miércoles. 24.04.2024
ellatigo

Debería hacer algún esfuerzo por recordar cómo se nos hacía de noche jugando al látigo. Ahora mismo, por ejemplo. Ahora que casi puedo oler el calor de aquellos días de septiembre cerca de la ribera del río que acaricia mi barrio a su paso tranquilo hacia el Tajo. Y creo que lo estoy consiguiendo. El látigo, el vértigo y la decisión. Puro espíritu adolescente, puro impulso vital, ese apostar por lo salvaje en medio de la ciudad. Esa despedida de las vacaciones estivales. Ese mirarles al invierno y al colegio a la cara para decirles: seguimos siendo águilas en libertad. Libertad en las calles de mi barrio: libertad vigilada.

Cuando las chicas dejaban de jugar a los juegos de chicas para jugar con los chicos a juegos de chicos, a eso de las 10 de la noche, había uno imbatible. El juego del látigo. Y jugábamos, hacíamos una cadena de manos, de manos derechas unidas a manos izquierdas, de manos de chicas y manos de chicos, y aquella ligadura se ponía en marcha de forma violenta, con una velocidad inaudita y hacia ningún sitio, como una metáfora de la misma vida, de lo efímero y brillante y alegre y vulgar y eléctrico. Y compartido.

Recuerdo ahora sí, gracias al esfuerzo que hago en mi memoria, que jugaba al látigo la noche en que nos enteramos de la muerte de mi tío Rafael. 

La muerte establece una grieta en esa remembranza casi idílica de la infancia y de la adolescencia que nos acaricia el ánimo y nos impulsa a expresar la dicha con palabras en el agua del deseo. La muerte es un arañazo que aniquila la caricia, un manotazo brutal y homicida como estableció la poesía, es un arma de retroceso impetuoso que nos impide decir lo que nuestra ansia ansía. La muerte ha aparecido y el cuento que era un cuento más de aquellos días de barrio y risas y el olor de las primeras mujeres deja de ser un cuento y se convierte en el final de un cuento.

El látigo y la muerte