seguridad, el mal tiempo ayudó.

Llevaban cinco días en la fase 1. Poco después de cenar, pendientes de que empezara la serie que estaban siguiendo, ella anunció que se iba a dormir. Él se levantó raudo. Mientras ella iba al baño, el abrió la cama, le preparó el camisón, le llevó agua y la esperó. Cuando se acostó, le acomodó las sábanas y le deseó buenas noches. Regresó al salón. Se sirvió un gin-tonic. Se dejó caer en el sofá. Pensó en ella: «lleva más de diez días rara, cansada, pensé que el miedo que siente era claustrofobia por el confinamiento, pero ahora que tenemos más libertad para salir, sigue igual. Hago todo lo que puedo, no sé que más hacer para ayudarla a superar lo que está viviendo y que no le permite ser ella, siempre tan vital y alegre». Impotente, no quiso seguir dándole vueltas. Cogió el mando, le dio a play y trató de reengancharse a la serie.

Abrió los ojos. Instintivamente tocó el cuerpo de su compañero. Por la respiración plácida y acompasada supo que dormía profundamente. Cuando se dio la vuelta para retomar el sueño descubrió qué fue lo que la había despertado. Creía haber escuchado que habían estado manipulando la puerta de la calle. Prestó atención, le parecía oír algo que se movía sigilosamente en la parte delantera de la casa donde, desde la puerta de entrada, se accedía al salón, al comedor y al despacho que compartían. Quiso asegurarse antes de despertar a su pareja. El ruido era apenas perceptible y el vano intento de definirlo agudizaba su miedo.

Ahora sí se percató, horrorizada, de que unos pasos pesados, lentos,amortiguados por la moqueta, avanzaban hacia el dormitorio por el pasillo. Quiso estirar el brazo para despertar a su compañero, pero permaneció inmóvil junto a su cuerpo. Ninguna parte de su cuerpo respondía a la sórdenes desesperadas que lanzaba su cerebro. Quiso gritar, no salió ningún sonido de su garganta. Intentó levantarse, no pudo. Concentró todas sus fuerzas en mover las piernas, fue imposible. Al sentirse inmovilizada, el pánico se apoderó de ella.

Entonces vio como se abría despacio la puerta y se recortaba una figura enorme, cubierta por lo que supuso que era una capa negra que marcaban muchas espículas y una capucha que le cubría la cabeza. Nuevamente intensificó las órdenes angustiantes a su cuerpo para que rompiera su parálisis. Fue inútil. La figura avanzó hacia ella. Ahora lo tenía a su lado. Vio unos ojos fríos, del color del acero, que la miraban y cómo su boca siniestra se transformaba en una cruel sonrisa que dejaba ver unos dientes desparejos y podridos. De esa boca emanaba una lengua obscena y puntiaguda, mientras unas manos huesudas, que más parecían unos garfios, se estiraban hacia ella. Entonces descubrió en sus ojos lo que era el odio y en la mueca de su boca toda la perversidad. Tuvo la certeza de que la maldad de ese ser superaba lo humano.

Como era habitual, antes de que el reloj diera las 07:00, él se despertó y saltó de la cama para ir a la cocina, poner una cápsula de café en la máquina y dirigirse al baño. Cuando salió puso otra cápsula para ella, se tomó su café. Prendió su primer cigarrillo y se dispuso a despertarla. Depositó la taza en la mesilla y encendió la luz. Una mezcla de asombro y angustia estalló cuando se dirigió a ella diciéndole: «arriba, dormilona».

Boca arriba, ella miraba al techo con los ojos desorbitados y su boca abierta parecía no terminar de dar un alarido. Ese rostro que tanto le gustaba trasmitía pánico, un miedo atroz. No intentó reanimarla, sabía que era inútil. Cuando pudo reaccionar, buscó su móvil y llamó a Urgencias.

Después de deambular por la casa sin saber qué hacer, se sentó a su lado, al borde de la cama. Apoyó los codos en las rodillas y se dobló hasta que su frente alcanzó sus manos. Evitaba ver así el rostro deforme y se esforzaba en evocarla cuando sonreía o cuando hacían el amor. Pero en esos momentos en su mente solo había dos preguntas: «¿porqué? y ¿qué había pasado?», para las que no encontraba ninguna respuesta.

El timbre lo sacó de su letargo. Mientras recorría el pasillo, volvió a sonar, apuró el paso. Cuando descolgó el telefonillo tuvo que esforzarse para poder hablar y preguntar quién era. «Servicio de urgencias», le contestaron y apretó el botón. Durante un segundo se quedó mirando la puerta, después retrocedió para buscar las llaves. Mientras liberaba los nueve anclajes de los dos cerrojos de la pesada puerta acorazada que habían instalado el día anterior, pensó en ella. Llevaba días diciendo que no se sentía segura, que tenía miedo. La noche anterior, cuando se fue a la cama, le dio un beso y con una sonrisa cómplice, le dio las gracias por la nueva puerta, «dormiré tranquila, esta noche no voy a pasar miedo». Fueron las últimas palabras que le escuchó decir.

Fase 1 Puerta acorazada