viernes. 26.04.2024
playa

Con el pensamiento del relato de Carmen Barrios en Nuevtribuna.es comencé a caminar. El calor de la tarde y la propia lectura me animaron a cruzar la carretera y acercarme a la playa; quizás un refrescante baño pudiera animarme, sacarme del letargo veraniego y aplacar la ebullición provocada por la lectura.

Se había levantado viento del sur, a esa hora era frecuente, el sol ya empezaba a caer. La playa era una gran explanada solitaria, ni a derecha ni a izquierda había nadie. Me senté sobre la arena, que aún permanecía caliente y decidí no estirar la toalla, así estaría limpia para secarme tras el baño. No lo dudé más, caminé hacia la orilla, fui animando mi paso hasta terminar en carrera y me lancé de cabeza sobre la primera ola espumosa que vino hacia mí. -Está tan limpia como salada, pensé al zambullirme, el viento había comenzado a revolver el agua y me distraje persiguiendo un plástico, atraparle y sacarle, podría ser mi buena obra del día y quizás lo más emocionante que tuviera. 

Finalmente, la bolsa multicolor terminó en mis manos, era de patatas caramelizadas con sabor a ajo, pasarían varias vidas hasta que yo pudiera probarlas. Las diferentes misiones estaban cumplidas, eso merecía una recompensa como por ejemplo una cerveza y patatas de verdad, incluso aceitunas, menú genuinamente veraniego.

A la izquierda de donde había dejado mis cosas se había sentado una pareja, jóvenes desde mi atalaya de edad, reían a carcajadas y miraban a su alrededor como si les preocupara que alguien les observara. En ese otear, nuestras miradas se cruzaron por primera vez, pero el uno y el otro parecían despreciar mi presencia. Comencé a secarme sin dejar de observarles, él cogía puñaditos de arena, que con el atardecer asemejaban oro en polvo, con él rociaba hombros y ombligo de la chica que la escarrufaba, diría un lugareño, pero su cara era de gozo.

Sin quitarles la vista de encima me vestí y calcé. Disimule con el móvil como si jugará con él, aunque estoy seguro que se notaba que mi atención estaba en otro sitio. Las manos de él abandonaron la arena para caminar con dos dedos por una melosa piel de un blanco casi deslumbrante. Ella empezó a mirar girando su cabeza armoniosamente de un lado a otro, seguro que buscaba ojos no invitados a lo que se anunciaba como una calurosa sesión de besos y abrazos. Unos ojos verdes y profundos se cruzaron con los míos, sonriéndome y ocultando tras el hombro nariz y boca.

La sonrisa no fue de reproche, ni siquiera de incomodidad. No me parecía propio seguir contemplando aquella escena. Estaba seguro que no iba a pararse en un simple roce de pieles. Algo me estaba sucediendo, el relato me había golpeado la libido y el agua del mar no estaba lo suficientemente fría para hacer que volviera a su ser.

No podía seguir mirando, había decidido levantarme, apoyé mi mano sobre la arena y recogí la pierna para impulsarme. En ese momento, el chico hizo una cabriola con sus piernas y consiguió formar unas pinzas con ellas que aprisionaron a la joven. Con sus brazos fuertes y bronceados atrajo el cuerpo hacia sí y buscó, con cierta brusquedad, juntar los labios de ambos. A los metros que nos separaban podía percibir las bocas abiertas e imaginé la alternancia de sus lenguas de una cavidad a la otra en un frenético intercambio de sus fluidos salivares. Abría mis ojos como si fuera el diafragma de la cámara fotográfica acercándome al objetivo hasta comprobar cómo un hilo de baba se escapaba entre la comisura de los labios de ambos.

El hombre estaba embebido en un juego compulsivo de caricias, yo observaba cómo los iris de ella intensificaban su color al mirarme, lo cual no dejaba de hacer, con ello pensé que daba su beneplácito a mi ejercicio de mirón       

La contemplación ya había ido muy lejos como para levantarme. No, no me sentía excitado, quizás impaciente, no estaba mal, una sensación extraña, quizás olvidada, muy lejana. El hombre estaba embebido en un juego compulsivo de caricias, yo observaba cómo los iris de ella intensificaban su color al mirarme, lo cual no dejaba de hacer, con ello pensé que daba su beneplácito a mi ejercicio de mirón.       

Despejados sus bañadores se revolcaron sin dejar un milímetro de separación entre ellos, no levantaron nubes de arena, lo contrario humedecían todo con el sudor de sus cuerpos poniendo banda sonora con gemidos y carcajadas. Sus ojos permanecían cerrados, concentrados el uno en el otro, ya nada existía a su alrededor. La pareja que paseaba a su perro por la orilla los miró con un puritano reproche ¡Y qué! Eran conocedores de mi presencia y de haber participado como un espectador con silla preferente en el patio de butacas, debieron otorgarme entrada de invitado.

Cogidos de la mano impulsaron en un atlético salto sus cuerpos desnudos, erguidos corrieron hacia el agua zambulléndose de golpe y nadando con las fuerzas que les quedaban hacia la línea del horizonte.

Me apresuré a levantarme y apretando el paso inicié el camino de vuelta hacia la casa. Una cerveza, patatas fritas y unas aceitunas, genial merienda cena de finales de julio. Antes, una ducha fresquita era necesaria...

El calor que provoca mirar