jueves. 28.03.2024
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Juniperus chinensis

Allí donde es imposible imaginar la comodidad o la mesura; justo allí donde el clima manifiesta toda su crueldad; allí donde el viento reina inclemente, se alza el enebro para dejar constancia de su capacidad de pelea. Hoy, cuando la ecología nos habla de medio ambiente sostenible; de especies que se integran de forma armónica con la naturaleza, se yergue el enebro para demostrarnos que su vida se consagra a otras metas más altas.

Suele el enebro enraizar entre imposibles rocas graníticas de las que parece extraer dureza y permanencia, elevando su tronco cobijado entre ramas que ocultan, pudorosas, la esencia de su alma recta y bien cubierta de rugosa corteza. Es el enebro árbol que consagra su existencia a la solitaria meditación sobre la vida; deja que el tiempo madure sus pensamientos y, de lustro en lustro, contrasta con sus vecinos, cercanos pero solos, las sesudas conclusiones de un pensamiento tan cerrado como la oronda forma de su contorno.

Odia el enebro la escueta figura del ciprés, tan seco, tan simple, tan ajeno a la compleja elaboración de las redondeadas formas de su contorno. Como las figuras de Rubens, se necesita el enebro redondo y completo; inacabable en su propia esfera sin fin ni principio.

Se retuerce el enebro para resistir el cruel viento norte, seco y frío; se ofrece al viento del oeste, húmedo y tormentoso, pero se cierra al viento del sur, ese seco viento de verano que amenaza extraer la humedad de sus raíces de granito y tierra antigua. Adoro esos terrenos de enebros que forman una línea quebrada contra el cielo de tormenta; una línea estable, orgullosa y retadora que hace frente a la sierra de piedra con su sierra verde, sensible y vegetal que participa de la esencia de la roca.

Sin la mano del hombre que desnuda su tronco parece, el enebro, un albergue natural para el más débil: los animales y pájaros que llegan a su oscuro interior para cobijarse del clima de la zona.

De vez en cuando, en las altas fincas de los páramos, se ven enebros compartiendo espacio con encinas curiosas que quieren aprender el secreto del orgullo de esos árboles; orgullo que ellas no entienden y miran, arrobadas, con admiración callada, como si esa proximidad les pudiera contagiar algo.

Esos enebros de la comarca son tesoros vivos y antiguos que resisten el empuje de esa locura de construcciones y especulación; enebros que hablan de cuando el campo era campo y el invierno una época de muerte y esfuerzo. Hablan los enebros de mis cercanos campos de la debilidad de esas especies que habitan los civilizados jardines de las casas lejanas; cuentan historias de pastores y ganado; de fríos y vientos secos y crueles que dejaban los campos helados y sin vida; de tierras dormidas olvidadas del sueño de la primavera. Que no se pierdan los enebros cercanos, que si se pierden, perderemos con ellos siglos de sabiduría y trabajo; de conocimiento sobre huellas y especies, de lluvias, vientos y cielos bajo los que el hombre se hizo sabio antes de olvidarse de todo lo que los enebros le enseñaron luchando, siglo a siglo, en la palestra de las secas tierras de esta Castilla cruel.

La palestra del enebro