viernes. 19.04.2024

“Padre por favor tome la camioneta y vaya a buscar los dos cuerpos que están tirados sobre la ruta, tenga cuidado, aún hay pandilleros dando vueltas por el lugar”. Esas fueron las palabras de una de las Patronas de la Bestia que asiste a los migrantes que intentan escapar de la pobreza. Según ella, un campamento de socorro mutuo, en el extremo sur de México. Fueron las primeras indicaciones hacia el Fray argentino apenas unas pocas horas de haber llegado al lugar en un viaje misionero.

El Fray Ramiro de la Serna ingresó en la Orden a los 22 años. Fue formador de los religiosos jóvenes y luego Provincial de los franciscanos de la Provincia San Francisco Solano. Desde 2008 forma parte de la Fundación Franciscana e integra la fraternidad de la casa de jóvenes “Hermano Francisco”, dedicada a la pastoral juvenil.

El padre integró un grupo de nueve frailes argentinos que desde principios de diciembre itineraron por toda América latina hasta llegar al refugio de migrantes “la 72”, situado a pocos kilómetros de trasponer la frontera entre México y Guatemala, para allí colaborar con la asistencia a los migrantes. Centroamericanos que, tratando de escapar de la miseria y la violencia que imperan en sus países, buscan llegar a los Estados Unidos viajando sobre los techos de “La Bestia”.

También conocido como El tren de la muerte, La Bestia, es el nombre de una red de trenes de carga que trasladan combustibles, materiales y otros insumos por las vías férreas de México. Sin embargo, este no solo transporta materias primas, sino que también es usado como un medio de transporte por migrantes, principalmente salvadoreños, hondureños, mexicanos y guatemaltecos, que buscan la libertad y su supervivencia. Se estima que anualmente entre 400.000 y 500.000 personas, hombres, mujeres y niños, continúan montando encima de estos trenes esforzándose por unir América Central con América del Norte.

El Fray es parte de facciones altruistas de personas que sosiegan las necesidades de aquellos sectores más vulnerables que junto a Las Patronas de la bestia, un grupo voluntario de mujeres que espera a la vera del paso del tren para asistir al hambriento que viaja sobre sus lomos metálicos. Para ello se sirven de bolsas con alimentos que arrojan a su paso, las patronas preparan diariamente entre 15 y 20 kilos de frijoles y arroz, y entregan cerca de 300 almuerzos diarios. Cuando pasa La Bestia, se acercan a las vías y disponen de aproximadamente 15 minutos para lanzar las bolsas con comida que han preparado, además de botellas de agua, para que atrapen los migrantes desde el tren en marcha.

El cura comprendió con el correr de los calendarios que cuando uno dice que el otro es igual a mí no es solo la actitud de aquel que hace comer a la empleada doméstica en el comedor diario, con la familia. Es considerar que los derechos del otro, son también una cuestión de responsabilidad personal. Domar a la Bestia es una actitud diaria ante la vida, es inconscientemente construir humanidad a la misma vez que se deben retirar uno a uno los ladrillos que conforman los muros de la mente que los dividen.

Está claro que todo cambiará una vez terminada la cuarentena, queda en evidencia que no importa cuán lejos nos creamos de esta realidad que nos cerca minuto a minuto, todos estamos dentro del mismo tablero, ya no importa qué pieza seamos. Las favelas en Brasil, las chabolas en España, sinónimos de un tren de la muerte, auténticos cinturones de miserias emplazados en distintos lugares del mundo. Refugiados de un lado y otro del océano, sombras europeas y latinoamericanas de una misma realidad, el tener o el no tener.

“La unión y el esfuerzo de estas mujeres campesinas logran darle de comer a 400 o 500 personas por día, es un momento en que están arriba de un tren sin esperanzas y transforman desde su propio no tener el no tener de los inmigrantes. Ahí hay una respuesta, si todos nos pusiéramos desde lo pequeño que tenemos a mirar al otro y compartir con el otro, muchas de estas diferencias se subsanarían”, aclara el fraile con denuedo.

Cálido y alegre, como profundo y directo en sus palabras, su energía y amor por lo que hace pareciera a veces desbordar su propia contextura física, más bien pequeña. Sus ocho años viviendo en Fuerte Apache lo han hecho conocedor de la realidad social de los más necesitados; lo reafirma en su empecinado peregrinar por una cultura del encuentro con los pobres.

Alumno en el seminario de un por entonces Obispo llamado Jorge Bergoglio, se acostumbró con el tiempo a desinvertir de todo lo material para abocarse a cubrir las necesidades de los demás. Apartado de la vocación del clero diocesano de la estabilidad, intenta abrir puertas y así largarse a caminar hacia las fronteras, las fronteras de todas las cosas, fronteras del pensamiento, fronteras de lo teológico, fronteras de lo social. De ahí que el franciscanismo y la marginación vayan de la mano.

La asistencia en Fuerte Apache coincidió con los comienzos de la democracia de la mano de Ricardo Raúl Alfonsín, eran doce horas diarias de las cuales solo dos se destinaban al apoyo espiritual, las diez restantes se utilizaban para golpear puertas y ver que se podía conseguir para la gente. Manguear en Ciudadela, fue comenzar una renovación social, cosas muy simples, se juntaba a todas las fuerzas políticas en un lugar religioso en donde no se podía hablar de política ni de religión.

A las grandes moles edilicias no le llegaba agua al tanque, edificios de diez a doce pisos que carecían de agua potable en los pisos superiores, la falta de conocimiento de saber que las canillas debían tener un cuerito para evitar las pérdidas. Algo tan sencillo para cualquier persona no lo era tanto para sus habitantes, personas que no sabían utilizar un baño, caños y griferías que perdían y que eran dejados en ese estado por no conocer. Con cueritos y buena voluntad se comenzaron a solucionar los problemas de presión de agua y se dejó de gastar el dineral que venían invirtiendo en bombas.

Fuerte Apache, las tierras bajas del AMBA donde Carlos Tevez dio sus primeros pasos, pasillos oscuros, laberintos intrincados entre la gente que no duerme por miedo a no despertar, los aguateros con sus vasijas de indigencia. La muerte que se pasea por ellos intentando el segundo entierro de las almas, el cartón, los diarios aún no leídos, botellas vacías por doquier, la chatarra que no cesa de desfilar por sus subsuelos, los focos de infección que no permiten el amanecer, las ratas deambulando entre los perros y los gatos como si fuesen un miembro más de la familia.

La inseguridad misma, el miedo desde las sombras yerra por las escaleras en busca de la víctima adecuada, los sótanos se convierten en la perdición del curioso. El día se cierra, y las compuertas de los albergues amedrentan los diálogos en la necrópolis, los espectros vuelven uno a uno a sus soledades, se distancian e intentan dormir, aunque no lo logran. Un barrio carenciado de Ciudadela que se ha mimetizado con la imagen de un bebé gateando hacia las penumbras; un pequeñuelo que crecerá de entre la nada como aquel yuyo que ansía ser arrancado de esas tierras de una vez y para siempre, aunque sea pateando una pelota.

 “Yo estaba manejando la camioneta, detrás iban una médica y un enfermero, al llegar al lugar donde se encontraban los dos cuerpos nos percatamos que aún estaban con vida. Eran dos jóvenes, una muchacha y un muchacho, que a tientas intentaban levantarse, ambos se encontraban con signos de haber sido golpeados, el, salvajemente, ella había sido violada por integrantes de una de las tantas pandillas de la zona. Se situaron atrás, mientras manejaba rápidamente pude escuchar que la muchacha le decía a la doctora que eso que le había pasado era una señal para que ella pueda hacer de este mundo un mundo mejor. Yo intentaba prestar atención al camino, pero no pude evitar derramar lágrimas al escuchar estas declaraciones, lo bueno es que al estar sentada atrás no podía verme. Nunca me sentí tan mal en mi vida, fue una cachetada sin escalas a mi alma, una lección que no he olvidado desde entonces y dudo que lo haga en el tiempo que me quede de vida. ¿Cuál era la fe que movía a esta niña?, pensé, que de algo tan oscuro como lo que le acababa de ocurrir pudiese ver la luz al final del camino, una luz tan esquiva a mis ojos en ese momento”.

Domar a La Bestia, los muros de la mente