viernes. 19.04.2024

Cinecittà Babilonia, de Marco Spagnoli, arranca con imágenes de la entrega de premios de la revista Cinema, en junio de 1940, en Roma. En ellas, directores, productores y actrices afines al gobierno fascista beben, ríen y bailan despreocupadamente, sin intuir a qué abismo se precipitarían tres años después. Todos forman parte del proceso iniciado en 1937 con la construcción de los estudios Cineccità, con los que el régimen pretendía fundar una industria cinematográfica que compitiera con Hollywood y difundiese la ideología oficial. Previamente había creado el Instituto Luce -cuyo lema “El cine es el arma más importante” utilizaría Mussolini- y el Centro Experimentale del Cinema.

Cinecittà Babilonia narra este proceso, en el que las mujeres, secularmente olvidadas por el poder, parecían cobrar protagonismo. Organizadas en clubes, muchas italianas respondieron positivamente a la propaganda que, bajo el slogan “Nuevas mujeres para nuevos niños”, propugnaba tanto su emancipación como el culto al cuerpo mediante el deporte. La realidad fue distinta: el régimen las recluyó en roles tradicionales y obstaculizó que trabajaran fuera de casa. Para Mussolini, la principal función de las “nuevas mujeres” era procrear: Italia debía pasar de 40 a 60 millones de habitantes en pocos años.

Pero todo no fue negativo para las italianas, al menos en cine: el Centro Experimentale formó a muchas actrices, como Alida Valli y Clara Calamai, que integraron el star system femenino patrio, el primero de Europa (antes, Isa Miranda había fracasado en Hollywood, como la mayoría de intérpretes extranjeras). Esta constelación de estrellas, que incluiría a Luisa Ferida y a Doris Duranti —diva mussoliniana por excelencia—, contribuyó a la consolidación del cine italiano a finales de la década de 1930 y principios de la de 1940, a lo que también ayudó la simpatía de los norteamericanos por la política económica y el histrionismo —imitado por Donald Trump— de Mussolini.

Esta afinidad —atenuada tras el acercamiento de Mussolini a Hitler y a Franco— ya había desaparecido cuando aliados y partisanos liberaron Italia, en 1943. Para entonces se habían rodado doscientas setenta y nueve películas en Cinecittà —bastante más de lo planificado— y muchos oportunistas habían medrado políticamente a través del cine.

Por ejemplo, Osvaldo Valenti. Aristócrata, culto y seductor, Valenti conquistó las altas esferas burlándose en público de Mussolini y del régimen (fascista antifascista, le decían). Además de actor fue el descubridor y marido de Luisa Ferida, de origen humilde y provinciano.

Valenti y Ferida —como Doris Duranti y su pareja, el ministro de Cultura Alessandro Pavolini— encarnan el auge y la caída del fascismo a nivel humano como Cinecittà en el cinematográfico: en la cima del éxito, a principios de la década de 1940, ambos organizaban fiestas donde corría la cocaína y los jerarcas del régimen, puestos de rodillas, le ofrecían joyas a la Duranti sentada sobre un tigre disecado; sin embargo, en la noche del 25 de julio de 1943, cuando Mussolini fue fusilado junto a Chiara Pettacchi (Cinecittà fue bombardeado ese año), Valenti y Ferida, aterrorizados y arruinados, celebraron a gritos la ejecución del Duce desde la ventana de la habitación de un hotel de Roma.

Entre el tumulto, Valenti y Ferida escaparon a Venecia, donde, con otros irreductibles, fundaron los estudios Cinevillagio y continuaron organizando fiestas y consumiendo cocaína, a la que estaban enganchados. Más tarde huyeron a Milán, donde fueron detenidos y fusilados el 28 de abril de 1945 (Ferida estaba embarazada por tercera vez y Valenti, esperando la descarga, sostuvo en la mano un calcetín azul de su hijo Kim, muerto al poco de nacer). Los cadáveres de ambos se expusieron en una plaza, aunque, para muchos partisanos, Valenti y Ferida solo eran drogadictos —no criminales fascistas— y no merecían morir.

Doris Duranti corrió otra suerte: mientras que Pavolini era ejecutado el 13 de abril de 1945, ella escapó a Sudamérica, en la que residió hasta la década de 1950, cuando regresó a Italia, donde llevó una vida muy discreta hasta su muerte. En 1945 y 1946, Cinecittà se usó como campo de refugiados y no recuperó su esplendor hasta 1948, con la ley que obligaba a las productoras norteamericanas a invertir parte de sus beneficios rodando películas en Italia.

Desde entonces la izquierda política, consciente de la importancia del cine, predominó entre intérpretes y directores (no solo en el país transalpino). De ahí la emotividad del final de Cinecittà Babilonia: en unas hermosas imágenes en blanco y negro, las divas de la época vuelven a colgar en los troncos de los pinos de un jardín las placas con sus nombres —placas que habían sido retiradas después de la guerra— como símbolo de reconciliación.

El calcetín azul de Osvaldo Valenti