jueves. 28.03.2024

Hay quienes pretenden elevar a categoría filosófica la anécdota protagonizada por Cecilia Jiménez, la octogenaria de Borja metida a restauradora de una obra de arte.

Algunos analistas, acuciados por su habitual pedantería, han considerado dicha chapuza pictórica como símbolo de la banalidad actual, como metáfora de la sinrazón en que vivimos, como signo inequívoco de la chapucería estructural en que el propio Estado está sumido por motivos de la crisis y su prima.

Y es que a estos analistas les encanta partir de un hecho individual y concreto y transformarlo en metáfora de toda una colectividad. Les importa muy poco fundir y confundir la parte con el todo, pues consideran que de este modo son más profundos que una idea clara y distinta cartesiana.

Mucho me temo, sin embargo, que tal hecho no llega ni siquiera a anécdota, y que, si no hubiera sido por la prensa extranjera, aquí nadie habría dicho “esta boca es mía”. El hecho se hubiese mantenido inédito, no publicado, que es, etimológicamente, el significado primero de anécdota. Solamente habría llegado al conocimiento y cachondeo, más o menos cínico, de sus propios paisanos.

Pero, en contra de lo que sostienen sutiles analistas, cobijados en periódicos de gran tirada nacional, lo sucedido en Borja no representa a nadie ni es signo de nada. 

Ni la banalidad, ni la sinrazón, ni la chapucería de nadie. Ni siquiera es la banalidad, la sinrazón y la chapucería intrínseca de la protagonista de esta anécdota.

Una persona, sea cual sea su estatus, no agota su personalidad en uno de los actos estúpidos a los que como humano tiene derecho a perpetrar a lo largo del día, del mes y del año. Los actos estúpidos que nos corresponden como individuos de la especie a lo largo de la vida no están, desgraciadamente, cerrados, sino que la lista está siempre abierta a la gran capacidad del ser humano para cometerlos en todos los ámbitos de su existencia.

Menos mal que sólo somos estúpidos a tiempo parcial. Aun así, nadie se libra de rendir pleitesía a la idiotez, protagonizando alguna anécdota más o menos sonada. Si uno mira dentro de los pliegues de su corazón, observará su lista particular de estupideces llevadas a cabo en los instantes menos pensados.

Como digo, todos somos estúpidos en algún momento, pero cabe afirmar que no todas las estupideces que cometemos y cometen los demás nos representan. Hay unas que tienen más categoría que otras.

Digamos para terminar que lo de Cecilia Jiménez es, cuando menos, una chapuza. Y, por supuesto, una chapuza concreta que le pertenece y le pertenecerá en exclusiva por los siglos de los siglos amén. Pero no es una estupidez. Al contrario, seguro que en el foro interno de su ingenio artístico –más o menos primario–, considerará su lifting pictórico digno de Goya.

En cambio, la gente, que se ha arremolinado en torno al Ecce Homo, es, más que chapucera, estólida. Pues rendir homenaje a una chapuza, aunque sea una artística chapuza, sólo cabe en una mente necia. Así que demos a la abuela Cecilia lo que le pertenece como chapucera y a los peripatéticos sujetos que se acercan a Borja lo que la ubicua estupidez tenga por conveniente concederles, que no será poco.

El 'eccehomo' de la estupidez