jueves. 28.03.2024

España es una representación grotesca de la civilización europea. Valle Inclán: Luces de bohemia.

Como un barco extraviado, encallado en la arena, el país se ha parado. Desde los puntos de vista económico, político, institucional y también moral -¿o sobre todo moral?- el viaje ha concluido en una inesperada singladura, pero aún no hemos llegado a nuestro destino. O puede que sí, que quizá sea este nuestro fatal destino y, como el buque del holandés errante, que nunca tocaba puerto, nosotros estemos condenados a emprender travesías que no llegan a término; viajes a ninguna parte.

No hace tanto tiempo marchábamos a toda máquina, alimentada la caldera con el pingüe negocio de la especulación del suelo, la construcción y el crédito barato. España iba bien, según la opinión de Aznar, pero ¿hacia dónde? Como nuevos ricos recién llegados al estilo de vida neoliberal y materialista, nuestros dirigentes políticos se permitían lujos propios de un país de postineros.

Uno, llegado al neoliberalismo desde el franquismo sin pasar por el liberalismo, impartía belicosas lecciones de doctrina neocon y daba consejos contables al gobierno alemán, que prestaba el dinero que contribuía a la buena marcha de nuestras cuentas. El otro, una joven estrella de la socialdemocracia tan fugaz como la luz de una cerilla, reducía el efecto de la crisis económica mundial sobre la economía española apoyándose en la buena salud del sistema financiero, cuyo saneamiento con fondos públicos está costando un Potosí.

En muy poco tiempo se ha desvanecido el sueño de contar con el crecimiento económico necesario para acercar la inversión en investigación, educación y cultura, y las rentas y servicios públicos a los promedios de los países punteros de la Unión Europea, pero sobre todo se ha desvanecido el sueño de un país, que, olvidando la bronca perpetua, pudiera ser de otra manera y, gobernado de modo democrático por una clase política responsable, eficiente y honrada, pudiese remediar las causas de su atraso secular y afrontar el futuro con algo más de sosiego y optimismo. Pero tampoco hemos acertado esta vez.

Con un cuidadoso mimo hacia las clases altas y las medidas de una austeridad  dirigida hacia los asalariados y clases populares -austeridad para los austeros-, con la reducción del gasto público y la privatización de servicios y bienes del Estado como ilusorias fórmulas para salir de la recesión económica, España camina hacia el subdesarrollo, llevada con mano firme por un gobierno irresponsable y mediocre, propuesto por un partido amoral y en buena parte corrompido, heredero ideológica y biológicamente del régimen franquista.

España se aleja otra vez de Europa -y esta se aleja de sí misma- y se dirige hacia un modelo social y económico de tipo latinoamericano.

En un país dotado históricamente de escasa cultura política y de corta tradición democrática, el sistema productivo y las estructuras sociales generadas por la concentración de la propiedad privada y la desigual distribución de la riqueza han fomentado un sistema de gobierno y reclutamiento de élites a su imagen y semejanza, que es más propio de una república bananera centroamericana que de un país europeo desarrollado. En muy poco tiempo, de ser un país emergente hemos pasado a ser otro estancado y endeudado, en riesgo de perder laboralmente dos generaciones de jóvenes bien preparados y de condenar a la tercera parte de la población a practicar una economía de subsistencia.

La conjunción de la crisis económica devenida en una profunda recesión con una grave crisis de dirección política, tanto de personas como de instituciones, ha hecho aflorar lo que estaba soterrado. Volvemos atrás.

Los elevados beneficios de las grandes empresas, el ascenso de los ingresos de las mayores fortunas, que además gozan de un privilegiado régimen fiscal, el aumento en la desigualdad entre rentas y el desproporcionado reparto de los costes de la recesión, revelan el poderío de una clase social intocable, que exige pasar por esta etapa sin ser molestada ni renunciar a su nivel de vida, mientras la mayoría de la población debe renunciar obligatoriamente al suyo.

El proceso de degeneración de las élites políticas y económicas y la erosión de la confianza en las más altas instancias del Estado, el poco cuidado en la administración de los fondos públicos, cuando no su rapiña a favor de espurios intereses privados, y el extendido fenómeno de la corrupción, que alcanza a las instituciones públicas, a las asociaciones patronales y a las grandes empresas, nos retrotraen a otra época. Volvemos, en el aspecto político, a la España grotesca señalada por Valle Inclán, al esperpento, y en el aspecto social, a la decrepitud de la clase media y al submundo de la pobretería, descritos en Misericordia por Pérez Galdós, hace algo más de cien años.

Lo que sucede revela con mucha claridad que, pese a las promesas sobre el luminoso porvenir que nos aguardaba tras la muerte del dictador, no podíamos llegar muy lejos con unas alforjas que alojaban tanto lastre del franquismo. Aquel pesado fardo nos ha dejado clavados y exhaustos, a mitad de camino hacia una sociedad democrática avanzada, que tuviera un orden económico y social justo y como valores superiores la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político, que figuran en la Constitución, cuyo Preámbulo y primeros artículos se parecen cada día más al cuento de Caperucita antes de que se la comiera el lobo (noble animal, al que le ha tocado un mal papel en el reparto).

La sombra de Franco, pesada, pegajosa y alargada, nos asfixia. España sigue marcada por la cargante herencia del Generalísimo, administrada de manera descarada por sus pertinaces herederos con el concurso de la Iglesia católica.

Casi cuarenta años después de la muerte de Franco, seguimos marcados por el franquismo, ahora adobado con un neoliberalismo conservador y autoritario. Los herederos de quienes erigieron un poder político sin límites representado por la dictadura del Estado, hoy defienden similares intereses por medio de la dictadura del Mercado.

La crisis financiera y la subsiguiente depresión económica han sido factores  que han revelado lo que permanecía latente desde hace tiempo y muestran los alarmantes signos que anuncian la simultánea agonía del modelo económico y del sistema político surgidos del celebrado consenso de la Transición, pero exponen también la letra pequeña de aquellos pactos: los grandes silencios y el recóndito pero imperativo mandato de no molestar, que explica las cargas que el país arrastra desde entonces: no molestar a la monarquía, no molestar al franquismo, no molestar a la Iglesia y no molestar a la oligarquía.  

La venerada Transición está exhausta, pero inacabada; agotada en sus fuerzas pero inconclusa en sus metas, yace exangüe, muerta.

Oficiemos su sepelio; démosle tierra y pensemos en empezar de nuevo con el propósito de librarnos de esas cargas seculares que tanto nos pesan. A ver si esta vez lo hacemos mejor y concluimos la tarea con más acierto.

Este es el desafío de nuestro tiempo: o despegarnos definitivamente de ese pasado, que pesa como una losa, o dejarnos arrastrar hacia otra versión del franquismo, que es, a la vez, el punto de origen y el único destino que concibe la derecha española.

Este texto es un fragmento del libro La oxidada transición, editado por La linterna sorda

Encallados