viernes. 29.03.2024
relatos-interior
Foto: Carmen Barrios

Piter apareció en casa de ella una tarde de finales de octubre. Llegó sin ser invitado y de forma casual, era el amigo de un amigo que pasaba por allí acompañando a alguien. Tenía aspecto de alma errante, muy delgado y frágil, como una figura de Giacometti que camina por el mundo con lo puesto: una gabardina crema, larga como un día sin luz, y unas botas negras gastadas por el uso, pero tan limpias como si acabaran de salir del escaparate de una zapatería de caballeros. Como un ser casi incorpóreo, entró en su casa calladamente, sin ruido ni apenas explicación, más allá de un “-hola este es Piter, me lo he encontrado en la plaza nueva y me lo he traído, no te importa, ¿verdad?-” y un -“hola, por supuesto, claro que no importa, pasad y sentaos por ahí”.

Piter entró por el pasillo, llegó al salón y se quitó la gabardina con suavidad, a cámara lenta. La prenda descendió hasta el suelo como si fuera la cáscara que abandona una semilla, y su cuerpo de oblea se desplazó como una espora que trae el viento y cae liviana hasta posarse sobre la hierba mullida un día de otoño cálido y sin brisa, y allí mismo, germinó, echó raíces sobre el cojín derecho del sofá, así sin más.

Sin hacer ruido y sin avisar, lentamente, como hacen las plantas, fue poco a poco colonizando su casa y su vida. Desde ese rincón, como una enredadera invasora ávida de terreno fértil, ocupó todo el espacio. Cuando ella se quiso dar cuenta, todo su mundo se reducía a Piter, el amigo de un amigo que pasó un día por allí acompañando a alguien y se quedó.

Los amigos de ella dejaron de ir a visitarla, porque la presencia de Piter era tan absoluta e ilimitada que ella había dejado de ser ella, y se estaba transformando también en un ser híbrido, casi vegetal y con la voluntad aletargada. Comenzó a abandonarse, a salir a la calle cada vez menos, hasta se despidió del trabajo y dejó, incluso, de cortarse el pelo y las uñas, y también,de forma paulatina, fue prescindiendo de asearse o de ocuparse lo más mínimo de su persona. Su aspecto se asemejaba al de una planta ornamental olvidada en un rincón sin tránsito, parecía un ficus sucio y descuidado, con las hojas estucadas por un polvo pringoso y gris.

Un día, casi un año después, los vecinos decidieron llamar a la puerta de ella, molestos porque hacía mucho que no recogía el correo, que se acumulaba como una columna de papel indecente en un rincón del portal sin que nadie se atreviera a tirarlo. Como no se oía nada y nadie contestaba, cundió la alarma, una alarma tardía, porque el tiempo había corrido lento dentro de la casa de ella, pero no se había detenido.

Cuando los bomberos derribaron la puerta y la policía entró en la casa, no quedaba ni un rincón sin cubrir por las hojas de una enredadera selvática y frondosa como nunca habían visto. Las raíces retorcidas de la planta salían del sofá como el esqueleto exterior de un inmenso parásito y se extendían por todo el piso del salón, hasta llegar a la habitación, donde ella yacía sobre la cama aprisionada por las ramas gruesas de Piter, que ya no la dejaban moverse. Solo su cabello, largo y teñido por el polvo gris, acusaba el escaso movimiento originado por un viento precario, que se abría paso con asfixia desde la puerta de la calle.

La enredadera