viernes. 19.04.2024
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Lienzo de Edward Hopper

Poesía | JESÚS CÁRDENAS

La poesía crea espacios donde habitar el amor y la palabra. Concreta lo abstracto. Teje hilos, más o menos inciertos, haciendo posible deseos casi intocables hasta materializarlos, y en ocasiones corporeizarlos. Logra Iona Gruia (Bucarest, 1978) en La luz que enciende el cuerpo convertir los espacios en vida, mediante la profundidad del cuerpo.

La profesora de la Universidad de Granada, tras El sol en la fruta o Carrusel, crea espacios vitales en su tercera entrega lírica en torno a seis apartados y un epílogo. A pesar de las distintas separaciones, crea Gruia una red común de sentido en torno a espacios artísticos y familiar toda su pasión. Así pues, no se trata de fronteras sino de hilos que se cruzan por la sensibilidad hasta hilar hábilmente un conjunto unitario mediante un uso del lenguaje cotidiano.

Es el discurso poético de Iona Gruia propio de una escritura tan vitalista, tan intensa como deseosa, pues en el horizonte de sus poemas alumbran una reflexión, una imagen o un recuerdo. No echará de menos el lector la verdad, pues en cada verso la hallamos enhebrada y, en el desliar, la lectura contribuye, también, una expresión poética que arraiga en nuestra tradición de una forma auténtica y veraz. En el volumen se recogen los asuntos del amor, la identidad, la familia y la poesía.

Cubierta La luz que enciende el cuerpo

Las pinturas de los cincuenta del estadounidense Hooper, señal de belleza contemporánea, muestran a un sujeto poético en personajes femeninos que tienen un deseo manifiesto. Breves poemas desarrollados en estrofas de ritmo endecasilábico, donde predomina la esticomitia sobre el encabalgamiento. Trazan una red léxica sobre la mirada reflexiva de convertirse en una de ellas, hasta colocarse en sus anhelos, pese a las sombras emitidas por la soledad: “esta mujer soy yo, me está aguardando”, dirá en “Ventana de hotel”. Resaltan en ellos su capacidad de sentir, más allá de la contemplación como se lee en “Mañana en Cape Cod”: “Con la visión del bosque no le basta, / quisiera ser el bosque. […] Quisiera ser un animal que aúlla / de pura intensidad, de puro gozo”.

Asimismo un erotismo, más explícito, alumbra magníficos poemas, de gran expresividad, que parten del encuentro físico y del sentimiento amoroso –como diría Olga Novo o Luis Cernuda– capaces de justificar la existencia, y que encumbran este libro, como “Salvavidas”: “Soy una llama acuática, ventana / abierta al cuerpo nuevo, luminoso, / alumbrado del sexo con la lengua, / con los dedos que se hunden en la noche”. Versos sensuales que nos evocan una poética corporal, y nos ponen en contacto con Alejandra Pizarnik, Blanca Varela, Clara Janés o Josefa Parra, entre otras poetas que se han inspirado en uno de los mayores disfrutes de la vida, y no lo ocultaron en sus composiciones. También una sensualidad envuelta en sueños, empleando el símbolo del faro, en “Invocación para llegar al faro de Virginia Woolf”. 

El tejido contemplativo e identitario aparece en la escena de mirar por la ventana y en el reconocimiento con la mujer que aparece. Lo cotidiano parece alumbrarse en la ventana, que actúa como un símbolo del deseo cotidiano. La que mira ve un paisaje interiorizado: “el cómodo cobijo de la casa”. Sin embargo, al ser tan claroscuro, el sujeto siente la necesidad de tomar distancia, así en “Alguien que no era yo” el contraste, tomando el título prestado de Ángel González, trata de resolver la tensión entre el sujeto del pasado y el del presente. Posteriormente, la vitalidad irá menguando en “La música secreta” y apagándose en un tono melancólico en el apartado “Parque interior”, donde las dudas dan paso a la imagen de una infancia perdida. El exterior proyecta un perfil más derrotista, así en el acto de contemplar un árbol pelado, símbolo de fracaso o, más bien símbolo de la tensión entre el “haber sido” y el ser, como leemos en el delicioso “Invención a dos voces”: “Invéntame, mi amor, como quise haber sido”.

ioana

Pese a todo, bajo la piel del goce y de la sensualidad se halla la incertidumbre del equívoco, y, consecuentemente, del posible fracaso planeando el refugio doméstico, caso de “Las preguntas”. De un modo similar, sucede cuando el sujeto poético vuelve sus ojos a la niñez, con extrañeza, y se presiente la tensión angustiosa entre permanecer ajena o ser fuego incendiario, en “El violín gitano”: “cuándo aguantar la espera contenida, / cuándo arquearse en pura piel mojada, / y convertirse en cuerda o en aullido”.

Desborda el goce, de ahí que vuelva la poeta al rock, al jazz y a la musicalidad del verso. En el cuarto apartado, “Canciones”, las estrofas en sonoros alejandrinos hacen bailar hasta “las cosas perdidas”. El sujeto lírico también se reconforta en la propia poesía, como muestran los poemas en homenaje a Luis García Montero o Joan Margarit, o en el reiterado concepto del poema como “casa de nuestra piel”.

Su voz se torna tierna y delicada a la hora de describir la dificultad que entraña aquello que resulta complejo explicar a una cría, en “Todas las cosas de las que no hablamos”. En el epílogo, como cierre circular, nos devuelve a la imagen de la ventana inicial, pasando por el goce, el deseo, la infancia, pero la imagen materna toma otro rumbo contemplativo, el encuentro contemplativo de madre e hija: “Y solo sentí un deseo: / cuando sea mayor, que ambas miremos / en tu jardín las formas de las nubes”.

En suma, es La luz que enciende el cuerpo un libro delicioso. Su cohesión ilumina a la perfección los motivos que Iona Gruia aborda. En cada poema se deleita el goce del cuerpo fulgurante, de la sensibilidad que anhela espacios vitales. La serenidad de los versos intensifican el deseo y acogen la realidad.

La luz que enciende el cuerpo, Iona Gruia. Visor. Premio de Poesía Hermanos Argensola 2021. 83 Páginas. COMPRA ONLINE


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JESÚS CÁRDENAS es poeta, crítico literario y profesor.

Espacios vitales | Sobre "La luz que enciende el cuerpo", de Ioana Gruia