jueves. 25.04.2024

El estanque de Salinger se congela para siempre

NABOR RAPOSO DORRONSORO
–Está bien –le dije. De pronto se me ocurrió preguntarle si sabía una cosa–. ¡Oiga –le dije–. Esos patos del lago que hay cerca del Central Park South… Sabe qué lago le digo, ¿verdad? ¿Sabe usted por casualidad adónde van cuando el agua se hiela? ¿Tiene usted alguna idea de dónde se meten?
J. D. Salinger, “El guardián entre el cnteno”
NUEVATRIBUNA.ES - 29.1.2010

Truman Capote, contemporáneo suyo, dijo de él que era ‘un muerto literario’. También se ha dicho que si no había publicado una sola línea original desde 1965 era porque William Shawn –genius domus, como el propio Salinger lo definió en la dedicatoria de Franny and Zooey, de The New Yorker, la revista donde publicaba sus relatos– rechazaba sistemáticamente el nuevo material, acusando al escritor de disponer su obra al servicio de la religión y no al revés; como buen editor, declinaba publicar lo a su juicio impublicable, a pesar de que hacerlo hubiese reportado una gran notoriedad a la revista. Quizá sólo estaba preservando al escritor, indisoluble del hombre, su amigo: quizá también consciente de que la fama era lo que menos le importaba. Mejor dicho: la fama, su rechazo, era su gran obsesión. Esa ha sido la gran paradoja: su retiro, como un monje de clausura, de la fama, la proyección pública y los estamentos literarios le ha servido para erigirse en todo un mito.

Ha muerto a los noventa y un años en la casa de campo donde llevaba recluido cincuenta años, donde se dice –o se quiere creer– que escribía diariamente –en 1974, en la única entrevista que concedió, dijo “sigo escribiendo. Pero para mí”–; donde estudiaba las religiones y se sumía en largos procesos de meditación; donde también recibía a los devotos de su obra, que se escondían en los alrededores de la finca, con una escopeta en la mano. “Ese es el gran problema. Nunca puedes encontrar un lugar que sea agradable y tranquilo, porque no existe. A veces puedes pensar que sí existe pero una vez estas allí alguien se acerca sigilosamente y escribe JÓDETE en tus propias narices”.

De modo que todos esos lectores desairados –ha vendido más de 60 millones de ejemplares de “El guardián entre el centeneno” desde su publicación en 1951– tendrán ahora la oportunidad de resarcirse, si es que algo queda de esos escritos. Porque más allá del hombre, ya convertido en leyenda, la obra del escritor perdurará: cerrado el ciclo narrativo de la familia Glass, tocada a partes iguales por la mano de Dios y la fatalidad, quedan aún varios relatos por publicarse –y traducirse– en formato volumen, como la saga del sargento Babe Gladwaller, el Sargento X de “Para Esmé, con amor y sordidez” (Nueve Cuentos; Alianza), cuyas peripecias sólo han sido publicadas en The New Yorker, y de eso hace ya más de medio siglo.

Tal vez, con su muerte, el escritor haya encontrado la paz que tanto persiguió. Lástima que ahora sea su voluntad la que sea violada, en beneficio, eso sí, de sus lectores, y en mayor medida de la Literatura. En cualquier caso, no faltará quien se beneficie de su herencia. Ya lo intentaron su hija Margaret y su amante Joyce Maynard, aireando las intimidades del escritor en dos libros que jamás llegaron a publicarse, como tampoco se publicó la secuela de ‘El guardián’ que escribió un tal Frederik Coltrin. Salinger peleó ferozmente por sus derechos –el derecho a su intimidad y sus derechos de autor– y el juez siempre le dio la razón. Únicamente Ian Hamilton, amparándose en triquiñuelas jurídicas, logró publicar una serie de cartas pertenecientes a el flujo de correspondencia que el autor mantuvo con otros escritores.

Aún así, parece poco probable que haya material auténtico de la pluma del escritor pendiente de ver la luz. Pocos escritores en la historia han sido capaces de destruir sus últimas páginas al poner un pie en la balsa de Caronte, pero el oscurantismo que circula entorno a la vida cotidiana del escritor, unido a las excentricidades ya conocidas, no hacen sino poner de manifiesto todo tipo de especulaciones, mayormente o en menor medida infundadas. Sólo el tiempo, una vez más, será el encargado de desvelar el primer gran misterio literario del Siglo XXI.

Pero queda su obra, y la excusa –su muerte: lástima– que acompaña a su lectura inolvidable. Holden Caufield olvidando en el metro su bolsa de deporte con el equipo de esgrima, alegoría del joven desarmado en la gran ciudad. La bicicleta circense y niquelada de Joe Jackson de la que Seymour jamás se llegó a bajar en toda su vida, o el diálogo que mantiene su madre con su hermano menor, Zooey, afeitándose de cara al espejo del cuarto de baño. La última carcajada de un niño riéndose de su propio chiste cuando ese chiste es contado por un soldado. Los “imbéciles de mierda”, todos en fila, esperando para alistarse en la Oficina de Reclutamiento. Una carta infinita que habla de Cervantes, Balzac, Flaubert, y también de todas las religiones, de la A a la Z.

Queda el consuelo de saber –o no saber a ciencia cierta– de qué murió en su casa, de muerte natural, sin sufrir ningún tipo de dolor. Un anciano aguerrido –medía dos metros de altura–, lúcido, quizá todavía en sus cabales. Un hombre que vivió para dar vida a toda una serie de personajes inolvidables, cuyo destino estribaba en la misión de presentar un modelo de conducta, un patrón de aprendizaje con el que podamos identificarnos en un futuro y así reconocernos y llegar, si es el caso, a la tarea improbable de comprendernos a nosotros mismos. Alguien que nos ha hecho ser ‘paranoicos al revés’; alguien del que sospechamos que ha estado toda su vida conspirando para hacernos felices.

Nabor Raposo Dorronsoro - Escritor.

El estanque de Salinger se congela para siempre